El hindi, la gran
lingua franca
de la India moderna, que hoy hablan cerca de doscientos millones de hombres, era comprendida por la mayor parte de los habitantes de la Ciudad de la Alegría. Era una de las veinte o treinta lenguas que se usaban en el
slum
, entre ellas el bengalí, el urdú, el tamil, el malayalam, el punjabí y muchos dialectos. Al carecer de profesor, Lambert empezó su aprendizaje de un modo más bien original. Cada mañana, después de su hora de contemplación, se daba una lección de hindi gracias a los textos que conocía mejor que las rayas de su mano, los Evangelios. Se sentaba en su estera, con la espalda muy erguida y apoyada en la pared, las piernas dobladas en la posición del loto, los Evangelios en francés sobre un muslo, y sobre el otro la traducción en hindi. La graciosa y misteriosa caligrafía le hacía pensar en los jeroglíficos egipcios. Como Champollion, comprendió que para empezar necesitaba una clave. La buscó pacientemente examinando página a página el texto hindi con la esperanza de descubrir un nombre de persona o de lugar que no hubiese sido transcrito. Por fin sus ojos tropezaron con una palabra de diez letras escrita en mayúsculas latinas. Aquella palabra le permitió identificar el versículo, y como lo conocía de memoria, pudo escribir frente a cada término francés su equivalencia en hindi. Sólo faltaba descortezar cada letra, una tras otra, para encontrar su transcripción y reconstruir un alfabeto. Aquella palabra clave pareció doblemente simbólica al habitante del 19 Fakir Bhagan Lane. Era el nombre de una ciudad cuya imagen evocaba aquella en la que se encontraba ahora, una ciudad en la que las muchedumbres se habían reunido para dirigirse hacia Dios. Era también el símbolo de una inextricable confusión de cosas y de personas que podía compararse a aquel mundo de chabolas de la Ciudad de la Alegría. Aquella palabra clave era Cafarnaúm.
T
ODAS las ciudades del antiguo mundo colonial los han proscrito en sus calles, como uno de los símbolos más ofensivos de la explotación del hombre por el hombre. Excepto Calcuta, donde todavía hoy, unos cien mil esclavos-caballos recorren tirando de los
rickshaws
más kilómetros que los treinta Boeing y Airbus de la compañía aérea interior Indian Airlines. Todos los días transportan más de un millón de viajeros, y nadie, excepto algunos urbanistas visionarios, piensa en guardar esos anacrónicos carritos en el museo de la historia. Aquí el sudor humano compite con el de las bestias de carga y proporciona la energía más barata del mundo.
Con sus dos grandes ruedas con radios de madera, su fina barquilla y sus varas curvas, los
rickshaws
se parecen a los tilburis de nuestras abuelas. Fueron inventados a fines del siglo pasado por un occidental, un misionero en el Japón. Su nombre procede de la expresión japonesa
ji riki shaw
, que significa literalmente «vehículo propulsado por el hombre». Los primeros
rickshaws
aparecieron en la India hacia 1880 en las arterias imperiales de Simla, la capital de verano del Imperio británico de las Indias. Una veintena de años después, algunos de estos vehículos llegaron a Calcuta, importados por comerciantes chinos que los utilizaban para el transporte de las mercancías. En 1914, estos chinos solicitaron la autorización para dedicarlos también al transporte de personas. Más rápidos que los antiguos palanquines y más manejables que los fiacres, estos cochecitos se impusieron rápidamente en el primer puerto de Asia, y su difusión alcanzó a numerosas metrópolis del sudeste asiático. Para muchos de entre los millones de hombres refugiados en Calcuta desde la Independencia, sus varas habían sido una manera providencial de ganarse el pan. Nadie sabía cuántos
rickshaws
surcaban hoy las calles y callejas de la última ciudad del mundo en la que sobrevivían. En 1939 los británicos habían limitado su número a seis mil. Y como desde 1949 no se había concedido ninguna nueva placa, oficialmente siguen siendo menos de diez mil. Estadísticas oficiosas hablan de una cifra cinco veces más elevada, porque cuatro vehículos de cada cinco circulan ilegalmente con un falso número. Cada uno de esos cincuenta mil
rickshaws
permite vivir a dos hombres, que se turnan entre sus varas de una salida del sol a la siguiente. El sudor de estos cien mil forzados alimenta a otras tantas familias, y se estima que, en total, casi un millón de individuos esperan de los
rickshaws
su plato cotidiano de arroz. Algunos economistas incluso han calculado la importancia financiera de esta actividad única en el catálogo de las profesiones: cuatro mil millones de céntimos franceses, es decir, un poco más de la mitad del presupuesto de los transportes parisienses. Una parte no desdeñable de esa suma —alrededor de cien millones de céntimos al año— representa el diezmo que pagan los que tiran del carrito a los policías y demás autoridades para precaverse de las múltiples persecuciones de que son objeto. Porque los atascos demenciales que paralizan todos los días un poco más del superpoblado asfalto de Calcuta, han inducido a los responsables de la circulación a excluir los cochecillos de hombres-caballos de un número creciente de arterias.
—¡No hay como un buen vaso de
bangla
para poner un tigre en el motor! —exclamó Ram Chander, parafraseando un lema publicitario que llenaba las paredes de Calcuta. Y arrastró a su nuevo amigo hasta fuera.
—¡Demonio, es verdad! —corroboró Hasari Pal—. Es como si uno se zampara seis
chapati
seguidos y un perol entero de
curry
de pescado —hizo una mueca y se frotó el vientre—. Pero con ese petróleo, se oyen chapoteos ahí dentro.
No era raro que se oyeran «chapoteos». El brebaje que acababa de beber era una de las mixturas más infames jamás destiladas por los hombres en sus alambiques. Se llamaba «licor campesino» y procedía de una aldea situada al lado de los vertederos de Calcuta. Allí, a lo largo de todo el año, residuos de todas clases, vísceras de animales y jugo de caña, fermentaban en grandes vasijas durante un mes en el fondo de una charca pútrida. La página de «sucesos» de los periódicos no cesaba de relatar los estragos de aquel alcohol-veneno, que causaba todos los años en la India tantas víctimas como el paludismo. Una única ventaja: su precio. Como no pagaba impuestos, solamente costaba siete rupias, un dólar diez, la botella, cuatro o cinco veces menos que el frasco de ron gubernamental más mediocre.
Los dos amigos anduvieron un trecho juntos. Pero Ram Chander no tardó en ser llamado por una dama ya de edad, muy voluminosa, vestida con el sari blanco de las viudas. Hasari la ayudó a subir al
rickshaw
y Ram se alejó con su trotecillo. Al ver alejarse al carrito, el campesino pensó que su amigo tenía mucha suerte. «Al menos él puede mirar a los otros cara a cara. Tiene un trabajo. Tiene una dignidad. Mientras que yo soy como esos perros sarnosos que vagan por las calles. No existo».
Antes de separarse, los dos hombres se habían citado para el día siguiente en la explanada de Park Circus, donde se cruzan los tranvías. Ram Chander había prometido tratar de presentar a su amigo al representante del propietario de su
rickshaw
. «Con un poco de suerte y un buen
bakchichs
, a lo mejor te encuentra un carrito para tirar», le había dicho esperanzadamente. «En una situación normal», contaría más tarde Hasari, «me hubiese negado a creer algo tan hermoso. Pero el
bangla
me había dado alas. Me sentía como si fuese una cometa». Los dos hombres también habían acordado volver al hospital para visitar al
coolie
herido.
El campesino callejeó largamente antes de ir en busca de su familia. «Por todas partes había hileras ininterrumpidas de tiendas, de comercios, de tenderetes, y millares de personas en las aceras y en la calzada. Hubiérase dicho que la mitad de la población dedicaba todo su tiempo a vender algo a la otra mitad. Había muchísimos objetos que yo no había visto nunca, como instrumentos para pelar las hortalizas o para sacar el jugo de las frutas. También había montañas de utensilios, de herramientas, de piezas mecánicas, de sandalias, de camisas, de cinturones, de bolsas, de peines, de estilográficas, de gafas negras para el sol. En algunos lugares era muy difícil abrirse paso, hasta tal punto había mercancías y personas que se apiñaban en la calzada. En una esquina compré varios
singara
a un vendedor ambulante. Mis hijos se volvían locos por aquellas chuletas de legumbres. Pero con cinco rupias no podía comprar muchos. Y tal vez hubiese sido mejor comprar varias raciones de arroz hinchado para toda la familia. Pero cuando se tiene la cabeza y el vientre llenos de
bangla
, es disculpable que se cometan locuras».
Ya era noche cerrada cuando reconoció por fin la avenida donde acampaban. Antes de llegar al trozo de acera familiar, oyó gritos y vio una aglomeración. Temiendo que hubiera ocurrido alguna desgracia a su mujer o a alguno de sus hijos, echó a correr. Era la vecina que prorrumpía en aullidos. Tenía la cara llena de sangre y huellas de golpes en los hombros y en los brazos. Su marido había vuelto borracho perdido. Habían reñido y él la había golpeado con una barra de hierro. La hubiera matado de no haber intervenido unos vecinos. También había golpeado a los dos niños. Luego había cogido sus cosas y se había ido maldiciendo a los suyos y gritando que los entregaba a las garras de los demonios. La pobre mujer se encontraba ahora sola en la acera con dos niños de corta edad y otro en el vientre. Además de un hijo encarcelado y una hija prostituta. «A veces hay motivos para maldecir a nuestro
karma
», pensó Hasari.
Afortunadamente, sus dos hijos mayores habían podido traer como fruto de sus búsquedas entre los desperdicios del Barra Bazar unos pedazos de calabazas y de nabos. Estaban muy orgullosos de su hazaña, porque había tanta gente hurgando en los montones de basura que los descubrimientos útiles eran raros. Su madre pidió prestada la
chula
de la vecina para preparar una sopa que compartieron con ella y con sus hijos abandonados. También compartieron los buñuelos. Nada mejor para calmar la pena y el miedo que una buena comida. Sobre todo cuando se vive en una acera y no se tiene una chapa de metal ondulado ni una tela encima de la cabeza. Aquella noche las dos familias se apretaron un poco más para dormir. Sólo un pobre puede necesitar a otro pobre.
T
ODAS las noches, hacia las once, volvía a empezar. Al principio eran llantos, luego la intensidad iba en aumento, el ritmo se aceleraba y aquello se convertía en un torrente de estertores que le llegaban a través del tabique. Un niño musulmán de diez años se moría de tuberculosis ósea en el cuchitril de al lado. Se llamaba Sabia.
«¿Por qué esta agonía de un inocente», se indignaba Paul Lambert, «en un lugar ya abrumado por tantos sufrimientos?».
Las primeras noches había cedido a la cobardía. Para no oír, se había taponado las orejas. «Era como Job al borde de la rebeldía», explicará. «Por mucho que buscaba en las Escrituras a la luz de mi lámpara de aceite, no conseguía encontrar una explicación satisfactoria a la idea de que Dios pudiese permitir aquello. ¿Quién hubiera podido atreverse a decir a aquel niño que se retorcía de dolor: “Sé feliz, tú que eres pobre, porque el Reino de Dios es tuyo. Sé feliz, tú que ahora lloras, porque mañana reirás. Sé feliz, tú que tienes hambre, porque serás saciado”? Aquello parecía absurdo. El profeta Isaías trataba de justificar el sufrimiento del inocente: eran
NUESTROS
sufrimientos los que él padecía, servían para curarnos de
NUESTROS
pecados. Desde luego, la idea de que el sufrimiento de un ser pudiera contribuir a la curación del mundo era atractiva. Pero, ¿cómo admitir que la agonía de mi vecinito formaba parte de aquella ascesis? Todo en mí decía que no».
Tuvieron que pasar varias noches antes de que Paul Lambert aceptase oír los gritos de Sabia. Y aún varias más para que los oyera no sólo con sus orejas, sino también con su corazón. Se sentía desgarrado entre su fe de sacerdote y su rebeldía de hombre. ¿Es que tenía derecho a ser feliz, a cantar las alabanzas de Dios, cuando había a su lado aquella agonía intolerable? Al no poder comunicar su dilema a alguien, Lambert recurrió a la oración. Todas las noches, cuando el hijo de su vecina volvía a empezar a gemir, hacía el vacío en él y rezaba. Entonces dejaba de oír los llantos, los gritos, los ruidos; dejaba de percibir los roces de las ratas en la oscuridad, dejaba de notar los hedores de la cloaca atascada delante de su puerta. Según su propia expresión, «se hacía ligero como el aire».
«Al principio mi oración trataba exclusivamente de la agonía del pequeño Sabia. Suplicaba al Señor que aliviase sus sufrimientos, que abreviase su sacrificio. Y si Él juzgaba que aquella prueba era verdaderamente útil para redimir pecados de los hombres, Él que no había vacilado en sacrificar a su propio Hijo, entonces le pedía que me permitiera tomar parte en ella, hacerme el honor de sufrir en lugar de aquel niño». Noche tras noche, en la oscuridad, con los ojos fijos en la cara del Santo Sudario, Paul Lambert rezaba hasta que se acallaban los gemidos. Rezaba e imploraba incansablemente. «Tú que moriste en la cruz para salvar a los hombres, ayúdame a comprender el misterio del sufrimiento. Ayúdame a trascenderlo. Ayúdame, sobre todo, a luchar contra sus causas, contra la falta de amor, contra los odios, contra las injusticias que lo provocan».
La enfermedad del niño vecino se agravaba mientras redoblaban los estertores de su agonía. Una mañana, el sacerdote tomó el autobús que llevaba al hospital de Howrah. Dio treinta rupias al enfermero responsable de la farmacia del establecimiento.
—Necesito una jeringuilla y una dosis de morfina. Es muy urgente.
«Ya que su mal era incurable y que mi oración había fracasado», dirá, para justificarse, «al menos Sabia debía morir en paz». Ayudada por sus tres hijos de once, ocho y cinco años, la madre de Sabia se pasaba los días agachada en la calleja confeccionando bolsas de papel con periódicos viejos. Era viuda también —había muchas viudas en la Ciudad de la Alegría—, y aquella actividad representaba su única fuente de ingresos para el sustento de su familia. Pero a cada instante tenía que interrumpirse, levantarse y recogerlo todo para dejar pasar a un triciclo o a una carreta. Paul Lambert había observado que nunca abandonaba su sonrisa.