La Ciudad de la Alegría (42 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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—Paul, gran hermano —cloqueó Bandona con una sonrisa traviesa—, ¡tienes sarna!

La canícula aún no había dicho su última palabra. A fines de abril el termómetro todavía subió unos grados más. Un ruido que formaba parte del ambiente desapareció ante ese nuevo embate. Las únicas aves del
slum
, los cuervos, dejaron de graznar. Unos días después se veían sus cadáveres por los tejados y en los corralillos. Un delgado hilillo de sangre salía de sus picos: el calor había hecho que estallaran sus pulmones. La misma suerte iban a correr al poco tiempo otros animales. Por decenas, por cientos, las ratas empezaron a morir. En la vivienda vecina de la de Lambert, la madre de Sabia había tendido un viejo sari encima del poyo donde dormía la menor de sus hijas, enferma de varicela. En la tela había un agujero. Un día la pobre mujer vio una lombriz pasar por ese agujero y aterrizar en la frente de su hija. Luego cayó otro gusano, y por fin un tercero. Levantando los ojos a la techumbre, vio sobre una viga de bambú a millares de gusanos que huían de una rata muerta.

Fue el momento elegido por los poceros municipales encargados de vaciar las letrinas y llevarse el estiércol de los establos para decretar una huelga indefinida. En pocos días el
slum
fue sumergido en un lago de excrementos. Atascadas por los montones de estiércol de los establos, las cloacas a cielo abierto se desbordaban, derramando por todas partes un torrente negruzco y hediondo. En el aire tórrido e inmóvil, no tardó en reinar una pestilencia insoportable, empujada por las humaredas de las
chulas
. Y para acabar de rematarlo, emponzoñó el mes de mayo una terrible tempestad de pre-monzón. De golpe, el nivel de las cloacas y de las letrinas subió cincuenta centímetros en una noche. Se vieron cadáveres de perros, de ratas, de escorpiones y de millares de cucarachas flotando sobre aquella marea inmunda. Incluso se vieron varias cabras y un búfalo, con la panza inflada como un dirigible, que navegaban a la deriva por las callejas. La tempestad originó además un fenómeno imprevisto: apenas caer la última gota, empezaron a aparecer millones de moscas. Naturalmente, la inundación había invadido la mayor parte de las chabolas, convirtiendo aquellos escasos metros cuadrados superpoblados en otras tantas cloacas nauseabundas. No obstante, en medio del horror, siempre había un milagro. El que descubrió Paul Lambert, desde el fondo de su chamizo, aquel domingo de Pentecostés, «tenía el rostro de una niña que llevaba un vestido blanco, con una flor roja en los cabellos, y que andaba como una reina en medio de toda aquella mierda».

TERCERA PARTE
 
CALCULA, AMOR MÍO
49

U
NA desaceleración brusca le empotró contra el respaldo del asiento. El ala del Boeing acababa de girar hacia la tierra, revelando un paisaje exuberante de cultivos y de cocoteros. Después de dos horas sobrevolando inmensidades apergaminadas de la India central, Max Loeb tuvo la impresión de que llegaban al corazón de un oasis. Por doquier agua, canales, estanques relucientes y ciénagas inmensas, cubiertas de jacintos silvestres que parecían, entre sus pequeños diques, jardines flotantes. Pensó en los Everglades de su Florida y en los arriates hortelanos de Xochimilco, en México. Las manchas oscuras de numerosos búfalos surgían de todo aquel verdor. Luego el avión se enderezó, descubriendo de golpe la ciudad. Una ciudad enorme, sin límites ni horizontes, atravesada por un río pardusco donde las embarcaciones ancladas tenían aspecto de pájaros petrificados. Una ciudad de contornos indistintos a causa de la mortaja de humos que recubrían sus techos embrochalados. La pared centelleante de un depósito de petróleo, la silueta de una grúa al borde del río, las estructuras metálicas de una fábrica horadaban por instantes con un resplandor la espesa capa algodonosa. La voz musical de la azafata anunció el aterrizaje en Calcuta. Max distinguió el campanario gótico de una catedral, las tribunas de un hipódromo, autobuses rojos con imperial que se deslizaban por una avenida en medio de un parque. El Boeing pasó, por último, a ras de un terraplén y se posó.

Una bofetada de fuego. Al abrir la portezuela, el horno exterior irrumpió en el avión. «Tuve la impresión de que me golpeaba el soplo de un secador de pelo gigantesco», contaría el americano. «Retrocedí ante el choque y por un momento no pude moverme, tratando de respirar. Cuando al fin salí a la pasarela, me cegó la intensa reverberación y tuve que agarrarme a la barandilla».

Unos instantes después, en el barullo del vestíbulo de llegada, Max vio una guirnalda de flores amarillas por encima de las cabezas. Era Lambert, que enarbolaba el collar de bienvenida comprado en el puente de Howrah para recibir a la usanza india al visitante americano. Los dos hombres se reconocieron instintivamente. Sus efusiones fueron breves.

—Te propongo llevarte al Grand Hotel —dijo Lambert al subir a un taxi—. Es el palacio local más grande. No he puesto en mi vida los pies allí dentro, pero me imagino que es un lugar más propicio que Anand Nagar para una toma de contacto suave con las realidades de esta ciudad querida.

El joven americano transpiraba cada vez más.

—A no ser que desees zambullirte de inmediato —prosiguió Lambert, con un guiño—. Y se trata exactamente de una zambullida: los alcantarilleros se han declarado otra vez en huelga. ¡Ya ves, aquí no vas a encontrar tu Florida!

Max reprimió una mueca. Estaba pensando en la opción propuesta cuando su mirada descansó en el brazo de su compañero.

—¿Qué tienes ahí? —se extrañó, señalando la piel llena de costras.

—Oh, nada. He pillado la sarna.

El joven médico lanzó un gruñido. Sin duda Lambert tenía razón: más valía tomarse un tiempo de aclimatación. Pasar sin transición de un paraíso de multimillonarios al subsuelo del infierno podía causar heridas irreversibles. Max recelaba de esta clase de traumatismos. ¡Cuántos muchachotes sólidos del Peace Corps americano habían flaqueado desde su primer enfrentamiento con la miseria! Habían tenido que ser evacuados urgentemente. Sí, era preferible adaptarse poco a poco, en el confort de una habitación climatizada, con ayuda de generosos tragos de whisky y algunos sabrosos puros Montecristo. Al fin y al cabo no había ninguna prisa.

Al cabo de un momento, sin embargo, Max se volvió bruscamente hacia su acompañante.

—Prefiero ir contigo a Anand Nagar —anunció.

Una hora más tarde, los dos amigos estaban sentados cara a cara ante una mesa, bajo la luz chisporroteante de uno de los
bistrots
de la barriada de chabolas. Un ventilador a plena marcha removía un aire tórrido, cargado de tufos de fritanga.

—¿
Ragoût
de búfalo? —se inquietó el americano, a la vista de la extraña mezcla que uno de los jóvenes camareros había depositado ante él.

—No es
ragoût
—le corrigió el francés, probando golosamente de su plato—. Simplemente salsa. No hay un gramo de bazofia ahí. Pero está guisado de tal manera con los huesos, la corteza de tocino, el tuétano, la gelatina, que tiene cantidad de proteínas. Es como si te zampases un
entrecôte
de Charolais. Y por treinta
paisa
(dos centavos), no pensarías que te iban a servir un pato, ¿no?

Max hizo un mohín que expresaba elocuentemente su repugnancia.

—Y piensa que hemos tenido la increíble suerte de haber encontrado una mesa —continuó Lambert, deseoso de presentar a una luz favorable su barriada—. Es el Maxim’s de la zona.

El símil consiguió animar al americano, que seguía examinando con circunspección el contenido del plato, la mugre del decorado y la clientela.

Una veintena de clientes comían en medio de grandes gritos. Todos eran obreros de fábrica sin familia o trabajadores de talleres condenados a vivir cerca de sus máquinas a causa de los cortes de corriente. El establecimiento pertenecía a un musulmán gordo y calvo llamado Nasser que dominaba la situación junto a su caldero humeante como un buda envuelto en incienso. Nasser era el responsable de la célula local del partido comunista marxista. Ninguna locura del termómetro podía apartarle de su observatorio, desde donde daba órdenes a unos diez empleados. Estos últimos llamaban al francés «Father», «Uncle» o «Gran hermano Paul». Cinco de ellos eran hijos del
slum
. El mayor aún no tenía los ocho años. Trabajaban desde las siete de la mañana hasta las doce de la noche por un salario mensual de diez rupias —0,80 dólares—, más la comida. Descalzos y andrajosos, corrían a llenar los cubos en la fuente, limpiaban las mesas, barrían, espantaban las moscas, servían la comida y captaban clientes. Hombres en miniatura, infatigables y siempre alegres. Otros tres, cuya misión era pelar hortalizas, eran retrasados mentales. El gordo Nasser los había recogido, con unos meses de intervalo, cuando mendigaban en la Grand Trunk Road, en medio de los camiones que todos los días estaban a punto de atropellarles. Vivían allí mismo y dormían en una especie de gallinero que su amo les había fabricado con unas tablas colgadas de los bambúes del techo. Para lavar los platos había un ciego y un tuerto. El ciego tenía una barbita blanca y se pasaba todo el día cantando suras del Corán. Lambert no pasaba nunca ante el restaurante sin ir a decirle unas palabras. «Lo mismo que Surya, el viejo hindú de la
tea shop
, aquel hombre tenía el don de recargar mis baterías. Esparcía ondas benéficas».

¿Cómo hacer captar en pocas horas todos esos matices a un norteamericano que desembarcaba de otro planeta? Lambert sabía por experiencia que la Ciudad de la Alegría era un lugar que tenía que descubrirse a dosis homeopáticas. Y que sobre todo tenía que merecerse. Sería largo y difícil. Pero aquella primera noche iba a suceder algo excepcional que precipitaría las cosas proyectando a Max Loeb en el mismo corazón del ambiente. El francés hacía degustar el postre a su compañero, un trozo de
barfi
, el delicioso
nougat
bengalí que se come en su delgada hoja de papel de estaño, cuando irrumpió un hombrecillo. Se precipitó hacia Lambert, se arrojó a sus pies y le habló en bengalí uniendo las manos en un ademán de súplica. Parecía tener mucha prisa, estaba muy nervioso y Max Loeb observó que le faltaban varias falanges en ambas manos.

—¿Entiendes algo de obstetricia? —preguntó Lambert levantándose.

El norteamericano se encogió de hombros.

—Lo que se aprende en la facultad… es decir, no gran cosa.

—¡Ven! Siempre será mejor que no hacer nada. Parece como si algunos amigos míos hubieran querido reservarte una pequeña sorpresa de bienvenida.

Lambert adoraba bromear. El asombro del norteamericano le encantó. «Sí, doctor, quieren brindarte un parto».

—¿Y tengo que hacerlo yo?

—¡Lo has adivinado!

Se echaron a reír y se dispusieron a seguir al mensajero, que ya se impacientaba en la calleja. Chapoteando en el fango hasta las pantorrillas, avanzaron con precaución. De vez en cuando, tropezaban con algo blando, el cadáver de un perro o de una rata. La oscuridad en los trópicos llega muy pronto, y la noche era negra como la tinta.

—Es mejor que procures no caerte de cabeza en uno de esos colectores —dijo Lambert, aludiendo a unas zanjas de dos metros de profundidad que atravesaban el
slum
.

—¡Sería una buena manera de hacerme echar de menos las playas de Florida!

—¡A condición de que sobrevivas! En esta mierda, uno la palma en segundos. A causa del gas.

Anduvieron durante una media hora con prudencia ante las miradas atónitas de los habitantes que se preguntaban a dónde podían ir aquellos dos
sahibs
en aquella cloaca a semejantes horas.

—¡Agacha la cabeza!

El aviso impidió que el norteamericano se abriera el cráneo con una gruesa viga de bambú.

—Aquí tendrás que acostumbrarte a doblarte en dos. ¡Ya verás, es estupendo para la humildad!

Max encorvó su altísimo cuerpo para penetrar en el corralillo. Estaba lleno de personas que discutían ruidosamente. La llegada de los dos extranjeros impuso un poco de silencio. A la incierta luz de una vela, el norteamericano vio caras sin nariz, muñones que se agitaban como marionetas. Comprendió que estaba en el barrio de los leprosos. Un espectáculo de una asombrosa belleza iluminaba aquella terrible escena. Como Paul Lambert en su primera visita, Max no podía dar crédito a sus ojos. «Entre las piernas de aquellos cuerpos mutilados jugaban unos niños. Niños soberbios y mofletudos que parecían salidos de una publicidad de Nestlé». Un anciano de cabellos grises arrastró a Lambert y a su compañero hasta una chabola de la que salían débiles gemidos. Cuando iban a franquear el umbral, dos viejas arrugadísimas quisieron interponerse. De sus bocas enrojecidas por el betel salió un chorro de invectivas.

—¡Las matronas! —explicó el francés volviéndose hacia Max—. Nuestra presencia aquí es una afrenta para ellas.

El anciano las rechazó sin contemplaciones y llevó a los dos visitantes al interior. Alguien acercó una vela. Lambert descubrió entonces una cara larga muy pálida, con ojos profundamente hundidos en las órbitas.

—¡Meeta! —exclamó, impresionado.

La esposa del lisiado Anonar parecía extenuada. La bañaba un charco de sangre. Abrió penosamente los ojos. Al ver la nariz arremangada y la frente anchísima junto a ella, su boca esbozó una sonrisa.

—Paul, gran hermano —suspiró débilmente.

Levantó hacia él sus manos atrofiadas, mientras Max retiraba los trapos que servían de compresas.

—Hay que darse prisa —declaró el americano—. Si no, se nos mueren los dos.

Acababa de descubrir entre los muslos de la leprosa la parte superior de un pequeño cráneo sanguinolento. El niño estaba atascado a medio camino del útero. Su madre no conseguía expulsarlo. Tal vez ya había muerto.

—¿Tienes algo para que aguante el corazón? —preguntó Max, buscando el pulso de la joven.

Lambert buscó en su inseparable mochila donde siempre llevaba algunos medicamentos para casos de urgencia. Sacó un frasco.

—Tengo un poco de coramina.

Max hizo una mueca.

—¿No tienes algo más fuerte? ¿Un tónico cardíaco para inyectarle en la vena?

La pregunta le pareció tan incongruente que, a pesar de lo trágico de la situación, Paul Lambert se echó a reír.

—¿Me tomas por un
drugstore
de Miami?

El norteamericano se disculpó con una sonrisa un poco forzada, y Lambert pidió un vasito de agua en el cual vertió el medicamento. Arrodillándose en la cabecera de la joven leprosa, le levantó la cabeza y le hizo beber lentamente, añadiendo al brebaje, sin quererlo, las gotas de sudor que caían de su frente. Dentro de la chabola, la temperatura debía de ser al menos de cuarenta grados.

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