En la calle había numerosos
rickshaws
. Cada uno de ellos estaba ocupado por un hombre que iba allí a divertirse. Muchos infelices vagaban por las aceras,
coolies
, obreros, parados. Calcuta es una ciudad de hombres en la que centenares de millares de refugiados viven sin su familia.
Una mujer cogió a Hasari por la muñeca.
—Ven —dijo, dirigiéndole una penetrante mirada—. Voy a hacerte feliz. Sólo cuatro rupias.
Hasari se sintió ruborizar hasta la punta de los pies. Su amigo que tiraba del
rickshaw
acudió en su ayuda.
—¡Suéltate! —ordenó a la mujer, apuntándole al vientre con una de las varas.
La prostituta replicó con un torrente de injurias que atrajo la atención de toda la calle y que hizo que los dos amigos se desternillaran de risa. El otro aprovechó el incidente para poner en guardia a su compañero.
—Si algún día tiras de un
rickshaw
y tienes que llevar a una pájara como ésta, no te olvides de hacer que pague por adelantado. Si no, estás apañado, apenas llegar se te escurre entre los dedos como una anguila.
Después de la calle de las prostitutas, los dos hombres atravesaron una plaza, pasaron bajo unos pórticos y entraron en un vasto recinto rodeado de edificios viejos con fachadas leprosas y balaustradas de las que colgaba un mosaico abigarrado de ropa secándose. Búfalos, vacas, perros, gallinas, cerdos iban de un lado a otro en medio de niños que jugaban con cometas. En el cielo se veían puntos de todos los colores, sujetos por un cordel. Las cometas eran el juguete preferido de los niños de Calcuta, como si aquel pedazo de papel que echaba a volar por encima de los tejados llevase todos sus deseos de evadirse, toda su necesidad de huir de aquella prisión de fango, de humos, de ruido y de miseria.
En un rincón, detrás de una empalizada de maderos, sentado en la posición del loto bajo un alero de tejas, había un hombre vestido con una camiseta mugrienta. Era el tabernero. Su nuevo amigo hizo sentar a Hasari en un banco al final de la única mesa. El lugar apestaba a alcohol. El patrón dio unas palmadas. Inmediatamente apareció un muchacho hirsuto con dos vasos y una botella sin etiqueta ni tapón, llena de un líquido grisáceo en el que flotaban copitos blancos. El hombre del
rickshaw
contó cuidadosamente siete billetes de una rupia. Formó un fajo bien hecho y lo entregó al tabernero. Luego llenó el vaso de Hasari. El olor ácido que tenía aquel brebaje asustó al campesino. Pero su compañero parecía tan satisfecho que no se atrevió a decir nada. Brindaron y bebieron un sorbo en silencio.
Entonces, Ram Chander —así se llamaba el hombre del
rickshaw
— empezó a hablar.
«Tuve que irme del pueblo después de la muerte de mi padre. El pobre hombre nunca consiguió pagar las deudas de la familia. Deudas que se remontaban a su propio padre y a su abuelo. Había hipotecado nuestra tierra para pagar los intereses, pero no bastó. Y al morir tuve que pedir prestado aún más dinero para hacerle un entierro decente. ¡Dos mil rupias! Para empezar, cuatro
dhoti
y nada menos que cuarenta metros de hilo de algodón al
pujari
[9]
para que recitase las oraciones. Luego cien kilos de arroz, otro tanto de harina, más aceite, azúcar, especias y hortalizas para dar de comer a los invitados. Por fin, cincuenta kilos de leña para la hoguera y «propinas» a los encargados de las incineraciones. Comprendí en seguida que nunca podría devolver todo aquel dinero quedándome en la aldea. Sobre todo teniendo en cuenta que para conseguir el préstamo había perdido nuestra única fuente de ingresos hipotecando la siguiente cosecha.
»Entonces, durante la fiesta de Durga, un camarada de juventud volvió al pueblo. Tiraba de un
rickshaw
en Calcuta y me dijo: “Ven conmigo, yo te encontraré un carrito para tirar. Ganarás de diez a doce rupias por día”. Y decidí irme con él. Aún me parece estar viendo a mi mujer, dando la mano a nuestro hijo en el umbral de la choza. Ella lloraba. Habíamos hablado tantas veces de mi marcha, y por fin llegó aquel día. Me preparó una bolsa para llevar colgada del hombro con un
longhi
y una camisa de recambio, además de una toalla. Me había hecho
chapati
y tortas de verduras para el viaje. Hasta el último día de mi vida les estaré viendo delante de nuestra choza. Su recuerdo me permitió aguantar, porque sólo al cabo de cuatro meses, gracias a aquel amigo de la infancia, encontré trabajo.
»En esta maldita ciudad la lucha por encontrar trabajo es tan dura que podrías pasarte años esperando, y morirte veinte veces antes de tenerlo. Y si no tienes alguien que te ayude, no hay ninguna posibilidad. Hasta para las cosas más modestas todo es cuestión de relaciones. Y naturalmente de dinero. A cada instante tienes que estar dispuesto a pagar. Esta ciudad es como un ogro. Fabrica gentes cuyo único objetivo es robarte. ¡Qué cándido era cuando vine de mi pueblo! Estaba convencido de que mi compañero iba a conducirme derechamente a ver al propietario de su
rickshaw
para pedirle que me diera trabajo. El tipo en cuestión es un
bihari
que posee más de trescientos carritos, de los que al menos doscientos circulan sin licencia. Paga un porcentaje a los policías, y asunto resuelto. Pero en cuanto a que me contratasen en seguida, de eso nada. Al
bihari
no se le ve jamás. Ni siquiera se sabe dónde vive. Es un jefe de banda. Le importa un rábano que seas tú o Indira Gandhi quien tire de sus
rickshaws
, con tal de que todas las noches reciba la recaudación. Un empleado suyo se ocupa de este trabajo. Sólo por medio de él puedes tratar de conseguir un
rickshaw
. Pero no te imagines que uno puede acercársele con más facilidad que a su amo. Tiene que presentarte alguien a quien aprecie. Alguien que le diga quién eres, de dónde vienes, cuál es tu casta, tu clan, tu linaje. Y por tu propio interés, dedícale el mejor de los
namaskar
[10]
y no olvides de llamarle
sardarji
[11]
y todo lo que quieras. Ni de invocar la bendición de Shiva y de todas las divinidades sobre su persona. Sin olvidar el
bakchich
de costumbre. Porque los
bakchichs
son algo casi tan importante como el alquiler. No tienes nada, eres un desgraciado, te matas para ganar unas cuantas rupias y dar de comer a tu familia, pero te pasas la vida repartiendo monedas entre el policía del cruce, porque no tienes derecho a circular por esta calle; entre otro policía, porque llevas mercancías cuando se supone que lo único que puedes llevar es personas; un billete para el propietario, para que te guarde el carrito en su cuadra, otro al tipo del taller para que te arregle un radio de la rueda, otro al antiguo titular del
rickshaw
que te cedió su trasto. En resumidas cuentas, te estrujan durante todo el día, y a poco que te descuides te encuentras sin
rickshaw
porque la policía te lo ha confiscado o porque el dueño te echa.
»Yo esperé más de cuatro meses a que los dioses se decidieran a darme una oportunidad. Y sin embargo, todas las mañanas iba a dejar un poco de arroz, capullos de claveles, un plátano o alguna golosina ante la estatua de Ganesh, en el templo que hay cerca de la cabaña donde me alojaba. Otros tres individuos que tiraban de
rickshaws
vivían también en aquella covacha, en el patio de un edificio decrépito que hay detrás de Park Circus. También ellos habían dejado a su familia en el pueblo. Un viejo carpintero hacía radios y componía las ruedas de los carritos. Como todos eran hindúes, se hacía una comida común. El carpintero preparaba la pitanza. La guisaba en su
chula
y encendía el fuego con virutas de la madera que trabajaba.
»Allí fue donde mi compañero me alojó cuando llegué a Calcuta. Entre dos vigas de bambú del armazón, me instaló una tabla para dormir, justo debajo de las tejas del techo. En la pared de adobe había el hueco de una hornacina con la estatuilla en cartón piedra de un Ganesh con cabeza de elefante completamente rosa. Recuerdo haber pensado que con la presencia de semejante dios bajo nuestro techo, acabaría por salir de apuros. Tenía razón para confiar. Una mañana, cuando volvía de hacer mis necesidades, reconocí al representante del propietario de los
rickshaws
que venía en su bicicleta. Le había visto varias veces cuando venía a cobrar los alquileres, y mi compañero le había hablado de mí. Era un hombre más bien bajo, con un bigote y ojos astutos tan penetrantes que uno tenía la impresión de que despedían chispas. Apenas bajó de la bicicleta, me acerqué a él.
»—
Namaskar, sardarji!
¡Qué honor la visita de un personaje de su importancia! ¡El hijo del dios Shiva!
»No pudo reprimir una sonrisa de satisfacción.
»—Hay un chico que se ha roto una pata, ¿quieres sustituirle? Si estás de acuerdo, ahora mismo me das veinticinco rupias para mí, y pagarás dos rupias al día al titular del carrito. Además de las seis rupias de alquiler normal, claro.
»Me advirtió de pasada que el carrito en cuestión no tenía la matrícula en regla. Lo cual quería decir que si lo confiscaba la policía, era yo quien estaría obligado a pagar el soborno. La estafa en estado puro. Y sin embargo, le di las gracias del modo más efusivo.
»—Mi gratitud será eterna —le prometí—. Desde ahora me siento ya como el menor de sus hermanos
[12]
.
»Por fin se realizaba el sueño por el que había salido de mi aldea. Iba a ganar la vida de mi familia entre las varas de un
rickshaw
.»
E
N aquella época la Ciudad de la Alegría sólo contaba con unos diez pozos y fuentes para setenta mil habitantes. La fuente más próxima al cuarto de Paul Lambert se encontraba al final del callejón, frente a un establo de búfalos. El barrio empezaba a despertar cuando se dirigió hacia allí. Cada amanecer se producía la misma explosión de vida. Gentes que habían pasado la noche hacinados en grupos de diez o doce, en chamizos infestados de ratas y de piojos, renacían a la luz como a la primera mañana del mundo. Esta resurrección cotidiana empezaba con una purificación general. Allí, en los callejones inundados de fango, al borde del conducto pestilente de una cloaca, los moradores de la Ciudad de la Alegría se libraban de los miasmas de la noche por medio de todos los ritos de un minucioso lavado. Sin mostrar ni una parcela de su desnudez, las mujeres conseguían lavarse del todo, desde los largos cabellos hasta la planta de los pies, incluyendo su sari. Luego ponían el máximo esmero en aceitar, peinar y trenzar su cabellera, antes de clavar en ella una flor fresca que sabe Dios dónde podían haber encontrado. Donde había agua, se veía a los hombres ducharse con una lata de conservas, a los niños frotarse los dientes con ramitas recubiertas de ceniza, a los viejos pulirse la lengua con un hilo de yute, a las madres despiojar a sus hijos antes de enjabonar vigorosamente sus cuerpecitos desnudos, incluso en medio del frío más atroz de las mañanas de invierno.
Paul Lambert avanzaba, atento a todo lo que iba descubriendo. Antes de llegar a la fuente, le impresionó la belleza de una joven madre envuelta en un sari rojo, sentada en el callejón, con la espalda muy erguida y un bebé tendido sobre sus piernas alargadas. El niño estaba desnudo y sólo llevaba un amuleto sujeto por un cordel atado a la cintura. Era un niño gordezuelo, que no parecía sufrir ninguna falta de alimentación. Un fuego extraño danzaba en sus ojos. Hubiérase dicho que se hablaban con las miradas. Subyugado, Lambert dejó el cubo en el suelo. La joven acababa de verter unas gotas de aceite de mostaza en sus palmas y empezaba a dar un masaje al cuerpecito. Hábiles, inteligentes, atentas, sus manos subían y bajaban, animadas por un ritmo tan discreto como inflexible. Moviéndose arriba y abajo como un oleaje, partían de los costados del bebé, atravesaban su pecho y volvían a subir hacia el hombro opuesto. El movimiento terminaba con el dedo meñique deslizándose por el cuello del niño. Luego la madre le hizo dar media vuelta. Le extendió los brazos y les dio un delicado masaje, uno después de otro, cantándole viejas canciones infantiles que contaban la niñez del dios Krishna o alguna leyenda que venía del fondo de las edades épicas. Más tarde cogió sus manecitas y las fue acariciando con los pulgares, como para hacer circular la sangre de la palma hacia los dedos. El vientre, las piernas, los talones, la planta de los pies, la cabeza, la nuca, la cara, las aletas de la nariz, la espalda, las nalgas fueron objeto de sus sucesivas caricias, con unos dedos ágiles y como danzantes que parecían vivificar. El masaje concluyó con una serie de ejercicios de yoga. La madre cruzó los brazos de su hijo sobre el pecho, abriéndolos y cerrándolos una y otra vez. Toda tensión que pudiera subsistir en la espalda del niño parecía así liberada, lo mismo que su caja torácica y su respiración. Al fin llegó el turno de las piernas, que levantó y cruzó sobre el vientre a fin de provocar una apertura y una relajación completas de la pelvis. El niño parecía loco de felicidad.
Lambert estaba maravillado. «Era un verdadero ritual, hasta tal punto había gravedad en la entrega absoluta de la madre y en el abandono total del niño». Se sentía un poco incómodo por haber sorprendido aquella escena, pero deslumbrado por tanto amor y tanta belleza. Y por tanta inteligencia. Porque el masaje aportaba al cuerpecito amenazado por tantas carencias un alimento extracorporal precioso.
Después de aquel rayo de luz en el corazón de tanta fealdad, la molestia del agua pareció al francés un trámite sin importancia. Varias decenas de mujeres y de niños hacían cola, y el chorro que daba la bomba era tan escaso que se necesitaban largos minutos para llenar un cubo. ¡Qué importaba! El tiempo no contaba en Anand Nagar, y la fuente era un lugar donde se intercambiaban noticias. Para Lambert era un campo de observación apasionante. Una niña se acercó a él con una amplia sonrisa, y sin consultárselo se apoderó de su cubo. Tocando con el dedo el reloj que llevaba en la muñeca, le dijo en inglés:
—
Daddah
[13]
, seguro que tienes prisa porque llevas reloj.
De regreso a su casa, Lambert encontró a varias personas ante su puerta. Reconoció a los habitantes del corralillo cristiano al que le había conducido la primera noche el enviado del párroco de Howrah. La joven con una flor en el pelo que le había hecho bendecir a su hijo le regalaba ahora un
chapati
y una botellita.