Paul Lambert clavó la estampa con ayuda de dos fósforos hundidos en la pared de barro. Trató de rezar, pero no lo consiguió. Estaba como alelado. Necesitaría tiempo para que las cosas se sedimentaran. Se encontraba sentado, abstraído, cuando una niña apareció en el umbral, vestida de andrajos, descalza, pero con una flor en su trenza. Llevaba un plato de aluminio lleno de arroz y de verduras. Lo dejó ante él, juntó las manos a la altura de la frente según el saludo indio, inclinó la cabeza, sonrió y desapareció corriendo. «Di gracias a Dios por aquella aparición y por aquella cena ofrecida por unos hermanos desconocidos. Luego comí a su manera, con los dedos. En el fondo de aquel chamizo me parecía que todo adquiría una dimensión especial. Así, el contacto de los dedos con los alimentos me hizo comprender hasta qué punto los alimentos no son ni una cosa muerta ni una cosa neutra, sino un don de vida».
Hacia las nueve de la noche, cuando los ruidos de la calleja cesaron, Lambert empezó a percibir los ecos de la vida que le rodeaba: las conversaciones en los cuartos vecinos, las riñas, los llantos, los accesos de tos. Luego, la punzante llamada de un almuecín brotó de un altavoz. Inmediatamente después llegaron a sus oídos voces de mujeres que recitaban versículos del Corán. Otra letanía sucedió un poco más tarde a la plegaria de los musulmanes. Procedía de la
tea shop
de enfrente. Era una sola sílaba indefinidamente repetida. «
Om
…
om
…
om
…», salmodiaba el viejo hindú dueño de la tienda. Invocación mística que desde hace milenios permite a los hindúes entrar en contacto con Dios, aquel
om
esparcía una indecible paz interior. Paul Lambert lo había oído por vez primera en las aldeas del sur, y las vibraciones de aquella simple sílaba le habían parecido impregnadas de tal poder, de tal profundidad de oración, que la había adoptado para comenzar sus propias invocaciones al Señor. Pronunciar el
om
no exigía ningún esfuerzo. «El
om
acudía solo a los labios y se prolongaba vibrando como una oración en la cabeza. Aquella noche, al repetir aquellos
om
que venían del otro lado de la calleja, no sólo tenía la sensación de hablar a Dios, sino también de dar un paso hacia el interior del misterio hindú. Era algo muy importante para ayudarme a comprender las verdaderas razones de mi presencia en aquel
slum
».
Un poco después de medianoche, el silencio envolvió la Ciudad de la Alegría. La palabrería y las oraciones se habían acallado, igual que las toses y los lloros de los niños. Anand Nagar se había dormido. Embotado por la fatiga y la emoción, Paul Lambert también sentía la necesidad de dormir. Plegó su camisa y sus tejanos a modo de almohada y se tendió sobre la estera estrecha. Entonces comprobó que en su parte de mayor longitud, el cuarto medía exactamente su talla, un metro ochenta y dos. Después de dirigir una última mirada a la imagen del Santo Sudario, sopló la lámpara y cerró los ojos con una felicidad interior como no la había sentido desde la noche de su ordenación, cinco años atrás.
En aquel momento empezó una zarabanda endiablada encima de su cabeza. Encendió un fósforo y descubrió un tropel de ratas que se perseguían sobre los bambúes del techo, precipitándose a lo largo de las paredes en una cacofonía de gritos agudos. Se puso en pie de un salto, y a pesar de su intención de no despertar a los vecinos, empezó a perseguir a los intrusos a zapatazos. A medida que unos huían, otros llegaban metiéndose por los agujeros del techo. Ante semejante invasión, acabó por claudicar. Por desagradable que fuese cohabitar con ellas, comprendió que las ratas también formaban parte de su nueva vida. Volvió a acostarse. Casi inmediatamente notó que algo se agitaba en sus cabellos. Encendió de nuevo la lámpara, sacudió la cabeza y vio caer un enorme y peludo ciempiés. Aunque ferviente admirador de Gandhi y de sus principios de no violencia, lo aplastó sin piedad. Más adelante descubriría la identidad de aquel animalillo, una escolopendra cuya picadura podía ser tan venenosa como la de un escorpión. Se acostó por segunda vez y desgranó un rosario de «
om
…» con la esperanza de recobrar un poco de serenidad. Pero aquella primera noche que pasaba dentro de sus muros, la Ciudad de la Alegría quería ofrecer otras sorpresas al francés. Los mosquitos indios tienen la particularidad de ser minúsculos, de hacer poco ruido y de mofarse indefinidamente de la víctima antes de decidirse a picarla. Un suplicio de espera que, si no fuese indio, sería chino.
Unas horas más tarde, un ruido de bombardeo arrancó a Lambert de su corto sueño. Abrió su puerta y vio en la calleja cómo una camioneta volcaba carbón ante la tienda del vendedor de combustible. Cuando se disponía a acostarse otra vez, distinguió en la oscuridad dos pequeñas siluetas que se arrastraban por debajo del vehículo. El carbonero, un hombre completamente negro con piernas de ave zancuda, también había visto a los ladronzuelos. Prorrumpió en imprecaciones que les pusieron en fuga. Hubo entonces una galopada, luego un sonoro «pluf» y unos gritos. Seguro de que uno de los fugitivos acababa de caer en la cloaca que cortaba la calleja un poco más abajo, Lambert se lanzó en su socorro. Pero apenas había dado unas zancadas, cuando una mano de hierro interrumpió bruscamente su carrera.
Sin haber podido reconocer el rostro del hombre que le sujetaba, comprendió su mensaje. «Se me invitaba a no inmiscuirme en los asuntos ajenos».
L
A venta de sangre permitió a los cinco miembros de la familia Pal aguantar durante cinco días. Se alimentaban esencialmente de plátanos. Esta fruta, abundante y barata, era en la India la providencia de los pobres. En Calcuta, sus propiedades nutritivas y curativas eran incluso objeto de un verdadero culto. Cuando se celebraban las grandes fiestas de la diosa Durga, patrona de la ciudad, en los altares había bananos envueltos en saris blancos con ribetes rojos, venerados como la esposa de Ganesh, el dios de la suerte.
Los Pal se alimentaban también de lo que recogían por el suelo los dos hijos mayores en el Barra Bazar, mientras su padre corría en busca de un trabajo. Los últimos
paisa
de la última rupia se dedicaron a la compra de cuatro tortas de boñiga para hacer hervir en la
chula
de los vecinos una última marmita de residuos y de mondaduras. Cuando ya no quedó nada más, Hasari tomó una decisión heroica. Iría de nuevo a vender su sangre.
Desde el punto de vista fisiológico era una locura. Pero aquella «ciudad inhumana» era ciudad de locura. Una investigación médica revelaba que hombres que se encontraban en el último grado de la miseria no vacilaban en presentarse cada semana en la puerta de un banco de sangre. En general, no llegaban a viejos. Se les encontraba muertos de anemia en cualquier calle, o en la cama del asilo de moribundos de Madre Teresa, apagándose como la llama de una candela privada de oxígeno. La misma investigación descubrió también que la dosis de hemoglobina en la sangre de un donante de cada cuatro era inferior a cinco gramos por cien mililitros, cuando la proporción mínima aceptable es de doce gramos y medio. Pero ¿qué oficinas se preocupaban del índice de hemoglobina de la sangre que recogían? De todas formas, como iba a ver Hasari, había un truco ideal para falsear ese índice.
Las tarifas del banco de sangre C.R.C. eran tan atractivas que aquel día había una aglomeración ante su puerta. Todos los ojeadores de los bancos rivales se habían reunido allí para tratar de desviar una parte de la clientela en beneficio de sus patrones. Hasari fue interpelado inmediatamente por un individuo bigotudo con dos dientes de oro en la parte delantera.
—Cuarenta rupias —susurró el hombre, con el aire de una prostituta que anuncia su precio—. Treinta para ti, diez para mí.
«Treinta rupias es casi el doble que la última vez», pensó Hasari, que ignoraba que en Calcuta el precio de la sangre variaba de día en día, como la cotización del yute o del aceite de mostaza en la Bolsa de comercio de Dalhousie Square. De hecho, la principal diferencia se debía a la habilidad de los «middlemen» para evaluar la candidez de un pobre infeliz y para explotarle con más o menos rapacidad. Con un simple vistazo, el hombre de los dientes de oro había visto en el brazo de Hasari el estigma que hacía de él un profesional.
El
Paradise Blood Bank
merecía su nombre. Pintado de color rosa y amueblado con cómodos asientos, estaba instalado en una de las dependencias de una de las clínicas más modernas y más caras de Calcuta, que sólo frecuentaban los ricos comerciantes
marwaris
y sus familias. La enfermera con blusa y toca de una blancura inmaculada que se encargaba de recibir a los donantes hizo una mueca de disgusto al ver el lamentable aspecto del candidato. Le hizo sentar en un sillón de respaldo inclinado. Pero, a diferencia de los enfermeros-vampiros de la C.R.C., no le clavó la aguja en el brazo. Con gran asombro del campesino, se contentó con pincharle el índice para hacer caer una gota de sangre en una plaquita de cristal. El hombre de los dientes de oro comprendió. «Esta mala pécora hace sabotaje», murmuró.
Y así era. Un instante después la joven le anunció cortésmente que la sangre de su cliente era incompatible con las normas del
Paradise Blood Bank
. El motivo invocado hubiera podido aplicarse a la mayoría de los habitantes de los barrios de barracas de Calcuta: índice de hemoglobina insuficiente.
Para Hasari era un duro revés.
—¿No conoce otro lugar? —suplicó, apenas volvió a pisar la calle, al ojeador de los dientes de oro—. No tengo ni con qué comprar un plátano a mis hijos.
El hombre posó una mano amistosa sobre su hombro.
—No se puede jugar con esas cosas —dijo—. Ahora, lo que tienes en las venas es agua. Y si no andas con cuidado, tus cenizas no van a tardar mucho en flotar sobre el Hooghly.
Hasari se sentía tan acorralado por la miseria que aquella perspectiva le pareció inevitable.
—Esta vez no hay remedio —afirmó—. Todos vamos a morir de hambre.
Aunque su curiosa profesión le había endurecido, el ojeador se conmovió ante tanta desgracia.
—No llores, amigo. Ven, voy a hacerte un regalo.
Arrastró al campesino hasta la farmacia más cercana y allí le compró un frasco de pastillas de color rosa. Los químicos del laboratorio suizo que fabricaba aquel producto probablemente nunca habían previsto el uso que harían de él los seres llegados al límite de sus fuerzas.
—Toma, amigo —dijo el ojeador, y le dio a Hasari una caja de pastillas de sales de hierro—. Tomas tres cada día, y dentro de una semana vienes a verme. Acuérdate, exactamente dentro de siete días —y añadió, mostrándose bruscamente amenazador—. ¡Pero cuidado! No me des plantón, o si no el agua de tus venas podría correr gratuitamente —luego, suavizando el tono concluyó—. Yo te llevaré a un lugar donde les parecerá que tu sangre es estupenda, tan estupenda que querrán sacártela hasta la última gota.
L
OS hechos que caracterizaron la existencia de Paul Lambert al día siguiente de su primera noche en el
slum
podían parecer insignificantes. Y sin embargo, allí donde setenta mil personas vivían en una promiscuidad y una falta de higiene espantosas, hasta la menor necesidad de la vida cotidiana revestía especiales dificultades. Por ejemplo, las necesidades fisiológicas. El enviado del párroco vecino había aconsejado a Paul Lambert que fuera a las letrinas de un sector hindú habitado también por algunos cristianos. Para los hindúes, atender la «llamada de la naturaleza» era un acto que normalmente debía realizarse según un ritual muy preciso. Tienen que elegir un lugar que no esté cerca de un templo ni de un baniano, ni próximo a la orilla de un río, de un estanque, ni cerca de un pozo ni de una encrucijada frecuentada. El suelo no ha de ser de color claro ni estar labrado, sino que debe ser llano y desembarazado, y sobre todo lejos de toda vivienda. Antes de defecar, los hindúes tienen que quitarse las sandalias —cuando las tienen—, agacharse todo lo que puedan y no levantarse nunca antes de haber terminado; cuidar, bajo pena de ofensa grave, de no mirar al sol, la luna, las estrellas, el fuego, a un brahmán o una imagen piadosa. Deben guardar silencio y no cometer el sacrilegio de volver la cabeza para examinar sus deposiciones. Finalmente, estas instrucciones prescriben la manera de proceder a las abluciones con una mezcla de tierra y de agua. Los autores de estas santas reglas no habían previsto que millones de hombres se verían un día hacinados en selvas urbanas desprovistas de todo espacio libre alejado de las viviendas. Para los hindúes de Anand Nagar, «la llamada de la naturaleza» sólo podía atenderse en público en la cloaca a cielo abierto de las callejas o en uno de los escasos edículos que habían levantado recientemente los urbanistas locales y que llamaban «letrinas».
¡Qué aventura fue para Lambert su primera visita a uno de esos edículos! A las cuatro de la madrugada su acceso estaba ya bloqueado por una cola de varias docenas de personas. Los primeros estaban allí desde las dos o las tres de la madrugada. La llegada de aquel
sahib
en tejanos y zapatillas de deporte causó un verdadero revuelo de curiosidad y de diversión, sobre todo porque en su ignorancia de las costumbres del país, el francés había cometido un error imperdonable: llevaba en la mano unas hojas de papel higiénico. ¿Era imaginable que alguien quisiese recoger la suciedad en un papel y luego dejarla para los demás? Señalándole la lata de conservas llena de agua que tenía en la mano, un joven trató de hacerle comprender que había que lavarse y luego limpiar el recipiente. Lambert comprobó que en efecto todo el mundo había llevado un recipiente lleno de agua. Algunos incluso llevaban varios que empujaban con el pie a medida que la fila avanzaba. Comprendió que estaban haciendo cola para unos ausentes.
Un viejo desdentado se acercó para ofrecerle su cántara. Lambert cogió la vasija con una sonrisa de gratitud sin darse cuenta de que acababa de cometer otro sacrilegio que provocó una nueva explosión de hilaridad. Había cogido el recipiente con la mano izquierda, que era la reservada para las abluciones impuras. Antes de llegar al agujero, Lambert tuvo que cruzar un verdadero lago de excrementos. Aquella incomodidad suplementaria era un regalo de los poceros que llevaban ya cinco meses en huelga. «El hedor era tal que ya no sabía qué era lo más insoportable: el olor o el espectáculo. Que hubiese quien conservase el buen humor en medio de tanta abyección me parecía sublime. Bromeaban y reían. Sobre todo los niños, que aportaban su frescor y la alegría de sus juegos en aquella cloaca. Volví de aquella aventura tan
groggy
como un boxeador al que han noqueado en el primer asalto. En ningún otro lugar había tenido que soportar algo semejante».