La Ciudad de la Alegría (4 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Hacia el veinte de enero circuló una terrible noticia: el pozo que había junto al altarcito de Gauri estaba seco. Unos hombres bajaron hasta el fondo para sondearlo. Se habían agotado las venas de agua. El municipio tuvo que establecer turnos para los otros tres pozos de la aldea que aún daban un poco. Se racionó el agua. Primero un cubo por día y por familia. Luego medio cubo. Finalmente, un solo vasito por persona que había que ir a beber sobre el terreno, en la casa del alcalde. De día y de noche se formaban largas colas ante su puerta. Hubo que poner centinelas armados de un garrote junto al único pozo que aún no se había secado completamente. Se contaba que unos kilómetros más al norte unos elefantes salvajes que se morían de sed habían rodeado un estanque y atacaban a los imprudentes que se acercaban.

Los campos no eran más que vastas extensiones descoloridas cubiertas de una corteza agrietada. Los árboles no habían resistido mejor. Muchos habían muerto ya. Hacía tiempo que todos los matorrales habían ardido.

La capacidad de resistencia de los Pal tocaba a su fin. Un día el anciano reunió a toda su familia. De la punta amarrada de su
dhoti
sacó cinco billetes de diez rupias, cuidadosamente arrollados, y dos monedas de una rupia que tendió a Hasari.

—Toma este dinero, tú que eres mi hijo primogénito, y ve a Calcuta con los tuyos. En la gran ciudad encontrarás trabajo. Mándanos lo que puedas. Eres nuestra única esperanza de no morir de hambre.

Hasari se prosternó y con las dos manos tocó los pies de su padre. El anciano posó su palma primero sobre la cabeza y luego sobre el hombro de su hijo, apretando fuertemente hasta que se levantó. Un poco alejadas, las mujeres lloraban en silencio.

Al día siguiente por la mañana, cuando los primeros rayos de Surya, el dios sol, blanquearon el horizonte, Hasari Pal y los suyos se pusieron en camino sin volver la cabeza hacia los que les veían partir. Hasari caminaba delante con su hija mayor Amrita. Les seguía su mujer Aloka, con su sari de algodón verde, al lado de sus dos hijos, Manooj y Shambu. Hasari llevaba al hombro un saco de tela en el que su mujer había metido un poco de ropa blanca y las sandalias que él recibió de sus suegros junto con la dote. Era la primera vez que aquellos campesinos salían de su aldea para dirigirse a un lugar tan lejano. Los dos niños pataleaban de júbilo ante la perspectiva de la aventura. «Pero yo tenía miedo», confesará Hasari, «miedo de lo que nos esperaba».

4

D
ESPUÉS de andar durante toda una mañana, de varias horas en un autocar traqueteante y de una noche en el tumulto de un vagón de tercera clase, Hasari Pal y su familia llegaron a la estación de Howrah, una de las dos terminales ferroviarias de Calcuta. Permanecieron largo rato sin atreverse a dar un paso, hasta tal punto les aturdía el espectáculo que se presentaba ante sus ojos al bajar del vagón. Eran prisioneros de un mar de gente que iba y venía en todas direcciones, de
coolies
que llevaban montañas de maletas y de paquetes, de vendedores que ofrecían todas las mercancías imaginables. Nunca habían visto tantas riquezas: pirámides de naranjas, de sandalias, de peines, de tijeras, de candados, de gafas, de talegas; montones de chales, de saris, de
dhoti
; periódicos, comida y bebida de todas clases. Monjes itinerantes llamados
sadhus
se paseaban por entre los viajeros. Por una monedita de veinte
paisa
les vertían unas gotas de agua sagrada del Ganges en la boca y les imponían las manos. Limpiabotas, limpiadores de orejas, zapateros, amanuenses públicos, astrólogos, ofrecían sus servicios. Hasari y los suyos estaban como pasmados, aturdidos, perdidos. «¿Qué vamos a hacer ahora?», se preguntaba el campesino. «¿Dónde dormiremos esta noche?»

A su alrededor, otros muchos viajeros parecían igualmente desamparados. Empezaron a deambular en medio de toda aquella multitud y vieron a una familia instalada en un rincón del vestíbulo principal. Eran campesinos del Bihar expulsados de sus tierras por la sequía, igual que ellos. Entendían un poco el bengalí. Hacía ya varias semanas que vivían en aquel lugar. Junto a sus petates bien atados, habían dispuesto algunos utensilios y su
chula
(pequeño horno portátil). Se apresuraron a avisar a los recién llegados del peligro de la policía, que a menudo irrumpía allí para expulsar a los que acampaban en la estación. Hasari les preguntó acerca de las posibilidades de conseguir trabajo. Ellos aún no habían encontrado nada. Para no morir de hambre, habían tenido que resignarse a «enviar a sus hijos a mendigar en la calle», confesaron. En sus caras podía leerse la vergüenza. Hasari explicó que un joven de su aldea trabajaba como
coolie
en el Barra Bazar y que iba a tratar de encontrarle. Se ofrecieron para velar por su mujer y sus hijos mientras él se dedicaba a esta busca. Confortado por la benevolencia de aquellos desconocidos, Hasari fue a comprar unos
samosa
(esos buñuelos de forma triangular rellenos de legumbres o de carne picada). Y los compartió con sus nuevos amigos, su mujer y sus hijos, que no habían comido nada desde la víspera. Luego se sumergió en las oleadas de viajeros que salían de la estación.

La visión de aquel campesino recién llegado provocó inmediatamente una especie de alud. Un enjambre de vendedores ambulantes cayó sobre él, ofreciéndole bolígrafos, confites, billetes de lotería y otras mil mercancías. Le asaltaron también mendigos. Leprosos de manos deformes se aferraron a su camisa. Alrededor de la estación, como en una locura colectiva, giraba un ciclón de camiones, autobuses, taxis, carrillos de mano, motocicletas, ciclocarros, carretelas, motos, bicicletas. Todos avanzaban mezclados y a paso lento, en medio de un desorden y un estruendo terroríficos. Bocinas de triciclos, cláxones de camiones, zumbidos de motores, sirenas de los autobuses, cascabeles de los carricoches, campanas de las carretelas, aullidos de los altavoces, todos parecían competir en hacer más ruido. «Era peor que el trueno antes de las primeras gotas del monzón», recordará siempre Hasari. «Creí que mi cabeza iba a estallar». En medio de todo aquel desenfreno, divisó a un policía impávido que trataba de regular la circulación. Se deslizó hasta él para preguntarle la dirección del bazar donde trabajaba su paisano.

El policía levantó su bastón señalando el entrecruzamiento de vigas metálicas que ascendía hacia el cielo al extremo de la plaza.

—¡Es al otro lado del puente!

El único puente que unía las ciudades gemelas de Calcuta y de Howrah por encima del río Hooghly, un brazo del Ganges, era sin duda alguna el puente más atestado del universo. Todos los días, más de un millón de personas y cientos de miles de vehículos lo cruzaban en un
maelstrom
alucinante. Hasari Pal no tardó en ser engullido por un torrente humano que, en ambos sentidos, se abría paso a través de las dos líneas ininterrumpidas de mercaderes sentados en la calzada detrás de tenderetes. En los seis carriles, centenares de vehículos se encontraban completamente atrapados en un gigantesco atasco que se extendía hasta más allá de la vista. Unos camiones rugían intentando adelantar a la hilera de tranvías y de autobuses rojos con imperial, apariciones incongruentes en aquel decorado de locura. Sobrecargados con racimos humanos que colgaban de sus costados, se inclinaban de tal modo que parecía que de un momento a otro fueran a desplomarse sobre los demás vehículos. Había también carros de mano hundidos bajo montañas de cajas, tubos y máquinas, arrastrados por pobres infelices cuyos músculos parecían a punto de desgarrarse bajo la piel. Con la cara deformada por el esfuerzo, los
coolies
iban a paso corto y rápido con cestos y fardos apilados sobre la cabeza. Otros transportaban latas colgadas de los extremos de una larga pértiga que apoyaban en el hombro. Hostigados a bastonazos por sus guardianes, rebaños de búfalos, de vacas y de cabras intentaban colarse por entre aquel laberinto de carrocerías, pero los animales, enloquecidos, escapaban por todas partes. «¡Qué martirio para esas pobres bestias!», pensó Hasari, recordando con nostalgia la apacible belleza de sus campos.

Al otro lado del puente el tránsito aun le pareció más denso. Tuvo miedo de perderse. Entonces vio un carricoche de dos ruedas con dos viajeros sentados en la banqueta. Entre las varas había un hombre. «¡Dios mío!», se dijo. «¡En Calcuta hay hasta hombres-caballo!». Acababa de descubrir su primer
rickshaw
. Cuanto más cerca estaba del bazar, más numerosos eran esos curiosos cochecillos que llevaban gentes, mercancías o ambas cosas a la vez. Los seguía con la mirada y dejó volar la imaginación. ¿Tendría fuerzas para ganar el sustento de su familia tirando de semejante máquina?

El Barra Bazar era un barrio como un hervidero humano con casas de varios pisos, tan altas que Hasari se maravilló de que pudieran tenerse en pie. Un laberinto de callejones, pasadizos cubiertos, estrechos pasajes rodeados de centenares de tenduchos, de talleres y de tiendas hacían pensar en una colmena en plena efervescencia. Callejas enteras estaban ocupadas por vendedores de adornos y de guirnaldas de flores. Sentados en cuclillas detrás de montañas de rosas de Bengala, de jazmín, de claveles de la India, de maravillas, unos niños enhebraban capullos y pétalos como perlas para confeccionar collares de varias vueltas, gruesos como pitones, con colgajos también de flores y trencillas de hilos de oro. Aspirando con delicia los perfumes de tales puestos, Hasari compró por diez
paisa
un puñado de pétalos de rosa y fue a depositarlo sobre el
linguam
de Shiva —la diosa a un tiempo benévola y terrible— que vio en una hornacina en la esquina de una calle. Se recogió un instante ante aquella piedra negra cilíndrica que simbolizaba los principios de la vida y pidió al gran
yogui
que sabía dónde estaba la verdad que le ayudase a encontrar a la persona que andaba buscando.

Más lejos, Hasari penetró bajo una arcada en la que docenas de tenderetes no vendían más que perfumes contenidos en una infinidad de botellitas y de viejos frascos. Luego entró en una calle cubierta en la que, en medio de un espejo de oro y abalorios, sólo había joyeros. No podía creer lo que estaba viendo. Eran centenares, alineados como prisioneros tras las rejas en las jaulas que contenían sus tesoros. Mujeres vestidas con costosos saris se apretujaban contra los barrotes, y los mercaderes no dejaban de abrir y de cerrar con llave los cofres fuertes que había a sus espaldas. Manejaban sus minúsculas balanzas con una inesperada agilidad. Hasari vio a varias mujeres pobres con el velo remendado que también se atropellaban ante sus rejas. Aquí, lo mismo que en la aldea, los joyeros eran también usureros.

Más allá de esta calle de los
mohajans
se extendía el sector de los mercaderes de telas y de saris. Muchas mujeres se detenían ante sus suntuosos puestos, sobre todo cuando estaban especializados en los trajes nupciales, centelleantes de oro y de lentejuelas.

El sol era agobiante, y los aguadores que deambulaban agitando sus campanillas hacían buenos negocios. Hasari dio cinco
paisa
a uno de ellos para saciar su sed. Con la mirada siempre atenta a todo, se fijaba en cada
coolie
, en cada comerciante, preguntaba a los acarreadores. Pero se hubiera necesitado un milagro para encontrar a su compatriota en medio de aquel gentío. Continuó vagando hasta la caída de la noche. Estaba deslomado. «Labrar diez fanegas de arrozal era mucho menos cansado que andar interminablemente por aquel bazar». Tenía prisa por volver junto a los suyos. Compró diez plátanos y se hizo indicar la dirección del gran puente. Sus hijos se arrojaron sobre los plátanos como pajarillos hambrientos, y toda la familia durmió en el suelo dentro de la estación. Afortunadamente, aquella noche no fue la policía.

Al día siguiente por la mañana Hasari hizo que le acompañara su hijo Manooj. Exploraron otro barrio del Barra Bazar, en primer lugar la parte de los caldereros y los hojalateros, lateros, luego el de los talleres, donde docenas de hombres y de niños, desnudos de cintura para arriba, se pasaban el día liando
bidi
(los delgados cigarrillos indios). En el interior había tan poca luz que era imposible distinguir las caras. A todos los que se prestaban a escucharle, Hasari daba el nombre y las señas de su amigo. ¡Pero era como buscar un grano de arroz en un haz de paja! Debía de haber centenares de
coolies
que se llamaban Prem Kumar y que se le parecían. La segunda noche Hasari volvió a comprar plátanos. Los Pal los compartieron con la familia de al lado que no tenía nada que comer.

Al cabo de tres días de búsquedas, como ya no le quedaba dinero para comprar plátanos, Hasari tuvo que resignarse a un gesto humillante para un altivo campesino. Antes de regresar a la estación, recogió las mondaduras y los desperdicios que pudo encontrar. «Aquella noche mi mujer sugirió que nuestra hija Amrita fuese a mendigar ante la entrada de la estación. Lo dijo llorando, abrumada por la desesperación y la vergüenza. Éramos campesinos, no mendigos». Los Pal no se resignaron a aceptar aquella idea, que les sublevaba. Esperaron aún un día más y otra noche. Pero al amanecer del día siguiente mandaron a la muchacha y a sus dos hermanos para que se apostasen donde los viajeros ricos bajaban de los taxis y de los automóviles particulares.

Lleno de amargura, Hasari volvió de nuevo al Barra Bazar. Pasó delante de un taller donde unos
coolies
cargaban gruesas barras de hierro en un
telagarhi
, uno de esos largos carros de mano. De pronto uno de los
coolies
empezó a vomitar. Escupió sangre. Sus camaradas le tendieron en el suelo. Estaba tan pálido que Hasari le creyó muerto. Cuando el patrón del taller salió gritando porque el
telagarhi
aún estaba allí, Hasari se adelantó y le propuso reemplazar al
coolie
que había enfermado. El hombre dudó, pero la entrega no podía esperar más y ofreció tres rupias por la carrera, pagaderas a la llegada.

Sin pensar en lo que estaba haciendo, Hasari arqueó su cuerpo junto con los demás para llevarse la pesada carga. El patrón se había guardado mucho de precisar que su destino era una fábrica situada al otro lado del gran puente, mucho más allá de la estación. Ahora bien, para cruzar este puente había que subir una cuesta. Aunque los
coolies
se esforzaron como condenados, su carro se inmovilizó a media cuesta. Hasari tuvo la impresión de que las venas del cuello le iban a estallar. Llegó un policía y les amenazó con su porra, porque interrumpían la circulación. «¡Moveos, hatajo de holgazanes!», aullaba en medio de los cláxones y de los petardeos de los coches. Entonces el más viejo de los
coolies
se agachó, empujó la rueda con todas sus fuerzas y lanzó un grito para que los demás tirasen hacia adelante.

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