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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (37 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Los otros —los socios de Whitlow, perdidos fuera, en el lodazal vibrante— nunca llegarían para ayudar a su jefe. En cuanto a la Polilla, independientemente de lo que fuese o hubiese sido, tampoco había ninguna señal.

Tomando aliento y tosiendo, Daniel comprendió que cualquier certidumbre, incluso la destrucción, sería mejor que esta eternidad anonadada.

Aun así, sus palpos —romos, quemados, traumatizados— eran lo suficientemente sensibles como para saber que esto no era todo lo que había. En algún lugar había un refugio. Si Whitlow no hubiese dado con él, quizás habría llegado a ese refugio a tiempo de evitar todo esto.

Atrapado —casi congelado— enfrentándose a una Némesis que había perdido casi todos sus dientes…

Perfectamente capaz de aburrir a Daniel hasta la locura con sus amenazas y planes, como un ácido goteando lentamente sobre acres de piel expuesta.

—… antes de que los recuerdos de tus aventuras pasadas se desvanezcan y sean devorados por una mente nueva y resentida. La Princesa de Caliza tiene tales esperanzas…

Algo cambió.

Daniel sintió un estremecimiento en la columna vertebral, una diferencia inconfundible en la atmósfera de la estancia. Aunque no tenía claro cómo podía reconocer o siquiera detectar ese cambio dado su estado actual. Pero ahí estaba. Un relajamiento. Algo poderoso tirando de las fibras dañadas, agitándolas, extrayendo algunas pocas últimas horas de cronología útil para poder hacer algo.

Haría
algo.

Un golpe en la puerta atravesó con fuerza y dolor los oídos de Daniel. Se obligó a ponerse en pie… asombrado de
que pudiese
ponerse en pie.

Los ojos de Whitlow le siguieron y su rostro blanco se estremeció, como un cadáver convulsionado por una carga eléctrica; pero no podía hacer nada más.

Daniel atravesó las tablas mojadas y abrió la puerta. Un estrépito y un rugido le sacudieron; hielo desprendiéndose de los glaciares, montañas chocando contra montañas, cuchillos gigantescos rasgando el cielo.

Mundos… historias en colisión
.

Al otro lado de la puerta se encogía una sombra voluminosa. A continuación se separó de la confusión y se metió dentro a base de pura fuerza de voluntad.

—Un poco de ayuda —dijo un hombre rechoncho y potente, con las manos alargadas, dedos gruesos que querían agarrar. Su traje gris goteaba agua—. La Reina de Blanco nos ha abandonado. Perdóname si lo digo, parece que poseo lo que necesitas. Y discúlpame de nuevo si pregunto… ¿qué demonios
eres
tú?

54

El almacén verde

Las damas del grupo de lectura se retiraron a una esquina apartada con algunos jergones, mantas y almohadas que Bidewell había sacado de un viejo arcón de madera con remates de metal. Sus linternas proyectaban largas sombras danzarinas sobre las paredes y techos del almacén.

Antes de retirarse a sus propias habitaciones, Bidewell tomó un volumen de un estante por lo demás vacío. El volumen mostraba en la base del lomo el número —o año— 1298. A la vista de Jack y Ginny, guiñó un ojo, se encajó el libro bajo el brazo y les deseó buenas noches.

Luego cerró la puerta de metal.

El almacén quedó en silencio.

Ginny le dedicó a Jack una mirada incómoda y se retiró a su espacio.

Las damas y Ginny habían ayudado a Jack a preparar otro espacio a pocos metros. También le dieron otro catre y mantas. Cada uno en su pequeño cuadrado, aislado, protegido. Aguardando.

Jack se sentó en el borde de su catre y dejó caer los hombros por el agotamiento.

El catre de Ginny gimió al lado opuesto de los montones de cajas y cajones. Parecían estar lo suficientemente lejos de los otros; si hablaban en voz baja, nadie les oiría.

—¿Es hora de las historias? —susurró ella.

—Claro —dijo él—. Tú primero.

Ginny rodeó los cajones, llevando una silla, y se sentó, con las rodillas juntas, las botas torcidas.

—Tengo dieciocho años —dijo—. ¿Qué edad tienes tú?

—Veinticuatro.

—La gente dice que tengo suerte, pero no dejan de pasarme cosas malas.

—Quizá fuesen peor si no tuvieses suerte.

—Respondí al anuncio, igual que tú. Llamé al teléfono.

—Dios —respondió Jack.

—Algunas partes son difíciles de recordar —dijo Ginny—. Vine de Minneapolis. Vivía en una casa repleta de músicos, gente musical… todos tocaban instrumentos, improvisaban, participaban en fiestas. Todos colaborábamos y nos encargábamos de trabajos ocasionales. Decían que les traía suerte porque conseguían actuaciones cada vez mejores, encuentros musicales, improvisaciones.

—¿Eso estaba bien? —preguntó Jack.

Ginny asintió.

—Me encantaba. Éramos libres, comíamos basura y yo me sentía… —Echó una mirada a Jack.

—Me he perdido —dijo—. Pero sigue. Ya entenderé.

—Un día… supe que mis amigos me olvidaban. Pensé que eran las drogas. —Su rostro y su voz se endurecieron—. Nos congregábamos en viejas casas, hablábamos de música, películas y televisión, para pasar el tiempo. Cada semana o así actuaban como si yo fuese nueva. No recordaban nada de mí. En ocasiones me dolía tanto que me iba sola, pero no me gustaba estar sola. Me preguntaba qué pasaría si
yo
dejase de recordar quién era. Dibujaba mucho.

Jack hizo una mueca. La voz de Ginny se volvió tan dura.

—Tomábamos X… Éxtasis. Lo probé un par de veces; ellos pensaban que si no usabas X eras un imposible, incapaz de amistades verdaderas. Me hacía sentirme tan feliz y amorosa. Le daba a cualquiera todo lo que tenía, todas las lucecillas de mi pequeño cerebro se alineaban como éxito en la máquina del millón. Cualquiera podía entrar y yo sentía ese flujo de amor anegándome… estaba tan
agradecida
… no podía entregar mis gracias a la suficiente velocidad. Y no importaba. Aun así me olvidaban.

—Guau —dijo Jack.

Ginny le miró con cautela.

—Sí. Mientras estuve con ellos no salté las líneas… no desplacé el destino. Pensaba que eso ya había pasado. Creía tener un hogar. Pero seguía teniendo los sueños. Dibujaba; eso estaba bien, a todos les gustaba el arte raro. Todo lo inquietante, todo lo relacionado con la muerte está bien. Morir es el regalo definitivo, la risa eterna. Y luego todos se olvidaban. Creían que yo era nueva. Me contaban otra vez sus historias.

Jack guardó silencio, dejando que lo soltase todo.

—Podría haber muerto —musitó—. Pero luego esta persona vino a mí, la que hacía la mayoría de los dibujos realmente extraños cuando yo no estaba, cuando estaba en blanco. Creo que también es parte de mis sueños. Un día me dejó una nota. Estaba en pequeñas letras mayúsculas, como si la hubiese escrito una niña: «Vuelve a meterte en tu piel. Sal de aquí. Tenemos trabajo». Y supe a qué se refería. Lo que hacíamos en la casa no era ni amor ni amistad, era convertirse en un caracol entre una bota y la acera. A mí ya no me quedaban defensas. Tenía los nervios en carne viva. Así que dejé la casa y el X, y a todos mis amigos, y después de unos días estaba sentada bajo un puente, para evitar la nieve, cuando leí un anuncio en un periódico que usaba para mantenerme caliente —trazó comillas con los dedos—. «¿Sueñas con una ciudad al final del tiempo?» Y un número de teléfono.

Jack se estremeció.

—Todavía me quedaba algo de carga en el móvil, así que llamé, sobre todo por hacer algo. Otra mala decisión, ¿no?

Jack alzó una comisura de los labios.

—Eso es lo que hago. Me alejo corriendo de las buenas decisiones en pos de malas decisiones. Creo que ésa fue la peor. Un hombre vino a recogerme al puente. Parecía joven, asiático, de unos treinta años, alto y delgado pero en buena forma física, con profundos ojos negros. Conducía un viejo Mercedes gris. En el asiento de atrás había algo… una mujer. Llevaba velo y nunca dijo nada. Olía a humo. Dejamos atrás la ciudad. Saliendo de la autopista, el hombre y yo bajamos para almorzar en una cafetería, pero la mujer no abandonó el asiento trasero en ningún momento. No estaba muerta, la oía respirar.

Después de comer, ya en la autopista, la mujer encendió un fuego. El tipo tenía un extintor bajo el asiento. Paró a un lado y abrió la puerta de la mujer, gritó y la cubrió de espuma. Ella gimió, pero no dijo nada.

Jack tenía los dedos anudados sobre el regazo.

—Me parecía un hombre joven, pero sus diminutos ojos negros eran viejos. Sobre todo, era amistoso. El asiento delantero era tan agradable: con calefacción, blando pero firme. Hacía trucos con su dólar de plata, con una sola mano, la otra en el volante, muy ingeniosos. La moneda hacía todo lo que él quería, como si estuviese viva y él fuese su amo.

»Recordó mi historia, lo que le conté mientras conducíamos. Podríamos haber seguido eternamente, trucos, historias y la larga carretera recta. Yo estaba tan ida, tan dispuesta a aceptarlo, supongo que seguía siendo una tontita.

»Finalmente llegamos a una enorme casa en los bosques cercanos a St. Paul. A su alrededor había montones de leña y otras cosas, pero no vi a ningún trabajador. El tipo me dijo que bajo la casa había encontrado una vieja cripta con gruesas paredes donde había verdadera tranquilidad. Me dejaron en la cripta y dormí durante un par de días.
Era
tranquila. Me recuperé, dejé de rechinar los dientes y morderme la parte interna de las mejillas. Me sentía afortunada y creía que quizás estuviese empezando a sentir gratitud, amor real. Él me visitaba todos los días, me traía comida y ropa, y yo supe desde el primer momento que no le interesaba el sexo; me respetaba. Pensaba que era un buen lugar. Él era bueno conmigo. Dejé de soñar.

Ginny se había echado a temblar. Al principio fueron pequeños temblores, pero ahora le castañeteaban los dientes. Jack alargó la mano para tocarle el brazo, pero ella se apartó.

—La última vez que me visitó, me dijo que me iba a llevar de paseo. Subimos las escaleras del sótano y fuera soplaba viento. Hacía frío; por debajo del punto de congelación. El aire olía como a nieve. Me di cuenta de que no había colocado alfombras o suelos de madera real, sólo chapa. Realmente se trataba de una casa vieja y abandonada que no se habían molestado en terminar. Dijo que íbamos a ver a la Reina.

Jack apartó las manos para no dañarse los dedos.

—Dijo que la Reina le pagaba por localizar a gente especial. De algún modo, me di cuenta de que sus ropas estaban muy gastadas. No podía estar pagándole mucho. Y ahora su piel parecía vieja. Pensé que quizás había dado con un vampiro de
verdad
… uno pobre. —La voz de Ginny se convirtió en un susurro. Jack apenas podía oír.

El almacén restalló. A unos metros, un gato maulló. El maullido se repitió entre las vigas como si hubiese docenas de gatos.

—Le tenía tanto miedo al bosque como yo. Yo sabía que la Reina no era la mujer de los fuegos, porque dejamos el coche atrás para llegar a los árboles; estaba allí aparcado, en la entrada de tierra. Salía humo de la ventanilla trasera abierta. La mujer estaba dentro. Vi moverse el velo. Me miraba directamente pero no podía ver sus ojos.

—¿No huiste?

—No podía. Ni siquiera podía considerar saltar las líneas porque sabía que la mujer del coche podría incendiarlo todo en todas partes y ni siquiera tendría que abandonar el asiento. Casi podía
ver
cómo lo hacía: cientos de pequeñas hogueras cayendo del aire. Quemaría el bosque, la casa, cualquier camino que yo intentase recorrer, cualquier lugar al que intentase ir.

—Empleando fuegos… como avispas.

Durante un segundo Ginny miró a la izquierda, con la barbilla baja, desafiante, esforzándose por soltarlo todo.

—¿Cuántos habrá ahí fuera, cazándonos?

Jack inclinó la cabeza.

—Ni idea.

—Caminamos entre los árboles durante cinco o diez minutos. Yo creía que seguíamos un enorme círculo; no dejábamos de pasar junto a un lago negro cubierto de lentejas de agua de color verde. Oscurecía. Se acercaba una tormenta de nubes negras y bajas… con rayos.

—¿Rayos laterales?

Ginny asintió.

—Luego dijo algo sobre una polilla. Quizá fuese
la
Polilla.

«La Polilla viene a presentarte». Me di cuenta de que los árboles hundían las ramas en la tierra. Las hojas se movían, independientemente. Pero en realidad no se movían, simplemente cambiaban, volviéndose más grandes o más pequeñas, desplazándose a derecha o izquierda, pero sin moverse… porque los árboles eran negros y
sólidos
, como alquitrán rígido. Pensé que quizá cada vez que un árbol pareciese moverse realmente se estuviese convirtiendo en un árbol diferente… no sé describir lo extraños que eran. El tipo de la moneda parecía tan asustado como yo. Dijo, «La Reina de Blanco espera la perfección. Es parte de su encanto». Le pregunté qué edad tenía, qué edad tenía la Reina, y él dijo: «Qué pregunta tan extraña».

»Me pareció ver a otro hombre… pero no era un hombre. Se extendió hacia arriba hasta poder ver a su través… a través de él. Llegamos al centro del boque. Yo sabía que era el centro, pero en ningún momento habíamos abandonado el círculo. Quizás el camino fuese una especie de espiral, pero especial, curvado hacia dentro, pero no en el espacio. Había un enorme lago de agua congelada de un color verde jade… tallado por completo, grabado. No podía ver el cielo sobre el lago; simplemente no estaba allí.

Jack no quería saber nada más. Se movió unos centímetros a la derecha, como si Ginny fuese un paquete a punto de explotar.

—Las nubes descendieron y cortaron los árboles. Las hojas eran como pequeñas rocas planas, heladas. Pincharon al darme en la cabeza y brazos. La luz se volvió gris y helada. Las sombras tenían bordes afilados como cuchillos; si pasabas encima de una, te podrías cortar. Todo olía a limón, salsa quemada y gasolina; espero no volver a oler nunca nada así.

»"No digas nada", dijo el hombre delgado. Se guardó la moneda, alargó la mano, agitó los largos dedos. No pude evitarlo; le mostré la piedra, todavía en la caja. Alargó la mano como si fuese a cogerla, pero en su lugar se echó atrás y dijo: "No te muevas. No mires. Lo siento».

»Se echó a correr. Abandonó el círculo en el que nos encontrábamos y le oí atravesar las ramas. Supuse que el círculo era una trampa… la espiral me había hipnotizado. No podía levantar los pies.

Jack se tapó la boca.

—Las mismas nubes… en el cielo… como las que volaron sobre la ciudad para atraparte —dijo Ginny—. El hombre quería entregarme a algo que no pertenecía a este lugar, algo furioso, triste; decepcionado. Me quedé entre los árboles. Las hojas giraban alrededor de la Reina o lo que fuese que ocupase el centro; no podía verla. Pero lo estaba atando todo formando un enorme nudo. Su nudo era el centro de la espiral. Yo no lo creía, pero lo comprendía; todo lo que
podría
pasar
iba
a pasar, y todo me sucedería a

, y en ocasiones se trataría de cosas que no podían suceder.

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