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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (34 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Y luego, otro… Fred.
Él mismo
, rebotando desde unos pocos minutos en el futuro. Su trozo roto de historia se aproximaba rápidamente a un muro impenetrable… y no tenía ni idea de qué pasaría entonces.

El enano manchado del porche se le acercó… y cambió. No era una simple figura sólida. Daniel había visto seres así antes, en el mal lugar… formas y figuras que desafiaban la dimensión. Bajando los escalones, la figura del enano creció como si se reflejase en un espejo curvo. Cuanto más se acercaba, más se agrandaba… y más poderoso era. Para cuando la figura llegó hasta él, se alzaba tan alta como para rozar las nubes negras y retorcidas.

Daniel miró atrás y vio a los otros hombres de trajes anticuados, agachados ante la lluvia y el hielo… humanos y sólidos después de todo, capaces de sentir dolor. La hierba emitía vapor. El aire se enfrió, convirtiéndose en una gelatina espesa. Todo se oscureció.

Se sintió más pesado; intentó desesperadamente razonar, ser más inteligente que los pobres cabrones que le rodeaban. Los ecos del Término al final de esta línea de mundo incrementarían temporalmente el cociente de masa local. El tiempo empezaría a ralentizarse. En el Término, para la mayoría de los observadores, se detendría o los remontaría unos días, unas pocas horas, donde vivirían esos breves segmentos una y otra vez, robots indefensos repitiendo un bucle programado.

Ahora las rodajas de historia flotaban como masas de carne en un guiso a medio digerir; no quedaba nada del futuro, estimó, excepto los muros, y rodeándolos, una ausencia dispersa y sin dimensiones en lo que nada podía pensar, nada podía vivir.

Lo había deducido todo tiempo atrás y hacia muchos destinos… cuando había sido Daniel Patrick Iremonk de pies a cabeza, calculando cómo sería que su tiempo llegase, por este u otro camino, a su conclusión inevitable, contradictoria y confusa.

La enorme figura manchada alargó la mano y rozó el pelo corto y castaño de Fred… de Daniel. Le acarició la alta frente que todavía sangraba.

La Polilla
.

Se quedó inmóvil… sólo un instante.

Le dijo:
Sumadora. Tráela
.

Los otros habían logrado formar un triángulo en el jardín… no había escapatoria.

—Haz lo que te dice la Polilla —le indicó el más cercano, un anciano ágil con rostro experimentado y un pie distorsionado, colocado junto a los escalones de cemento que atravesaban el descuidado jardín.

—Por supuesto —dijo Daniel, e intentó esquivar a la figura adimensional, para obedecer, para cumplir; en realidad, era la única opción que tenía. La lluvia caía, caía, las gotas agitándose en el aire… golpeando en todas direcciones… nada de líneas perpendiculares. Tantas reglas fundamentales cambiando…

Nunca llegó a descubrirlas.

La Polilla le bloqueó con un pesado dedo. Como advertencia, retrocedió, su mano convirtiéndose en un punto, y rozó la casa. La casa se descoloreó, se volvió blanca, sus líneas desmoronándose en forma de polvo calcinado. Poco más que una advertencia cortés. Si Daniel hacía lo que le pedían, podría ser que le dejasen marchar, podría ser que no le matasen ni le transformasen. ¿Una punzada de decepción… quién podría ser más importante? ¿Quién podía saltar tan lejos, calcular y comprender la forma del final del mundo? Él era el mejor. Quizás ellos lo supiesen. Podrían convertirle en uno de ellos. En un esclavo. Probablemente era su plan.

Qué gratificante. No, gracias.

Otros dos ecos translúcidos vibraron a su lado; uno de Granger, el otro de Fred. La propia Polilla pareció extender, enviar atrás fantasmas de su yo improbable. Estaba empleando demasiada energía… se acercaría más rápidamente al Término que nada que estuviese cerca de la casa.

La casa recuperó algo de su color, pero todavía parecía a punto de derrumbarse. Incluso en su más alta fiebre de percepción, Daniel jamás había logrado ver el multiverso en toda su variedad casi infinita… hasta ahora.
Siempre descubres más cosas cuando algo se rompe… cuando empieza a morir
.

Sólo tenía una oportunidad… para evitar a lo que llamaban la Polilla, para recuperar su piedra y aferrarse a ella con todas sus fuerzas. Daniel agachó la cabeza y se cubrió bajo las piernas distorsionadas de la Polilla, atravesando su sustancia tenue. El gigante moteado parpadeó y gimió. Daniel podía sentir cómo se desvanecía. Ahora era todo ilusión —bordes desechos, fuerzas desaparecidas— y perdía la conexión con la fuente de sus poderes, la Señora de todas las líneas de mundo corruptas que les rodeaban.

Las tres figuras de negro se mostraron agitadas, luego consternadas, pero la tormenta perdía fuerza y el aire se calentaba. Se estaba ejecutando una retirada… la Polilla se iba mientras esa posibilidad fuese fácil. A los sirvientes humanos de la Lívida Señora se les desechaba, se les dejaba atrás.

Aparentemente, no era lo que habían esperado.

Daniel estaba de pie en el porche, acumulando un charco de agua a su alrededor. Golpeó la puerta principal. La podredumbre de la madera se ocupó de la mitad del trabajo, y una multitud de él volvió de pronto al interior del salón, rodeada por el polvo flotante de cien variaciones de puerta destrozada… motas de futuros muertos y moribundos que habían estado a unos pocos segundos de distancia.

Asombrado, se dio cuenta de que todavía se podía mover.

Las dimensiones no son nunca exactamente perpendiculares, nunca son perfectamente rectas, y menos ahora que nunca. Se giró de lado, gritó cuando el futuro decepcionado le provocó ampollas en cara y manos.

Una multitud de Freds llegó hasta la chimenea, agarró el mismo ladrillo suelto —caliente por el calor irradiado por tantas manos— en busca de las cajas que todos sabían ocultas tras el ladrillo.

Los ecos se esfumaron en un parpadeo.

Lo había visto antes. Líneas de mundo agitándose e intentando reconectar, invisibles para todos los demás, obligando al tiempo a arrastrarse, convirtiendo la luz exterior en una neblina de sombras.

Habían dado contra Término, y habían rebotado.

Todo se había reseteado, haciéndoles retroceder unas horas —unos días como mucho—; todo en la ciudad, en el mundo, este segmento del multiverso, rebotando en la costra cauterizada de cinco dimensiones que ahora cerraba el extremo de todos los cordones.

Con ocasión del siguiente impacto —en unas pocas horas, unos días, no más, de eso estaba seguro— el rebote sería más corto, y más corta aún después, hasta que finalmente se quedarían congelados, aplanados: sin espacio, sin tiempo.

Sin esperanza.

Daniel atravesó el aire cargado para llegar a la puerta. Apartando polvo y restos, se situó en el porche hundido. Los otros —los hombres fuertes y escuálidos con sus trajes negros empapados— intentaban huir.

Todos menos uno.

Ahora recordaba su nombre.
Whitlow
.

El recuerdo regresó como una aguja de hielo clavada en el cerebro. Un recuerdo de compromiso, traición… la traición de todo un mundo.

El mal pastor
.

Los pulmones de Daniel se vaciaron por autodesprecio.

Whitlow se encontraba en el porche. Sonriendo y sin sentir miedo. No había cambiado; siempre el mismo anciano esbelto, confiado y digno en todas las líneas de mundo de Daniel.

Siempre el pie deforme.

La mirada de Whitlow pareció acariciar brevemente lo que Daniel sostenía en la mano. El hombre del pie zambo sonrió, mostrando una dentadura regular y de color marfil.

—¿Cómo te llamas ahora, joven viajero? —se burló—. ¿Por qué estás tan ansioso? ¿Adónde podríamos huir sino a los brazos de la Dama?

Despreocupadamente Whitlow rozó a Daniel para entrar en la casa.

Y Daniel se volvió para unirse a él.

50

West Seattle

La portezuela trasera de la furgoneta se abrió completamente. Jack rodó al asfalto y rebotó una docena de metros hasta chocar contra un bordillo de cemento. Su mano expuesta se hundió en el colector. El agua se apresuró negra y plateada sobre sus dedos doblados. Desorientado, rompió el saco gastado por la fricción, abriendo agujeros para el otro brazo, luego el torso, sacando las piernas a patadas, poniéndose a cuatro patas, retirando los restos…

De pie. La cabeza le daba vueltas.

Durante un momento se preguntó si estaría perdiendo la vista o incluso si habría muerto; todo lo que rodeaba el accidente estaba distorsionado, roto y se iba recomponiendo lentamente, como un puzle deshecho invertido en el tiempo.

Alzó la vista y vio los relámpagos volverse sobre sí mismos y ejecutar una espiral hacia el fonil giratorio, escupiendo y siseando como serpientes. Alzándose en medio del fonil vio una forma retorcida y grande, casi todo torso, con diminutos brazos y piernas que se movían… cayendo libre, reduciéndose, agitándose, para ser agarrada de nuevo por los rayos y elevada más alto… sin dejar de gritar, un aullido de niña audible incluso a pesar del estruendo.

Los cables eléctricos cortados de los postes intentaron seguirla, retorciéndose y chasqueando y luego enderezándose como cables tensos. Se soltaron y salieron disparados, para luego quedar fláccidos y caer como trozos de cuerda.

El fonil se cerró. Un diluvio como un enorme cubo al que hubiesen dado la vuelta aplastó a Jack allí donde estaba, presionándole la cabeza contra el asfalto hasta temer que iba a ahogarse.

Todo paró.

Todo se volvió extrañamente quieto. Cualquier movimiento era difícil… doloroso.

Parpadeó para eliminar de los ojos la lluvia enlodada.

El diluvio, el rayo, toda la extrañeza, había pasado. Durante un momento, tranquilidad total. Nada excepto el lejano susurro del vapor y una luz, chasquidos ominosos como celofán aplastado.

La furgoneta se había estrellado en un vecindario residencial. Viejas casas, cuadradas y perfectas, subían por una colina baja hacia una torre de agua. Las casas se habían ennegrecido… no se habían quemado, sino que habían quedado convertidas en una sustancia oscura y vidriosa, como la obsidiana. La torre de agua soltaba líquido por todas sus junturas. Lanzas negras y quemadas que llegaban a la cintura llenaban la carretera. Mientras Jack se encontraba en el bordillo, aparecieron más lanzas, apartando sus pies, agitando la furgoneta y atravesando dos de las ruedas.

El aire relucía con la ausencia de color, la ausencia de sentido. Olía a quemado, igual que Jack: quemado por un fuego frío y atemporal.

En el interior de la furgoneta, Glaucous intentaba respirar entre aullidos duros y guturales. Los aullidos se convirtieron en un chillido horrible y continuo.

Luego, nada.

Todo lo que Jack miraba le dolía a los ojos y al cerebro. Los músculos del cuello se le retorcieron en la lucha para decidir en qué dirección girar o no. Alzó los brazos.

A pesar del sentido común, volvió a mirar.

La ausencia de color había sido rellenada en algunos puntos como los huecos de un libro de colorear, pero permanecía el olor a quemado. La torre de agua gorjeó y lanzó sus últimos miles de litros. Las lanzas se fundieron en el asfalto.

El agua de lluvia fluía en cascada de los colectores que se desbordaban.

Las casas habían recuperado una especie de normalidad.

Agitando un hombro magullado y cuidando un tobillo dolorido, se lanzó hacia la furgoneta. Se agachó junto al parabrisas destrozado. Mojadas y sin poder volar, las últimas de las avispas de Penelope se arrastraban sobre el borde astillado del vidrio, estremeciéndose y zumbando. Cada una producía duplicados parpadeantes que se separaban y volvían a fundirse.

Se miró las manos… el mismo balbuceo de sombras. Acababa de suceder algo inmenso. El tiempo vibraba como una cuerda punteada.

Jack miró en la furgoneta. El asiento del conductor estaba vacío.

Ambos asientos estaban vacíos.

No quedaba nadie a quien salvar.

51

Ellen conducía el viejo Toyota de Miriam. Agazutta iba a su lado. Farrah estaba sentada en la parte de atrás, con Ginny, quien miraba atentamente un collar de cuentas de ámbar que se agitaba en el retrovisor del coche. Entraron en una calle mojada y bajaron por otra, buscando a alguien… alguien joven, un hombre, dedujo Ginny por los fragmentos ocasionales de conversación.

Incluso ahora, el agua salía de los colectores y caía desde pasos elevados y rampas de salida, reduciendo la marcha.

Una vez más, las cosas habían cruzado la línea que separaba lo misterioso de lo inexpresablemente extraño. Estaba rodeada de mujeres inquietantes de mediana edad. Era muy
curiosas
, pero por mucho que pareciesen preocuparse, por mucho que pareciesen tener un plan, eran tan renuentes como Bidewell a contestar las preguntas importantes. Demasiados momentos de
espera y verás
. Se sentía atada a sus destinos de una forma que le hacía sufrir como un animal enjaulado.

La tormenta había venido a cazar. Era lo que las mujeres habían dicho antes de tomar el puente West Seattle. Evidentemente, las tormentas no hacían esas cosas.

Agazutta miró por encima del hombro.

—¿Qué sientes? —le preguntó a Ginny.

Ginny negó con la cabeza. Por delante no había más que una solidez aterradora, una ausencia plana y amenazadora.

—Dímelo tú. Yo sólo acompaño.

Ellen dijo:

—La tormenta podría no ser el único suceso extraño de hoy. Podrías ayudarnos a salvar a alguien más, alguien tan importante como tú. Por tanto, Virginia, por favor, dinos lo que sientes.

—Somos troncos que nos hemos caído de la chimenea —dijo Ginny, para luego hundirse en el asiento todo lo posible, abatida y asustada.

Farrah se frotó la nariz.


Huele
a quemado.

—¿De verdad sois brujas? —soltó Ginny.

Agazutta bufó.

—No es más que una broma, cariño. Si tuviésemos poderes
de verdad
, ¿crees que habríamos permitido que pasase esto?

Ellen dijo:

—Si alguien tiene poderes mágicos, probablemente seas tú o Bidewell. Aunque últimamente no hayamos tenido muchas pruebas de ello.

—Esos libros —dijo Farrah.

—Inventados —dijo Agazutta.

—Son antiguos —objetó Farrah.

Ellen emitió un sonido entre una tos y un resoplido.

—Debemos confiar en él. No tenemos elección. Y debemos confiar en Ginny.

—Está huraña —dijo Farrah.

—Tú también, al principio —dijo Agazutta.

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