La voz de Hedrigall sonaba hueca y aterrada.
—Sólo debo de haberlo visto durante unos pocos segundos —dijo—, pero recuerdo cada capa, como una botella llena de arena de colores. El ojo no podía tolerarlo. Era demasiado grande para verlo. Armada se detuvo, flotó unos segundos al borde del abismo y entonces el avanc dio un último tirón. Lo vi primero en el agua. Lo vi a seis kilómetros de profundidad, un poco por encima del oscuro lecho del mar, de repente muy próximo, sus contornos visibles con toda claridad, mientras se impulsaba hacia delante. Hasta que con un sonido que era como un cataclismo empezó a atravesarla. A cruzar la pared de agua salada. Casi dos kilómetros de carne. La cabeza cruzó, astillando el agua, haciéndola mil pedazos a su alrededor, cataratas de kilómetros de longitud que se partían con estruendo, gotas de agua del tamaño de casas que giraban y se desintegraban, que caían hacia el vacío, hacia la Cicatriz. Pude ver la primera de sus cadenas, colosal, mientras emergía del agua en un desgarro de seis kilómetros de longitud, dividiendo el mar entre el avanc y la ciudad de la superficie. Otras cadenas la siguieron, hasta que el muro de mar estuvo recorrida por varias líneas paralelas y verticales, como la herida provocada por una garra. El cuerpo del avanc continuaba adelante, imposible de describir, aletas y espinas, cilios, y a medida que salía al aire, la gravedad se iba apoderando de él y lo empujaba hacia abajo. Las cadenas se tensaron y el extremo de Armada llegó entonces al borde y fue arrastrado. El avanc emitió un sonido que hizo estallar todos los cristales a mi alrededor. Vi cómo se iban acercando los inmensos pesos submarinos sobre los que descansaba la
Sorghum
al acantilado de agua y luego cómo irrumpían por él mientras, a su alrededor, a decenas de metros a un lado y a otro, las proas de Anguilagua, Soleado y Raleas llegaban al fin del mar y quedaban suspendidas un instante, temblaban y caían.
—Hay tantos barcos en Armada… Los vapores llegaban al borde plano y zozobraban terrible y pesadamente, mientras las casas y torres erigidas sobre ellos se derrumbaban como migas, una lluvia de ladrillos y cuerpos, centenares de cuerpos que se retorcían y convulsionaban en el aire y caían kilómetros y kilómetros, junto a todas las capas del interior del mundo. Yo ni siquiera estaba rezando. Carecía de voluntad. No podía más que mirar. Los puentes y las amarras se partían. Los pesqueros se hacían pedazos mientras caían. Las barcazas y los botes salvavidas y los remolcadores y los barcos de guerra de madera. Convertidos en astillas. Ardiendo, explotando al volcarse las calderas y verterse los carbones al rojo blanco por su interior. Barcos de doscientos metros de eslora y siglos de antigüedad que daban vueltas sobre sí mismos mientras caían. La popa del
Grande Oriente
estaba ahora sobre la Cicatriz y sobresalía del fin del mar. Armada se estaba vertiendo sobre el borde del océano y se convertía en una constelación fortuita de partes que se precipitaban al abismo, los vivos y los muertos cayendo en medio de una avalancha de ladrillos y mástiles. Yo no oía nada más que el bramido de las aguas al abrirse y el grito del avanc. Cien metros del
Grande Oriente
se asomaban ahora sobre el vacío y a su alrededor, por todas partes, se estaba derramando por la grieta una cascada de embarcaciones más pequeñas. Y entonces, de repente, su peso cedió y oí un crujido como el que haría el hueso de un dios al romperse y la tercera parte del barco, la de popa, a la que yo estaba amarrado, se partió y cayó, arrastrándome consigo, con los brazos aferrados a una viga, hacia la Cicatriz. Os preguntáis cómo vais a morir, ¿no es así? ¿Con valentía, gritando, sin daros cuenta o qué? Bueno, pues yo me encontré con mi muerte en un estado de estupor, con la boca abierta como si fuera un jodido idiota, mientras el culo de un vapor me arrastraba hacia el abismo. El agua se alzó a mi lado mientras caía a plomo más allá del borde de la Cicatriz, más allá de la superficie del mar.
—Por un segundo pude ver a través del agua las quillas de barcos que se encontraban
por encima
de mí, pude ver cómo eran arrastrados a su destrucción. Caía a toda velocidad y el resto del
Grande Oriente
y todos los demás barcos de la ciudad se estaban desplomando sobre mí. Una o dos veces, vi por un instante algún dirigible. Pequeños taxis, hombres con arneses que habían logrado saltar de las cubiertas de los barcos mientras caían y eran atrapados por las corrientes de aire mientras luchaban por remontarse hacia los cielos. Eran aplastados y morían, una vez tras otra. Algún casco o bloque de pisos los borraba de los cielos en su caída. El
Arrogancia
estaba acelerando. Cerré los ojos y traté de morir. Y entonces, seis kilómetros por debajo de mí, el avanc se movió. Debió de ser su agonía, el cuerpo que estallaba y sangraba por todas partes mientras se plegaba y se doblaba sobre sí mismo al salir del agua. Casi un kilómetro de su cuerpo estaba ahora dentro de la Cicatriz. Puede que fuera un espasmo de dolor. De repente dio un brusco tirón y salió del agua, penetró por completo en la Cicatriz y cayó. Volvió a lanzar su grito mientras emergía toda su puta masa y su impulso nos arrastró más deprisa de lo que lo hubiera hecho la gravedad. El avanc dio una sacudida y sus cadenas se tensaron de repente y arrastraron al resto de la ciudad hacia el borde. La proa del
Grande Oriente
se precipitó también hacia abajo y el
Arrogancia
se estremeció con tal violencia que la amarra que lo mantenía unido al barco se partió.
—Se partió. Mis ojos se abrieron al instante mientras el aeróstato salía disparado hacia arriba, por encima de la cascada de la ciudad, abandonaba la sombra de aquella muralla de océano, en medio de un diluvio de metal y madera destrozada y salía de la Cicatriz, a cielo abierto. Yo gritaba mientras abandonaba aquella grieta y volaba a toda velocidad hacia las alturas. Mis brazos estaban completamente rígidos e impedían que saliera despedido. Iba a vivir. Por debajo de mí, lo que quedaba de Armada caía a la Cicatriz. El mercado de Invercaña en una llovizna de embarcaciones. El
Uroc
, el
Theriantropus
, el manicomio, los viejos y polvorientos barcos del barrio encantado, todos ellos reducidos a nada. Se inclinaban, levantando columnas de espuma y caían, hasta que la superficie del Océano Oculto volvió a quedar en calma. Mientras me elevaba, bajé la vista hacia la Cicatriz y pude ver la interferencia, una neblina que parecía polvo, mientras Armada caía, y muy por debajo el avanc, dando vueltas y vueltas, enredándose en casi treinta kilómetros de cadena, moviéndose de forma patética, tratando de salir nadando de aquella caída interminable. Incluso él parecía pequeño e insignificante. Hasta que al fin me desplomé de espaldas, exhausto y estupefacto por seguir con vida y cuando volví a mirar hacia abajo no vi nada.
La voz de Hedrigall se apagó. Volvió a hablar al cabo de varios segundos de silencio.
—Ascendí más que nunca. Lo bastante como para ver la Cicatriz como lo que realmente es. Una grieta, eso es todo. Una grieta en el mundo. No sé si algún otro de los aeronautas logró salvarse. Pero estaba a más de dos kilómetros de altura y no vi a nadie. A esa altitud el viento era muy fuerte y me arrastró hacia el sur durante horas. Me alejó de allí. De aquella maldita región marina donde todas las corrientes conducen a la Cicatriz. El
Arrogancia
tenía una fuga. Un desgarro provocado por los escombros. Estaba bajando. Corté un poco de la tela del dirigible y lo até a la madera de la cabina. Me fabriqué una balsa, sabiendo lo que me esperaba. Aguardé junto a las compuertas de carga hasta que estuvimos a muy poca altura y entonces lancé la balsa y salte tras ella. Y
entonces
, al fin, sólo entonces, tendido sobre mi pequeña balsa, me permití recordar lo que había visto.
—Pase dos días a solas con aquellos recuerdos, creía que iba a morir. Por un momento pensé que quizá, si lograba permanecer vivo el tiempo necesario, las corrientes me sacarían del Océano Hinchado y llegaría al lugar en el que nuestros barcos estaban esperando. Pero no soy ningún necio. Sabía que no había ninguna posibilidad de que eso pasara. Y entonces… esto.
Por vez primera desde que diera comienzo a su extraordinaria, pareció que Hedrigall iba a volver a derrumbarse.
—¿Qué es esto? ¿Qué
es
esto? —la histeria de su voz se hizo más ruidosa—. Pensé que estaba muriéndome. Pensé que era el sueño de un moribundo.
Os vi morir
… —lo repitió en un susurro—. Os vi morir. ¿Qué es lo que sois? ¿Qué ciudad es ésta? ¿Qué me está pasando?
Hedrigall se volvió peligroso entonces. Empezó a gritar, enfebrecido y aterrado. Los Amantes trataron de apaciguarlo pero pasó algún tiempo antes de que sus desvaríos se calmaran y se sumiera en un sueño confuso.
Siguió un prolongado silencio, una quietud larga, extendida y Bellis sintió que regresaba poco a poco a su propio cuerpo a medida que el encantamiento del relato de Hedrigall se iba desvaneciendo. Sentía electricidad en la piel, se le había puesto la piel de gallina a causa de la tensión. Le parecía estar borracha.
—¿
Qué
—siseó el Amante con voz fría y tensa— ha ocurrido?
—Es la Cicatriz —le susurró Tanner a Bellis—. Sé lo que pasa. Estamos muy cerca de la Cicatriz y
tiene fugas
. Y el Hed que está ahí arriba… —se detuvo y sacudió la cabeza. Tenía el rostro ojeroso y pálido por el asombro. Bellis sabía lo que iba a decir—. Ése no es el verdadero Hedrigall —dijo Tanner—, no es el
factual
, el… de aquí. Nuestro Hedrigall huyó. Ese Hedrigall es una fuga de… otra posibilidad. De una en la que permaneció a bordo, en la que viajamos un poco más deprisa y llegamos un poco antes a la Cicatriz. Él es lo que ocurrió… lo que
ocurrirá
.
—Oh, Jabber mío, oh amado Jabber, oh mierda.
Sobre ellos, los Amantes y Uther Doul estaban discutiendo. Alguien —Bellis no había oído quién— había dicho lo mismo que Tanner. La Amante estaba reaccionando con violencia.
—¡Una mierda! —escupió—. ¡Una puta
mierda
! Las cosas no son así, eso es imposible. Aunque
hubiera
sido una fuga, ¿de veras creéis que íbamos a toparnos con él en medio de todo el mar? Esto es un puto montaje. Éste es Hedrigall,
nuestro
Hedrigall y
nunca se marchó
. Es un montaje para impedir que sigamos adelante. No es ningún efluvio de la Cicatriz.
Estaba furiosa. No dejaba hablar a nadie. Montó en cólera contra Uther Doul e incluso contra el Amante, para asombro de Bellis, cuando éste le pidió que se calmara, que
pensara
tan solo… Ahora que se encontraba tan próxima a lo que deseaba, la Amante se sentía amenazada y había estallado.
—Os digo una cosa —dijo—. Esto es una mierda y vamos a mantener a este bastardo mentiroso encerrado hasta que consigamos sacarle la verdad. Diremos que se está recuperando, esperaremos, descubriremos lo que de verdad ocurrió. No vamos a aceptar esa
basura
que nos ha contado.
—¿Está
loca
? —siseó Tanner a Bellis—. ¿De qué está hablando?
—Es evidente que se trata de un plan para provocar el pánico —continuaba la Amante—. Un plan para arruinarlo todo. Está compinchado con los dioses saben quién y no podemos dejar que ganen. Uther, llévatelo. Informa a los centinelas… y escógelos bien, sólo los más leales. Adviérteles sobre las mentiras que podría contarles. Vamos a parar esto aquí y ahora —dijo con voz dura—. No pienso dejar que esta mierda sediciosa triunfe. Esto no sale de aquí. Vamos a enterrar esta historia aquí mismo y ahora mismo y vamos a seguir adelante, ¿de acuerdo?
Puede que el Amante y Doul asintieran. Bellis no oyó nada.
Se había vuelto hacia Tanner al escuchar las últimas palabras. Lo observó mientras él escuchaba cómo su gobernante, la persona a la que se había entregado por completo, a la que había declarado una lealtad total, anunciaba sus planes para engañar a todos los habitantes de la ciudad. Para mantener en secreto cuanto había oído. Y continuar hacia la Cicatriz.
Bellis vio cómo se aposentaba una fría, muerta y aterradora resolución sobre el rostro de Tanner. Los músculos de su mandíbula se tensaron y ella supo que estaba pensando en Shekel.
¿Estaba pensando en lo que había dicho y creído, en que aquello —lo que les había ocurrido, el hecho de que los encontraran— había sido una bendición? Bellis no lo sabía. Pero ahora había algo en el semblante de Tanner y la estaba mirando con ojos asesinos.
—
Ésa
—le dijo Tanner con un siseo— no va a enterrar
nada
.
Tanner Sack era conocido. Era el tío que había luchado con un ictihueso para salvar a un hombre moribundo. Se había hecho Rehacer para convertirse en una especie de hombre-pez y así poder vivir mejor en Armada. Había perdido a su chico.
Tanner era conocido y respetado.
La gente escuchaba a Tanner y lo creía.
Bellis no podía contarle nada a nadie. Su boca era fría y dura como la piedra.
Debía confiar en otros para extender la noticia.
Todo el mundo conocía a Tanner Sack.
Si Bellis hubiera tratado de contar lo que había escuchado, en aquel desagradable y pequeño cubil, si hubiera tratado de revelar los secretos que conocía, no la hubieran creído. No la hubieran escuchado. Pero había llevado a alguien más al cuarto para que pudiera hablar por ella y contar la historia.
No podía por más que asentir mientras esbozaba una sonrisa sin ninguna calidez.
Dioses, está bien hecho
, pensó al tiempo que inclinaba la cabeza en reconocimiento a un trabajo consumado. Sentía que las hebras de la causa, el efecto, el esfuerzo y la interacción se tensaban a su alrededor. Sentía que las cosas se ordenaban, encajaban en su lugar, ahora sí, al haber hecho aquello.
Oh, está bien hecho
.
Empezó casi tan pronto como Tanner y ella salieron de las cubiertas inferiores.
Parpadeó y miró a su alrededor, las banderas y las coladas, y los puentes, y las torres, aún enteros y unidos con argamasa. Las imágenes de la historia de Hedrigall la atormentaban. Había visto con tal claridad cómo se hacía pedazos y caía la ciudad que resultaba un alivio emerger y ver que seguía siendo sólida.
Tanner empezó. Los Amantes seguían abajo, organizando aún, tratando de ocultar a Hedrigall. Mientras se confinaban más allá de la luz y urdían planes, Tanner empezó.