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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (86 page)

BOOK: La cicatriz
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—Una cosa más —dijo Tanner—. Mañana es el entierro —la voz le falló un momento al decir
entierro
—. En el Parque Crum.

—¿Cómo…? —empezó a decir Bellis, sorprendida. Los armadanos entregaban sus muertos al mar. Tanner desechó la pregunta con un ademán.

—Shekel no era un… un animal marino, no de corazón —dijo con cuidado—. Era un chico de
ciudad
más que nada y supongo que yo conservo algunas tradiciones… Quiero saber dónde está. Cuando me dijeron que no podía hacerlo, les contesté que trataran de impedírmelo.

—Tanner Sack —le dijo mientras él se volvía para marcharse—. ¿Por qué el Parque Crum?

—Tú le hablaste de él en una ocasión —dijo—. Y fue a verlo por sí mismo y le encantó. Creo que le recordaba al Bosque Turbio.

Bellis lloró después de que se marchara. No pudo evitarlo. Se dijo, furiosa, que era la última vez.

Fue una breve ceremonia, torpe y conmovedora. Una mezcolanza de teologías, una humilde petición a los dioses de Nueva Crobuzón y a los de Armada para que se cuidasen del alma de Shekel.

Nadie sabía con seguridad cuáles eran los que Shekel respetaba, si es que había alguno.

Bellis había traído flores, robadas de los macizos que había por todo el parque.

La ciudad seguía siendo arrastrada, con rumbo este-noreste, y deceleraba gradualmente a medida que el avanc frenaba. Nadie sabía si estaba herido de gravedad. No se arriesgarían a enviar otro equipo.

En los días que siguieron a la guerra y en especial al funeral de Shekel, Bellis se sentía incapaz de concentrarse. Pasaba mucho tiempo con Carrianne, quien estaba tan abatida como ella y rehusaba hasta discutir el destino de la ciudad. Era difícil concentrarse en el viaje y resultaba imposible imaginar lo que ocurriría cuando llegaran.

Si los eruditos de Anguilagua estaban en lo cierto, la ciudad se estaba aproximando. Puede que dos semanas, puede que una, eso era lo que susurraban. Unos pocos días más hasta que la ciudad alcanzase la herida en aquel mar vacío y los motores ocultos y la arcana ciencia se libraran y el enjambre de posibilidades que se reunía en torno a la Cicatriz sería cosechado.

El aire estaba tenso por la expectación y el miedo.

Cuando Bellis abría los ojos por la mañana, sentía en ocasiones que el éter se erizaba, como si unas fuerzas que no entendía la estuvieran recorriendo. Habían empezado a circular extraños rumores.

Primero fueron los jugadores, los profesionales de las cartas que celebraban partidas a altas horas de la noche en los salones de Vos-y-los-Vuestros. Se contaban historias sobre manos que cambiaban en el instante mismo en que se levantaban; los coloridos trajes de las figuras resplandecían como caleidoscopios, apenas entrevistos durante un instante fugaz y adoptaban por fin una configuración concreta
después
de haber sido repartidas.

También se contaban historias sobre espíritus intrusos. Pardadores o kelkin, que recorrían invisibles la ciudad, moviendo cosas. Objetos que habían sido dejados en un sitio eran descubiertos a unos pocos centímetros de su lugar… en lugares en los que podrían haber sido dejados pero no lo habían sido. Cosas que se habían caído y se habían roto y de pronto no estaban rotas y quizá no se habían caído sino que se encontraban a un lado.

La Cicatriz
, pensó Bellis con asombro entumecido.
Está sangrando
.

De pronto el mar y el cielo se volvieron peligrosos. Nubes de tormenta aparecían, descargaban y desaparecían de improviso, sin llegar a posarse del todo en el firmamento, esquivándolo. El avanc arrastraba la ciudad por aguas turbulentas donde de repente se alzaban olas encrespadas y violentas mientras a ambos lados podían verse una mar tranquila.

Tanner ya no nadaba y se limitaba a darse un chapuzón diario. Tenía miedo de pasar demasiado tiempo sumergido. Los ruidos y luces procedentes del agua —eyecciones de cosas invisibles— eran ahora lo bastante fuertes como para que las vieran y oyeran incluso los habitantes de la ciudad.

Algunas veces pasaban junto a Armada colonias del alga semi-conscientes y otras se veían formas en las olas, formas que se movían y no podían identificarse con claridad, que parecían a un tiempo orgánicas, fortuitas y fabricadas.

El Brucolaco seguía languideciendo y resistiéndose a morir. Debajo de él, la cubierta estaba manchada de sus emisiones.

Mientras caminaba por las cubiertas y pasillos del
Grande Oriente
, por encima del comedido rumor de la ciudad, Bellis escuchaba una música tenue y críptica. Era difícil de seguir, evanescente por las frecuencias, audible tan sólo en momentos y lugares fortuitos. Ella se esforzaba y la captaba de tanto en cuanto. Era fea e inaudita: una telaraña de semitonos y acordes menores, ritmos cambiantes. Una endecha punteada con el tañido de las cuerdas. La segunda noche que la escuchó, estuvo segura de que provenía del cuarto de Uther Doul.

Los restos flotantes, las extrañas corrientes marinas y los sucesos en la propia Armada se fueron haciendo más frecuentes e importantes a medida que el avanc avanzaba. Cuando, la quinta mañana tras el motín, se vio algo que flotaba a tres kilómetros de la ciudad, nadie se sorprendió. Pero cuando lo examinaron con telescopios, estalló una gran cacofonía de gritos y excitación. Los vigías del
Grande Oriente
gritaban pidiendo la atención de la gente y corrían de habitación en habitación, buscando a los Amantes.

El rumor recorrió la ciudad, desde el primero al último de sus paseos, con asombrosa rapidez y una muchedumbre se reunió en el extremo de popa de Jhour. Un pequeño aeróstato fue enviado sobre las corrientes traicioneras en dirección a la mota que flotaba cada vez más próxima a la ciudad. La multitud la contemplaba con asombro, compartiendo los telescopios y un asombro boquiabierto a medida que su contorno se iba volviendo más claro.

Aferrado a una tosca balsa de madera y lienzo color ocre, contemplando con ojos exhaustos su hogar, se encontraba Hedrigall el cacto, el renegado.

—¡Traedlo aquí!

—¡Qué coño ha pasado!

—¿Dónde habías
ido
, Hed? ¿Dónde has
estado
?

—¡Traedlo
aquí
, joder!

En cuanto se hizo evidente que la aeronave que había ido a recogerlo estaba regresando al
Grande Oriente
, estallaron gritos de furia. La gente corría en grupo desde sus embarcaciones, por las calles obstruidas, en dirección al dirigible. Las multitudes colisionaban de forma caótica.

Bellis había estado mirando por la ventana, mientras el corazón le latía fuertemente con un presentimiento. Se unió a la muchedumbre que corría hacia el buque insignia, impulsada por motivaciones que no terminaba de comprender. Llegó a la cubierta de proa del vapor antes de que la aeronave hubiera descendido y nadie hubiera podido desembarcar. Un grupo de leales se había reunido allí, alrededor de Uther Doul y los Amantes.

Bellis se unió a la muchedumbre cada vez más nutrida que se agitaba y empujaba a los alguaciles, tratando de ver al hombre que había regresado.

—¡Hedrigall! —gritaban—. ¿Qué coño ha pasado?

Hubo un bramido general mientras descendía, descarnado, exhausto, pero rápidamente fue rodeado por hombres armados. El pequeño grupo empezó a aproximarse a la puerta que conducía a las cubiertas inferiores, con Doul y los Amantes a la cabeza.


¡Dinos!
—los gritos eran insistentes y empezaban a parecer amenazantes—. Es uno de lo nuestros, devolvédnoslo —los guardias estaban nerviosos y empezaban a desenfundar sus pistolas mientras los armadanos los presionaban. Bellis vio a Angevine y Tanner Sack en las primeras filas de la multitud.

La cabeza de Hedrigall resultaba visible, inclinada y blanqueada por el sol, las espinas resecas y partidas. Miraba a los ciudadanos que se congregaban a su alrededor, que lo observaban y extendían los brazos hacia él, que lo llamaban, solícitos y entonces echó la cabeza atrás y empezó a aullar.


¿Cómo es que estáis aquí?
—rugió—.
Estáis muertos. Os vi morir a todos

Se hizo un silencio estupefacto y entonces estalló una cacofonía. La muchedumbre empezó a avanzar de nuevo. Los alguaciles trataron de contenerla a empujones. La masa volvió a callar, una quietud amenazante.

Bellis vio que Uther Doul se llevaba a los Amantes a un lado y les decía algo con un susurro imperioso antes de señalar la puerta. El Amante asintió y se adelantó un paso con los brazos extendidos.

—Armadanos —gritó—, por el amor de los dioses,
esperad
—parecía sinceramente enfurecido. A su lado, Hedrigall empezó a gritar de nuevo, como si tuviera fiebre:
Estáis muertos, todos estáis muertos
; y los alguaciles se lo llevaron a rastras hacia la puerta, siseando a causa de las espinas que se les clavaban en las manos—. Ninguno de nosotros sabe lo que ha ocurrido aquí —dijo el Amante—. Pero
miradlo
, por Crum, es un despojo, está enfermo. Lo vamos a llevar abajo, a nuestro propio camarote, lejos de todo, para que descanse, para que se recupere.

Ardiendo de furia, retrocedió hacia donde Hedrigall se balanceaba entre los brazos de los alguaciles y Uther Doul lanzó una mirada rápida y dura a la multitud.

—No está bien —gritó alguien de repente mientras se abría paso entre la muchedumbre. Era Tanner Sack—. ¡Hed! —gritó—. Es mi camarada y Jabber sabe lo que vais a hacer con él.

Varios gritos de aliento se levantaron a su alrededor pero el impulso de la multitud estaba disolviéndose y aunque se oían algunas imprecaciones, nadie trataba de interceptar a Hedrigall o a los Amantes. Había demasiada incertidumbre.

Bellis se dio cuenta de que Uther Doul la había encontrado entre la turba y la estaba observando detenidamente.

—¡No está
bien
! —chilló Tanner. Sus venas se hincharon de cólera mientras el grupo cruzaba la puerta y los guardias se movían tras ellos. Uther Doul seguía sin mover los ojos. Y Bellis no podía más que devolverle su mirada, incómoda—. Es
mi camarada
—dijo Tanner—. Tengo
derecho
, tengo
derecho a oír lo que tiene que decir

Y mientras él hablaba, en aquel mismo momento, ocurrió algo extraordinario.

Bellis seguía paralizada bajo la mirada impasible de Doul y, mientras Tanner proclamaba a voz en grito su derecho a oír a Hedrigall, un espasmo sacudió los ojos de Doul y se abrieron con una intensidad casi sexual. Bellis observó, boquiabierta, mientras su cabeza se inclinaba una fracción de centímetro, como si la estuviera invitando o mostrando que estaba de acuerdo.

Siguió mirándola, mientras su grupo entraba en el pasillo, caminando de espaldas para unirse a ellos, dueño de su atención y sus cejas se alzaron un ápice, sugestivas, antes de desaparecer.

¡Oh!, dioses míos
.

Bellis se sentía como si le acabasen de propinar un fuerte puñetazo en el plexo solar.

Una gran oleada de revelación se abatió sobre ella: una apreciación aturdida, una insinuación de las capas y capas y
capas
de manipulación en las que había sido atrapada, paralizada, maniobrada y explotada, utilizada y sostenida y traicionada.

Seguía sin entender casi nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, lo que estaban haciendo, lo que había sido planeado y lo que era contingente, pero sí que supo algunas cosas, humillada, y de repente.

Su lugar. Tantos, tantos planes, tantos esfuerzos consumados para llevarla hasta aquel lugar en aquel preciso instante, para que escuchara las palabras que acababa de escuchar. Todo se reunió allí y en aquel momento, todo cristalizó y se volvió claro.

Y en su asombro y su miedo, y en su humillación, y a pesar de su rabia, a pesar de que se sentía como si estuviera interpretando la indigna danza de una marioneta. Bellis inclinó la cabeza y se preparó, sabiendo que aún tenía una cosa por hacer, para realizar el cambio que deseaba y sabiendo también que no se negaría a sí misma por venganza y que lo haría.

—Tanner —le dijo, mientras él montaba en cólera y maldecía, arguyendo furiosamente y gritando contra la mayoría, contra aquellos que le decían que estaba exagerando, que los Amantes sabían lo que hacían.

Él se detuvo y la miró con rabia confusa. Ella lo llamó con señas.

—Tanner —dijo y nadie más que él pudo oír su voz—. Tienes razón, Tanner —susurró—. Creo que tienes todo el derecho a oír lo que Hedrigall pueda decir, allí en los aposentos de los Amantes. Ven conmigo.

No fue difícil encontrar un camino por los pasillos vacíos del
Grande Oriente
. Los guardias leales estaban situados en los puntos que cualquiera debería cruzar para llegar a las habitaciones de los Amantes, en los confines inferiores del
Grande Oriente
. Pero sólo en esos pasillos y no en los que Bellis y Tanner estaban recorriendo.

Lo llevó por los corredores que conocía a las mil maravillas tras semanas de entrega a lo que sólo podía considerar como una perversión.

Pasaron junto a almacenes y motores y armerías. Con paso rápido y sin esconderse, no como un par de intrusos, Bellis llevó a Tanner cada vez más abajo, hasta una zona apenas iluminada.

Ella no lo sabía pero estaba llevando a Tanner muy cerca de los motores de leche de roca, que zumbaban y rumiaban y arrojaban chispas mientras seguían impulsando al avanc.

Y por fin, en un oscuro y estrecho pasillo de cuyas paredes se había desprendido el empapelado hacía mucho tiempo y en las que no había heliotipos ni grabados sino sólo una maraña de tuberías tan intrincadas como venas, Bellis se volvió hacia Tanner Sack y le indicó con un gesto que entrara. De pie en aquel espacio estrecho y encorsetado, se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio.

Permanecieron inmóviles durante algún rato, mientras Tanner miraba a su alrededor al techo que Bellis estaba mirando; a la propia Bellis.

Cuando por fin oyeron el sonido de una puerta que se abría y se cerraba, fue tan claro y ruidoso que Tanner se puso tenso casi con violencia. Bellis nunca había visto las habitaciones que había encima pero conocía sus ecos muy bien. Sabía dónde estaban las sillas, las mesas y la cama. Siguió con la mirada los cuatro pares de pasos —ligeros, más pesados, más pesados, enormes y lentos— como si a través del techo pudiese ver a la Amante, al Amante, a Doul y a Hedrigall.

Tanner siguió su ejemplo mientras los ojos se le abrían cada vez más. Bellis y él podían seguir el rastro de los cuerpos sobre sus cabezas: uno al lado de la puerta, otros dos juntos, cerca de la cama, sentados ahora sobre sendas sillas y el cuarto, el más grande, arrastrando los pies hacia la pared más lejana, entrelazando las piernas como hacían los cactos cuando dormían o estaban exhaustos, su peso evidente aun a través de la madera.

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