—Dioses… sabes que estoy en lo cierto, Uther, ¿no es así? Ahora lo veo, joder. Así que, ¿qué estás haciendo? —siseó—. ¿Qué has planeado?
—Muertohombre —dijo Doul con voz suave—,
vas
a apartarte.
—¿De veras lo crees, Vivohombre Doul? —susurró el Brucolaco. Una rabia contenida le teñía la voz de aspereza. Sus colmillos extendidos rezumaban regueros de saliva. Los huesos de sus manos crujieron mientras cerraba los puños—. ¿De veras lo crees? Eres un magnífico soldado, Vivohombre Doul. Te he visto luchar,
he luchado a tu lado
… Pero yo tengo más de trescientos años, Doul. ¿Acabas con un par de mis lugartenientes y ya te crees que puedes oponerte a
mí
? Yo me abrí camino matando hasta esta ciudad antes de que tú nacieras. Gané mi paseo a sangre y fuego. He matado cosas que ningún vivohombre ha visto. Soy el Brucolaco y tu espada no te salvará. ¿De veras crees que puedes enfrentarte a
mí
?
Los pasillos del
Grande Oriente
estaban vacíos. Bellis serpenteaba por corredores y bajaba escaleras en busca de la cárcel, perseguida por el eco de sus propios pasos.
Hasta el pasillo en el que Fennec estaba prisionero estaba desierto. Sus centinelas, como todos los demás, habían acudido a defender Anguilagua. Aquél era el trato, comprendió Bellis de repente, aquélla era la contrapartida. Estos corredores vacíos eran lo que el Brucolaco les había entregado a los intrusos.
Sólo quedaban los dos taumaturgos que manejaban la máquina en el exterior de la celda de Fennec y los dos estaban muertos. La sangre aún goteaba sobre el suelo mientras Bellis se aproximaba a los cadáveres. El hombre había estado tratando de realizar algún encantamiento y de sus dedos, que se convulsionaban mientras los nervios morían, brotaban y se disipaban pequeños arcos de energía parecidos a estática. La mujer se encontraba a su lado, abierta en canal.
El miedo, acumulado en su interior como un vómito, la volvió torpe. Se quedó de pie sobre la sangre, junto a la puerta, la mano a punto de abrirla, paralizada por el terror. Luchaba consigo misma, sin saber ni por asomo lo que debía hacer.
Arrójalo ahí
, decía una parte de ella,
déjalo junto a la puerta sin más
, corre
sin más, sal de aquí sin más
, y en aquel mismo momento se alzó un grito en el interior de la habitación, un ruido aterrador y lleno de pánico y Bellis se unió a él, horrorizada y abrió la puerta con violencia y entró.
—
¡Está aquí!
—gritó, al tiempo que le arrancaba el trapo a la repugnante estatua y la sostenía frente a sí como una ofrenda—.
¡Basta, la tengo aquí, basta, tomadla, podéis cogerla y marcharos!
Al otro lado de la celda, separado de ella por los barrotes, Silas Fennec retrocedía a gatas. Volvió a gritar y se arrojó a una esquina de su celda. Ni siquiera la miró. Se arañaba la cara como un niño mientras contemplaba presa de un terror estupefacto aquello que había venido a buscarlo.
Con una horrible lentitud, volviendo la cabeza en el aire denso, Bellis siguió la dirección de su mirada y con un espasmo de frío asombro que hizo que se tambaleara, vio a los grindilú.
Eran tres. La estaban mirando.
Alzaron las mandíbulas prognatas, aquellas sonrisas absurdas inundadas de enormes dientes, los ojos masivos, absolutamente negros, que no pestañeaban jamás. Los brazos y los torsos eran de hombre, cubiertos de músculos tensos y piel estirada, gris verdosa y negra, brillante como si estuviera cubierta por una película de mucosa. Pero a partir de la cintura los cuerpos se extendían como enormes anguilas hasta convertirse en colas varias veces más largas que los torsos.
Los grindilú nadaban en el aire. Se convulsionaban y enviaban rápidas curvas serpenteantes hasta el extremo de sus largas colas, que se sacudían de forma líquida. Movían los brazos en una danza fortuita, como buceadores, mientras abrían y cerraban las garras palmeadas.
Estaban en absoluto silencio. Incluso delante de sus horribles semblantes, Bellis estaba hipnotizada por sus lánguidos, constantes y silenciosos movimientos. Sus cuerpos estaban a la misma altura que el suyo mientras sus colas se retorcían en el aire, suspendiéndolos sobre el suelo.
Uno de ellos se engalanaba con una masa de collares de piedra y hueso. Estaba manchado de sangre humana.
Oh dioses oh Jabber miraos
, pensó Bellis en una especie de cántico frenético.
Miraos. Habéis venido desde tan lejos
…
Los grindilú esperaban.
—Aquí… —la voz de Bellis temblaba de miedo. Les tendió la estatuilla, con mucho cuidado, temiendo que pudiera caérsele de las manos temblorosas—. La tengo aquí —susurró—. Os la he traído. Para que podáis iros. Podéis iros.
Fríos y silenciosos como peces abisales, los grindilú se limitaron a observarla mientras sacudían las colas.
—Por favor, tomadla —dijo—. Por favor, os he traído lo que os robaron. Tomadlo y… podéis marcharos. Regresad a Las Gengris —
dejadnos solos
, suplicaba.
Dejadnos
. La estatua le pesaba terriblemente en los brazos extendidos.
Con un fugaz latigazo de la cola, el grindilú de los collares nadó hacia ella por el aire, hasta estar tan cerca como para tocarla. Y Bellis se encogió mientras Silas Fennec le gritaba:
—
¡Huye, Bellis!
El grindilú giró la cabeza hacia ella, intrigado, mientras la sangre que lo cubría resbalaba sobre su piel en todas direcciones, desafiando la gravedad. Con un lánguido bostezo, abrió la boca.
Bellis se encogió y profirió un sollozo.
Pero del interior de la garganta del ser brotó una tos profunda y áspera. Gotitas de sangre de sus dientes mancharon la estatua que Bellis sostenía. Luego vino otra tos y otra y otra, en un ritmo cuidadoso.
Uh… uh… uh
.
El grindilú estaba riendo.
La horrible e incompetente parodia de una risa humana.
La criatura la miró, sin pestañear, mientras ella bajaba sus manos temblorosas. Apretó los dientes con un sonido rocoso, volvió a separarlos a continuación y entonces, con la boca aún abierta e inmóvil, la garganta se flexionó con la precisión de unos labios humanos y habló.
—
¿Cree que es esto?
—susurró la voz, sin matiz o entonación algunos—.
¿La mujer cree que es esto lo que fue robado? ¿Por esto cree que hemos atravesado el mundo? Los hermanos vienen desde el frío oscuro del lago, desde las torres y las tinas del pábulo, desde el palacio de las algas, desde Las Gengris. Hemos buscado este lugar durante dos cuatros seis ocho muchos miles de kilómetros, muchos miles. Cansados y hambrientos y muy enfurecidos. Muchos meses. Los hermanos se sientan y esperan debajo de vuestra casa y cazan hasta que descubren lo que necesitábamos, siempre en busca de este hombre. Este ladrón, saqueador. ¿Por esto?
El grindilú empezó balancearse delante y atrás frente a ella, contemplándola, sin dejar de señalar la figurilla.
—
¿Por esta cosa hemos venido? ¿Esta cosa de piedra? ¿La aleta de nuestro mago? ¿Cómo seres primitivos cree que nos humillamos delante de dioses tallados en piedra? ¿Por los trucos de una baratija?
La mano del grindilú se precipitó hacia delante y Bellis soltó un jadeo y aparto la suya, como si la estatua le quemara, y el grindilú la recogió antes de que empezara a caer. Se la acercó al rostro. Le acarició la mejilla con su filigrana de piel.
—
Hay esencia aquí pero, a pesar de ello, ¿por esto?
—la garganta resolló—.
¿Cree que somos niños, nosotros los hermanos, para recorrer el mundo por un juguete de poder?
Con un movimiento largo, exagerado, a cámara lenta, el brazo del grindilú describió un gran arco y soltó la figurilla con un ademán dramático, casi petulante. Debía de estar volando a gran velocidad pero Bellis pudo verla con toda claridad mientras giraba en dirección a los barrotes. Los brazos alrededor de una cola arrollada y levantada, tallada con gracia exquisita y desagradable, la tosca boca dispuesta, mirándola su único ojo con frío sentido del humor.
Con un sonido atronador, la figurilla chocó contra los barrotes y se hizo pedazos
Sus fragmentos y unas gotas frías de algo parecido al aceite volaron por todas partes.
Bellis estaba aturdida. Vio cómo se posaban las partículas y sintió que algo resonaba en el éter y desaparecía.
En el suelo, rodeado de polvo de roca y residuos gelatinosos, había un pedazo de carne. La aleta del mago, parecida a una especie de filete arrugado y podrido
El grindilú la ignoró y agitó la cola y se aproximó a Silas Fennec, tras sus barrotes.
—
Hemos encontrado lo que nos fue robado
—susurró. Y entonces se movió con extraña violencia, serpenteó por el aire como si éste se opusiese a su paso y, extendiendo los brazos, abrió los barrotes como si fueran meras algas, los abrió tanto que pareció que se desgarrarían, convertidos en una fronda de cables, pero resistieron, se deslizaron para recuperar su posición original y volvieron a ser rígidos y verticales y el grindilú se encontraba al otro lado.
Flotaba casi inmóvil sobre Silas Fennec, quien sacudía los brazos en su sombra.
Bellis no podía asistir a la degradación de Fennec, no soportaba verlo tan desnudo. Nunca hubiera imaginado que pudiera estar tan asustado.
—
Hemos recobrado lo que nos quitaron
—murmuró la cabeza y el grindilú enseñó los dientes afilados como navajas y los bajó y al no oír ningún grito ni ningún sonido húmedo, Bellis volvió a abrir los ojos y vio que la criatura había registrado los trapos que yacían sobre el suelo como pellejos desechados de insecto y de entre ellos había sacado el cuaderno de notas de Silas Fennec.
Bellis lo recordaba bien: encuadernado en negro, grueso, lleno de papeles insertos. Rememoraba las resmas de apuntes nebulosos, los heliotipos y los inexpertos bosquejos, las notas, las preguntas y los recordatorios.
El grindilú hojeó rápidamente sus páginas. De tanto en cuanto se volvía y sostenía una frente a las barras, mostrándole a Bellis algo que para ella no significaba nada.
—
Las tinas de salitre. Las granjas de armas. El castillo. Nuestra anatomía. Una gaceta de la segunda ciudad, y mira esto
—dijo con opaco triunfo—,
mapas de la ribera. Las montañas que hay entre el océano y el Mar de la Garra Fría. Donde están nuestras moradas. Donde están las fisuras, donde la roca es más débil
—y algo se agitó en la mente de Bellis, las primeras sacudidas del entendimiento.
—
¿Pensabas decirles a tus amos cuáles son los mejores lugares para sus excavaciones, ladrón?
—dijo la cabeza. Sujetándose el muñón, Fennec trataba de alejarse más.
Bellis podía ver la página que el grindilú había abierto. La había visto antes, en su habitación y en el parque Crum, hacía meses. Bosquejos garabateados que sugerían motores, líneas rojas de fuerzas y estrías de tipos de rocas marcadas con tinta. El emplazamiento oculto de Las Gengris en el lado del Mar de la Garra Fría; las armas y las defensas; las trampas.
La comprensión se estaba desenrollando en el interior de Bellis como agua fría. Recordaba las conversaciones que había mantenido con Silas, al principio, cuando se habían unido. Recordaba sus historias, los relatos extraordinarios de sus viajes. Recordaba lo que había dicho.
Si logras atravesar la Garra Fría, si logras alcanzar las islas y las costas lejanas, si logras cruzar los kilómetros y kilómetros de geografía punitiva, hasta llegar a las Minas de las Reventadoras y Hinter, lo has conseguido. Pero la mayoría no lo logra, porque la ruta es terrible; porque no puede llegarse desde el sur pues Las Gengris custodian la punta meridional del Mar de la Garra Fría y no dejan pasar a los extraños.
Pero, ¿y si
fuera posible
llegar directamente desde el sur
, pensó Bellis,
en línea recta? No por medio de una tambaleante y penosa caravana que fuera dejando un triste reguero de mercancías y máquinas como desechos a lo largo de las montañas y los pastizales, sino por barco. ¿Y si pudiésemos navegar desde Nueva Crobuzón, evitando Las Gengris, directamente hacia el norte?
—Dioses —murmuró y miró a Fennec—. Un canal, están planeando construir un canal.
Tenía tanto sentido… La muralla de roca que separaba las aguas dulces del Mar de la Garra Fría de las saladas del Océano Hinchado tenía sólo cuarenta, sesenta kilómetros de anchura en algunos puntos y sus estribaciones estaban salpicadas de valles. Bellis podía imaginarse la obra. Un proyecto grandioso, sí, pero con una recompensa que merecía la pena.
Los barcos parten rumbo al norte desde la Bahía de Hierro, rodean la peligrosa costa de los Páramos de Lubbock y las Bezheks, salen luego a mar abierto para evitar las ruinas y los residuos de la Torsión a la altura de Suroc, dejan a un lado el estrecho situado entre las Islas Piratas y el continente y por fin, tras una semana de navegación desde Nueva Crobuzón, las columnas de roca que protegen el Mar de la Garra Fría se alzan a babor, al oeste.
Pero ya no serían impenetrables. Habría una brecha.
Una amplia abertura tallada en el fondo de un golfo. Altos navíos y vapores pasan con aire soñoliento entre paisajes de roca y gravilla.
Y habría compuertas, enormes compuertas que compartimentarían el canal, elevando el agua atrapada por fases, inmensas puertas de madera e ingeniería cuidadosa que acercarían las embarcaciones al Mar de la Garra Fría, un pesado paso tras otro. Ascenderían por los estratos del canal mientras los mejillones del océano, pegados a sus cascos se irían debilitando hasta morir por la falta de sal del agua.
Hasta que… ¿qué?
Hasta que salieran.
Los monolitos de roca se abren delante del barco y el canal se desangra en las aguas profundas de un mar de agua dulce: la Garra Fría.
Quizá los papeles de Fennec, sus investigaciones, formaban parte de un proyecto de paso que emergería al norte de Las Gengris. Quizá los mercaderes e industriales y soldados de Nueva Crobuzón pudieran ignorar a los grindilú, navegar alegremente hasta las pingues ganancias que los esperaban más allá, dejándolos hambrientos, patéticos e ignorados en su pequeño rincón del sur.
Pero seguro que aquello no era suficiente. El cuaderno de Fennec contenía demasiados detalles, reunidos de forma concienzuda y discreta, sobre las estrategias, armas y planes de los grindilú. Puede que una incursión como aquella por parte de Nueva Crobuzón hiciera necesaria una guerra y Fennec hubiera reunido la información que aseguraría para que sus patrones la ganaban.