La cicatriz (87 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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—Bueno —dijo Uther Doul con voz asombrosamente clara—. Dinos, Hedrigall —hablaba con dureza—. Dinos por qué huiste. Y cómo es que has acabado de nuevo aquí.

—Oh,
dioses
—Hedrigall parecía exhausto, hecho pedazos. Apenas se reconocía su voz. Tanner sacudió la cabeza, asombrado.

—Dioses, dioses, por favor, que no empiece todo de nuevo —parecía que fuera a llorar—. No te entiendo. Nunca he huido de Armada en mi vida. Jamás lo haría. ¿Quiénes
sois
? —gritó de repente—.
¿Qué
sois? ¿Estoy en el
infierno
?
Yo os vi morir a todos

—¿Qué le ha ocurrido? —susurró Tanner, pálido.

—Estás diciendo estupideces, Hedrigall, pedazo de mierda traidora —exclamó el Amante—. Mírame, perro. Estabas asustado, ¿no es eso? Demasiado aterrorizado, así que preparaste el
Arrogancia
en secreto y largaste amarras. Y ahora dime, ¿dónde fuiste y por qué has regresado?

—Nunca he traicionado a Armada —gritó Hedrigall—, y nunca lo haría. Por Crum, mírame… ¡Estoy discutiendo con un muerto! ¿Cómo es posible que estés aquí? ¿Quién eres? Os vi morir a todos —parecía loco de pena o incredulidad.

—¿Cuándo, Hedrigall? —era la voz de Doul, afilada y peligrosa—. ¿Y dónde? ¿Dónde morimos?

Hedrigall contestó con un susurro y algo en su voz hizo que Bellis se estremeciera, a pesar de que había esperado su respuesta y asintió al oírla.

—En la Cicatriz.

Cuando lograron calmarlo, Uther Doul y los Amantes discutieron en voz baja, apartados de él.

—… loco… —dijo el Amante, cuya voz no se oía del todo—. O loco… extraño…

—Tenemos que saberlo —la voz de Doul—. Si no está loco es un mentiroso peligroso.

—No tiene sentido —dijo el Amante, enfurecido—. ¿A quién le está mintiendo? ¿Por qué?

—O bien es un mentiroso o… —dijo la Amante.

Tanner y Bellis no sabían si había dicho más o había dejado que sus palabras se apagaran.

—¿Cómo ha podido ocurrir esto?

—Llevábamos un mes, más de un mes en el Océano Oculto.

Habían pasado muchos minutos. Hedrigall llevaba bastante tiempo en silencio, mientras los Amantes discutían lo que debía hacerse, en voz tan baja que Bellis y Tanner no podían oírlos. Cuando de repente volvió a hablar, lo hizo sin ser invitado y su voz era baja y monótona, tan torpe como si estuviera drogado.

Los Amantes y Doul esperaron.

Hedrigall habló como si supiera que era lo que se esperaba de él.

Habló durante largo rato y no lo interrumpieron. Habló con elegancia antinatural, con la elocuencia de un fabulista experto pero en la monotonía cuidadosa de su voz había un titubeo y por debajo de éste un trauma que resultaba aterrador de percibir.

Hedrigall tropezaba con las palabras y hacía pausas inesperadas, de tanto en cuanto, antes de tomar aliento de forma temblorosa, pero habló durante largo rato y su audiencia —en la habitación, con él, y debajo— guardó completo silencio y le prestó toda su atención.

—Llevábamos más de un mes en el Océano Oculto.

46

—Llevábamos más de un mes en el Océano Oculto y en el mar reinaba el caos. No podíamos trazar un rumbo, las brújulas no señalaban hacia el norte, era imposible navegar. Cada día miraba desde lo alto del
Arrogancia
, en busca de la Cicatriz, la Tierra Fracturada, cualquier cosa. Y no había nada. Vosotros nos mantuvisteis en marcha. Insistíais, nos enardecíais. Nos decíais lo que haríamos cuando hubiésemos llegado a la Cicatriz. Los poderes que os daría, nos daría a todos, y lo que podríamos hacer. Nos dijisteis que el poder sería de todos. No voy a fingir que no había disensiones. A medida que avanzábamos, la gente iba teniendo más y más… miedo. Y empezaron a murmurar que tal vez el Brucolaco había hecho bien al amotinarse. Que tal vez no era tan malo que la ciudad siguiera como antes. Acudieron a vosotros… acudimos a vosotros y os pedimos que dieseis la vuelta. Os dijimos que nos gustaban las cosas tal como estaban. Que no necesitábamos esto, que demasiadas cosas habían ido mal ya y que temíamos que lo peor estuviera por venir. Algunos de nosotros habíamos empezado a tener terribles sueños. La ciudad estaba… muy tensa. Como un gato, con el pelaje erizado y lleno de estática. Os pedimos que dierais la vuelta. Antes de que fuera demasiado tarde. Estábamos asustados. No sé cómo lo conseguisteis pero lograsteis, durante el tiempo justo, mantenernos… no diré que felices, no diré que complacientes. Lograsteis que obedeciéramos y, a pesar del miedo que teníamos, esperamos y dejamos que nos arrastrarais más allá.

—Si hubiera pasado otra semana, dudo que lo hubiéramos soportado. Creo que habríamos dado la vuelta y entonces no todos hubierais muerto. Pero no fue así, ¿verdad? Era demasiado tarde. A las seis de la mañana, el Dijuego nueve de Carne, vi algo desde la cabina del
Arrogancia
, a setenta kilómetros de distancia, en el horizonte. Una perturbación en el aire, muy tenue, muy aterradora. Y algo más. El horizonte estaba demasiado próximo. Una hora, puede que unos siete kilómetros más tarde, supe sin el menor asomo de duda que nos estábamos acercando a algo. Y el horizonte seguía estando demasiado próximo y cada vez lo estaba más. Envié mensajes abajo. Y pude ver cómo se preparaban todos. Bajé la vista y vi los mástiles reunidos de todos los barcos, todos los colores, todas las formas diferentes. Pude ver las cuadrillas que preparaban las grúas en los lindes de la ciudad y encendían motores y los dioses saben qué más. Aprestando toda la ciencia que habían estado preparando. Pequeñas aeronaves pasaban de un lado a otro de la ciudad. Muy por debajo de mí. Estaba contemplando el punto en el que el mar y el cielo se encontraban. No lo creí durante mucho tiempo, me empeñé en pensar que la vista debía de estarme engañando y que en cualquier momento lo vería bien, todo cobraría sentido, pero no fue así. Hasta que finalmente no pude seguir negando lo que veía. El horizonte se encontraba sólo a treinta y cinco kilómetros de distancia. Podía verla con toda claridad, un desgarrón a lo largo de la superficie del mar. La Cicatriz. Era como estar contemplando un dios.

—No nos contasteis casi nada cuando la describisteis. Es una gran herida en la realidad, abierta por los Espectrocéfalos, nos dijisteis, llena de vetas de lo que podría ser, todas las cosas posibles. Una gran herida en la realidad, dijisteis, y yo creí que sólo estabais haciendo… poesía. Cuando los Espectrocéfalos tocaron tierra en aquel continente, la fuerza del choque abrió el mundo en canal, labró una fisura en la superficie de Bas-Lag. Una raja. Extendida por el borde del mundo a lo largo de más de tres mil kilómetros, dividiendo en dos al continente. Ésa es la Cicatriz. Esa grieta. Llena a rebosar del modo en que las cosas no fueron ni son pero podrían ser. Estábamos tan solo a unos pocos kilómetros de distancia. Era una hendidura en el mar.

—No era regular, estaba inclinada con respecto a nuestra trayectoria, de modo que parecía que el horizonte estaba ladeado. Y precisamente porque era irregular, no guillotinada sino
agrietada
, un poco sobresaliente aquí y allá, serrada sobre sí misma, había lugares en los que podía ver sus bordes. Podía ver los extremos de la raja. Escarpados. El océano estaba agitado, unas corrientes fuertes corrían hacia el norte a pesar de que los vientos soplaban en dirección sur. Las olas adelantaban a la ciudad, la arrastraban consigo, y cuando llegaban al borde de la Cicatriz había como una pared, una pared transparente. El agua se inclinaba hacia abajo formando un ángulo recto y caía en una trayectoria vertical y con la perfecta suavidad del cristal. Agua oscura, en movimiento, que se apretaba contra nada y se quedaba allí. Y luego… El aire vacío. Un precipicio. Y mucho, mucho más allá, a decenas de kilómetros, a un centenar de kilómetros de distancia, apenas visible al otro extremo del vacío golfo, otra cara parecida. El otro lado de la grieta. Entre ellas, una vaciedad de la que sentía brotar toda clase de poder. Supurando por la maldita herida. La Cicatriz.

—No logro imaginarme cómo debió de ser todo en la ciudad. Debieron de poder verlo. ¿Hubo pánico? ¿Estabais excitados?

Por supuesto, los Amantes no respondieron.

—Yo conocía el plan a la perfección. Al avistar la Cicatriz nos detendríamos a diez kilómetros de distancia. Y desde allí se enviaría un dirigible para ver si la distancia que nos separaba de la Cicatriz podía cruzarse. Y yo era el vigía. A la menor señal de peligro, debía lanzar las bengalas, hacer ondear las banderas, ordenar a la aeronave que regresara. No sé qué clase de peligros esperabais que pudiéramos encontrarnos. No teníais ni idea. No creo que supierais siquiera lo que era la Cicatriz. ¿Qué pensasteis que podría ocurrir? ¿Pensasteis que podría haber Posibles Bestias allí? ¿Cosas que podrían haber evolucionado pero no lo habían hecho, patrullando? No era nada parecido. Su escala… La escala de esa maldita cosa. Era humillante. La ciudad no se detuvo —dijo.

Guardó silencio entonces, durante varios segundos. Había pronunciado la última frase con el mismo tono hipnótico que llevaba utilizando largo rato y Bellis tardó varios latidos de corazón en darse cuenta de lo que significaba. Su corazón sufrió un espasmo y empezó a latir con la fuerza de un martillo.

—No se detuvo —dijo Hedrigall—. El avanc no estaba frenando su marcha. El avanc estaba acelerando. Estábamos a quince kilómetros de distancia y luego a diez y luego a cinco y la ciudad no se paraba y ni siquiera frenaba. El mundo estaba inclinado, como en escorzo… el horizonte se encontraba apenas a unos cientos de metros de distancia y se estaba aproximando y Armada estaba acelerando. Entonces empecé a sentir pánico —no había emoción alguna en la voz de Hedrigall, como si se le hubiese secado en el mar—. Empecé a lanzar las bengalas, tratando de advertiros de algo que ya debíais de saber. Supongo… supongo que entonces sí que hubo pánico. No lo sé, no podía verlo. Puede que todos estuvieseis hipnotizados, con los ojos vidriosos y sin daros cuenta de nada. Pero apuesto a que no fue así. Apuesto a que hubo pánico, mientras el fin del mundo se os echaba encima. Mientras mis bengalas ardían sobre vuestras cabezas, ignoradas. Cuatro kilómetros, tres. Me quedé inmóvil durante mucho rato. Paralizado. El viento del sur era muy fuerte, de modo que el
Arrogancia
estaba perdiendo altitud, alejándose de la Cicatriz como si estuviera asustado, tan asustado como yo. Eso me despertó.

—¿Quién sabe qué ocurrió? Puede que lo averiguaseis antes de morir. Yo no estaba allí. Puede que fuera el avanc. Puede que, tras semanas de obediencia, lograra liberarse de los impulsos con que lo estaban alimentando. Puede que alguna espina que se suponía que debía estar clavada en su cerebro se partiera y la bestia despertara, confundida y enfurecida y empezase a tirar para liberarse y os arrastrara con ella. Puede que los motores de leche de roca fallasen. Puede que alguna posibilidad brotase de la Cicatriz, la
posibilidad
de que los motores no funcionasen. Solo los dioses saben qué ocurrió. Cuando miré abajo, vi una flotilla de pequeños barcos que se hacía a la mar en los lindes de la ciudad y minúsculas tripulaciones enfebrecidas que remaban y largaban velas tratando de alejarse. Pero tenían al mar en contra y pude ver que sus velas se hinchaban en todas direcciones. Los botes salvavidas, los yates, los pequeños esquifes, empezaron a arremolinarse en aquellas aguas y a dar vueltas a la ciudad, arrastrados hacia el norte a pesar de todos sus esfuerzos. Las corrientes y las olas los empujaban como si estuvieran hambrientas. Sólo pasaron unos minutos antes de que el primero de ellos llegara a la Cicatriz. Observé cómo giraba aquella pequeña lancha mientras se aproximaba al borde y vi unas motas que supongo eran sus tripulantes arrojarse al mar y entonces la popa de la embarcación se inclinó de repente y desapareció. En aquel vacío. Había un reguero entero de ellos, pequeños barcos que salpicaban el mar entre la ciudad y la Cicatriz, deslizándose hacia el norte, hacia ella. Y también dirigibles. Una bandada de ellos, tratando de despegar. Los hombres y las mujeres se colgaban de ellos tratando de subir a bordo, aferrados a sus cabos. Sobrecargados, sobrevolaban la ciudad y caían al mar, donde las corrientes los atrapaban, desperdigaban a sus tripulantes y los hacían girar como ballenas muertas en dirección a la Cicatriz.

—Armada empezó a girar, lentamente. El horizonte se sacudía y se escoraba mientras la ciudad daba vueltas en el agua en el sentido de las agujas del reloj. Apenas estábamos a un kilómetro de distancia y se me enfrió la mente y supe de repente lo que tenía que hacer. Corrí hasta la bodega de carga del
Arrogancia
y me asomé por la escotilla. Cogí mi arco hueco y me coloque en equilibrio en el extremo de las compuertas y disparé al cabo que me mantenía amarrado. Era grueso como un muslo y lo tenía a diez metros de distancia, pero se zarandeaba como una serpiente pitón. Tenía seis chakris. Tres de ellos fallaron, fallaron por mucho. El cuarto acertó pero no con claridad. El quinto volvió a fallar por mucho y no me quedaba más que una posibilidad. Pero a pesar de que soy buen tirador y mi pulso se había calmado, fallé. Y supe que estaba muerto. Dejé caer el arco hueco, sintiendo los dedos gruesos y estúpidos, y me aferré a las barras del borde de la escotilla. No podía hacer nada más que mirar. Sentía el azote del viento contra el rostro y vi que el cabo empezaba a deshilacharse, pero demasiado despacio como para que pudiera salvar la vida.

—Los tejados, las tejas, las torres, los aerotaxis, los monos, frenéticos con un miedo que no comprendían, los ciudadanos que corrían estúpidamente de un lado a otro como si pudiesen salvarse en algún lugar. Lo vi todo con mi telescopio. Me pregunto como eran las cosas bajo el mar. Me pregunto cómo estaban actuando Juan el Bastardo, las jaibas y los tritones. Puede que sigan vivos, ¿quién sabe? Puede que lograran escapar a nado. Puede que abandonaran la ciudad mientras ésta se precipitaba hacia su fin.

—La plataforma
Sorghum
, el
Grande Oriente
y yo fuimos los primeros en llegar al borde. El viento cambió un momento y el
Arrogancia
flotó sobre los acantilados de agua y yo me asomé al abismo. El tiempo discurría muy despacio mientras el
Arrogancia
pasaba sobre la Cicatriz. Apenas fueron un puñado de segundos, pero duraron muchísimo.

—Sobrevolé el borde del mar y miré hacia abajo, más allá de mis rodillas, que colgaban del borde de la escotilla, a las aguas. Eran vertiginosas. El sol incidía en ángulo sobre la superficie del mar, filtrado y refractado por las olas, antes de volver a salir por la cara vertical. Podía ver peces más grandes que yo que asomaban la nariz por la cara que se encontraba con el aire, a varias decenas de metros por debajo de la superficie. Estaba bañada de luz. Debía de haber una ecología completa alrededor de los bordes de la cicatriz. Incluso a tres o cuatro kilómetros de profundidad, donde la presión es implacable, las aguas están iluminadas por el sol. Aquel acantilado de agua, colores y formas moviéndose estrato tras estrato, se extendía hasta kilómetros de profundidad. Su magnitud era demasiado para mí. Y luego el barro. La veía, una capa de barro, negra en el fondo del mar. Y después la roca, roca que se extendía durante tantos kilómetros que empequeñecía la capa de agua. Roca roja y negra y gris, abierta en canal, una cara suave y franca. Y muchos kilómetros más abajo un resplandor que se movía y ardía, visible de forma tenue desde tan lejos. Magma. Ríos de roca fundida, mareas geotérmicas. ¿Y luego? ¿Después de eso? Luego el vacío.

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