La cicatriz (75 page)

Read La cicatriz Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Habéis cazado en las corrientes. Como parásitos aferrados a los vientres de nuestros atacantes habéis llegado y luego os habéis soltado en el fragor de la batalla y habéis recogido cuerpos entre los muertos y los moribundos
.

Y entonces, ¿qué debería suponer? A escondidas, los habéis utilizado. Los habéis mantenido con vida, los habéis alimentado, les habéis proporcionado aire y los habéis interrogado (después de muertos, ¿no…? ¿estoy en lo cierto?). Habéis descubierto mucho (aterrorizados a las puertas de la muerte con voces atropelladas os lo han contado todo, inmóviles en el agua, atrapados bajo sus casas)
.

Sólo lleváis unos pocos días aquí y como los más sutiles de los espías lo habéis averiguado casi todo sobre este lugar
.

Por esa razón (¿es eso lo que dices?) por esa razón habéis venido a mí
.

A un mundo de distancia alguien robó algo de una de vuestras torres, algo precioso y único que querríais recuperar. Os ha eludido durante cientos de kilómetros, a lo largo de continentes enteros hasta llegar a este lugar, hasta mi ciudad. Y habéis tardado mucho pero ese alguien era un necio optimista si creía que lo dejaríais escapar
.

Lo seguisteis. Habéis encontrado su casa
.

Pero se han producido conmociones entre los suelos que hay sobre vosotros mientras yacéis y esperáis y os preparáis y hacéis preguntas a quienes podéis raptar en las cubiertas de Armada. Y, por muy astutos y feroces que seáis y por mucho que no conozcáis el miedo, hay demasiados, nunca podríais acabar con toda la ciudad. Si salís del agua dejaréis de ser invisibles y os cazarán
.

No podéis encontrar a vuestra presa. Ha desaparecido. Y no devolverá lo que ha robado, no voluntariamente, no sin terror. Y si os dirigierais a los amos de la ciudad y ellos decidieran no ayudaros, habríais jugado vuestra mano y no podríais hacer nada contra ellos si se volvieran contra vosotros. No sois tantos. No podéis librar una guerra. No podéis buscar a ése que ha huido de vosotros
.

No sin ayuda
.

¿Por qué has venido a mí?

Vástago de las profundidades, ¿por qué has venido a mí?

Vienes aquí matas a mis ciudadanos y te presentas ante mí, el Brucolaco, con el descaro de un chantajista. ¿Cómo sabes que no os destruiré?

Entiendo
.

Oh, eres magnífico, eres un espía prodigioso. Me asombras y me asombra lo que has logrado descubrir en estos pocos días y noches. Déjame

ahora

que incline la cabeza ante ti
.

¿Hay algo que no hayas descubierto? ¿Algo que no sepas?

Has venido a mí porque sabes que estoy furioso
.

Sabes lo que los Amantes han traído. Hasta puede que sepas a dónde vamos
.

Sabes que yo no lo acepto. Que soy el único poder que se opone a ellos
.

Quizá sepas que estoy considerando la posibilidad de amotinarme
.

¿Es que habéis oído mi nombre, repetido una vez tras otra? Estoy seguro de que eso es lo que ha ocurrido. Sabéis que soy el ser más poderoso de este lugar que se resiste, que está enfurecido, que desearía que las cosas fueran diferentes
.

Sabéis que se me puede comprar
.

¿Qué es lo que propones
, hakenmann
[1]
?

Hay cosas que nadie más que vosotros podría hacer. Cosas que podrían inclinar el fiel. Que podrían crear nuevas circunstancias. Cambiar fuerzas, forzar cambios. Crear hechos
.

Chitón. Dejad que os diga cómo será. Lo que vais a hacer, lo que yo voy a hacer. Os ayudaré a encontrarlo y esto es lo que haréis por mí. Y os diré dónde está vuestra presa. Ahora, ¿podemos empezar a trazar planes?

Sin descanso
.

Debemos terminar. ¿Veis allí? Tenemos unos minutos para terminarlo
.

El cielo no está aún iluminado
.

Séptima Parte
El vigía
41

Mientras Armada se movía en dirección norte atravesando unos frentes templados tan apacibles que parecía como si el clima estuviera esperando a que ocurriera algo y mientras esta expectación se comunicaba a la ciudadanía, Bellis yacía en cama, presa de una fiebre pegajosa.

Pasó dos días sin pensar nada. Se consumía en temperaturas tan altas como para preocupar a sus enfermeras, mientras sufría delirios aterradores que le hacían gritar y que luego nunca recordaba. El avanc continuaba arrastrando la ciudad a paso firme, no rápido pero sí mucho más rápido de lo que la ciudad hubiera viajado jamás. Las formas de las olas cambiaban con las corrientes.

(Tanner Sack es más fuerte que Bellis. Se lo han entregado a Shekel para que lo cuide y el muchacho llora de preocupación por él, lo abraza y lo aprieta y solloza un ataque de aliviada miseria al ver los andares penosos de Tanner. Éste lanza un chillido cuando las manos de Shekel aprietan su espalda lacerada y sus dos voces se mezclan antes de que Shekel lleve a Tanner a donde Angevine lo espera
.


¿Pero qué te han hecho?

solloza Shekel repetidamente
—.
¿Por qué?

y Tanner lo consuela y dice con la voz quebrada que había buenas razones y que no quiere hablar de ello, que ya ha terminado
.

Estos son días trascendentales, se toman grandes decisiones. Hay asambleas en las que se habla de la guerra y de la historia de la ciudad y del avanc y del clima y del futuro
.

Bellis no sabe nada de ello)
.

Días más tarde, casi ya sin fiebre, Bellis Gelvino se incorporó. Comió y bebió sin ayuda, aunque el violento temblor de sus dedos hizo que derramara buena parte de la comida y el agua. Al moverse, tuvo que morderse el labio para contener el dolor. No sabía que todos los centinelas del pasillo estaban acostumbrados ya a sus gritos.

Dos días más tarde despertó y se desperezó con los movimientos lentos e inseguros de una anciana. Se arregló a medias el cabello y se cubrió con una camisa larga y sin forma.

La puerta no estaba cerrada. Ya no era una prisionera. Llevaba una semana sin serlo.

Había centinelas en el pasillo, en aquella profunda cubierta prisión del
Grande Oriente
y llamó a uno de ellos y trató de mirarle a los ojos.

—Me marcho a casa —le dijo y estuvo a punto de echarse a llorar al oír su propia voz.

Para consternación de Bellis, fue Uther Doul el que la ayudó a llegar a su casa. El
Cromolito
se encontraba sólo dos barcos a proa del
Grande Oriente
pero Doul la llevó en aerotaxi. Ella se sentó tan lejos de él como pudo, horrorizada por sentir que el miedo —que había desaparecido a lo largo de los meses, reemplazado por otras emociones— estaba regresando. Él la estudiaba sin dar señales de remordimiento.

No era
él
quien la había sentenciado, por supuesto. Pero cada vez que su mente regresaba a aquella prolongada, sangrienta, cruenta y dolorosa hora que había vivido una semana antes, llena con imágenes segmentadas de dolor y sus propios gritos, veía a Doul como lo que era, un agente de Armada, el poder que le había hecho aquello. Lo menos importante era la identidad del hombre que había empuñado el látigo.

Cuando entró en su habitación, Doul la siguió, llevando sus cosas. Lo ignoró. Moviéndose cuidadosamente, encontró un espejo.

Era como si la violencia se hubiera extendido y le hubiera destrozado la cara. Parecía desangrada. Las arrugas y patas de gallo que se habían ido marcando poco a poco a lo largo de más de diez años, se habían convertido de pronto en grietas como las heridas de las caras de los Amantes. Bellis se pasó una mano por las mejillas y los ojos con horror.

Un diente se le había partido y al tirar de él salieron algunos pedazos. Le había pasado al morder el pedazo de madera que le habían dado.

Se movió y la venda le rozó las costras de la espalda desollada y siseó de dolor.

Doul estaba detrás de ella, su presencia como una imperfección en el cristal. Quería que se marchase pero no era capaz de dirigirse a él. Paseó por toda la habitación con las piernas temblando. Sentía la gasa pegada a la espalda por culpa de las heridas abiertas.

Después de eso, el dolor de la espalda fue desagradable y constante pero no varió demasiado. Bellis lo trató como si fuera un ruido de fondo, lo ignoró hasta que se convirtió en una especie de molestia ajena a ella. Se detuvo en el umbral de la puerta y miró a su alrededor, a los aeróstatos y los pájaros, a las puertas de toda la ciudad que el viento azotaba con insistencia imbécil. Había hombres y mujeres trabajando furiosamente, igual que el primer día, cuando había abierto las cortinas del
Cromolito
y había contemplado su nueva ciudad.

Pero había algo nuevo, se percató poco a poco. El aire era diferente, el modo en que la ciudad se movía con las corrientes… el mismo mar. Los barcos que rodeaban Armada ya no marchaban siguiendo sus propias rutas en todas direcciones: la masa de embarcaciones (que aún mostraba las señales de la guerra) seguía a la ciudad en formación cerrada, como si tuviera miedo de perderla.

Había algo diferente en el mar.

Se volvió y miró a Doul.

—Eres libre —dijo éste, no sin dulzura—, y superflua. Hace tiempo que Krüach Aum no te necesita. Tendrás que curarte. Por el bien de la ciudad se ha suprimido toda la información referente al papel que has desempeñado en la reciente guerra. Estoy seguro de que en la biblioteca te readmitirán…

—¿Qué ha ocurrido? —dijo Bellis con la quejumbrosa ronquera que los latigazos y la enfermedad le habían dejado por voz—. Hay algo diferente… por todas partes.

—Hace dos días —dijo Doul— por lo que sabemos, atravesamos algo. Todo el mundo puede sentirlo. La flota… —señaló los navíos que seguían a la ciudad—. Están teniendo dificultades. Hay corrientes extrañas. Sus motores no son de fiar. Hemos salido del Océano Hinchado —dijo y la miró, impasible—. Éste —el rápido ademán de su brazo abarcó toda el agua, de horizonte a horizonte—, éste es el Océano Oculto.

Tan lejos de casa
…, pensó Bellis, sorprendida por aquella furia que sentía.
Cada vez me llevan más y más lejos, más y más lejos. Se salen con la suya
. Escuchó un zumbido en su interior.
Todo lo que hemos hecho, para bien o para mal, no ha servido de nada. Les ha sido tan fácil llevarnos aquí, hasta este puto fin de los mares que ningún barco puede cruzar. Allá vamos y mi hogar ha desaparecido
.

Hasta el pensar en los Amantes la asustaba: sus gimoteos de pasión, sus enfermizas, constantes e intensas profesiones de fidelidad. Estaba en su poder. Era allí donde ellos querían ir. Bellis había tratado de impedírselo y había fracasado.

—Así que nos han traído hasta aquí, ¿eh? —le dijo a Uther, fría. De repente volvía a no tenerle miedo. Levantó la barbilla—. Y yo sé lo que viene a continuación: la Cicatriz.

Si aquello lo había sorprendido, lo ocultó muy bien. Soportó su mirada sin que apareciera expresión alguna en su rostro.

De modo que Fennec fue demasiado lento con sus panfletos y rumores
, pensó.
Eso no significa que todo haya terminado, no significa que lo aceptemos
.

Cuando Shekel le abrió la puerta a Bellis, se la quedó mirando durante un largo y silencioso momento, presa de una confusión salvaje.

La había reconocido pero de repente tuvo la impresión de que se había equivocado. Era imposible que aquella señora pálida con un pelo negro seco y desparramado sobre la cara como césped viejo y cuya expresión sugería años de agonía, fuera Bellis Gelvino; debía de haber alguna mendiga derrengada con una cara parecida.

—Shekel —dijo ella con una voz que no podía creer que fuera la suya—, tienes que dejarme pasar. He de hablar con Tanner Sack.

Mudo y estupefacto, se apartó para dejarla pasar y ella estornudó y penetró en la sombra.

Tanner Sack se revolvió en su cama, musitó algo con la lengua espesa y la mirada soñolienta y entonces se incorporó como impulsado por un resorte y la sábana cayó al suelo. Señaló a Bellis.

—Saca a esa puta de aquí, Shekel —gritó—.
Saca
a esa puta de aquí…

—¡Escúchame! —dijo Bellis con una voz gutural y llena de urgencia—. Por favor…

—¡Me han
jodido entero
por escucharte, zorra! —Tanner estaba temblando de furia. Tras Bellis se escuchó el traqueteo de un motor que señalaba la llegada de Angevine.

—Tienes que escucharme —gruñó Bellis tratando de gritar—. Tú tienes amigos, hombre, puedes hacer correr la voz… —se interrumpió y se retorció de dolor al ponerle Angevine una mano en la espalda—. ¿Sabes adónde vamos? —logró decir—. ¿Sabes por qué estamos en este mar donde nada se mueve como debería?

Vio que Tanner miraba a Shekel y luego a Angevine y que todos ellos intercambiaban una mirada de vacía perplejidad.

—Escucha —gritó mientras Angevine la echaba en medio del coro final de las maldiciones de Tanner.

Cuando llegó a la biblioteca tras haber cruzado lentamente los puentes de la ciudad, la sangre le había empapado los vendajes y tenía la camisa manchada. Encontró la parte bombardeada del
Pincherman
, donde las bibliotecarias estaban recuperando los volúmenes que podían entre los escombros.

—¡Bellis! —Carrianne estaba estupefacta. Bellis volvía a sentir un leve delirio

—Tienes que escucharme ahora —murmuró.

Y de pronto volvían a estar fuera y el brazo de Carrianne estaba a su alrededor. protector. Bellis sentía un dolor espantoso y se encogía mientras le decía a su amiga

—Johannes. Lacrimosco. Carrianne, tienes que ayudarme a encontrar a
Johannes Lacrimosco

Carrianne asintió.

—Lo sé, Bellis —dijo—. Acabas de decírmelo.

Se encontraban en una habitación que Bellis no reconocía y de pronto en otra. Bellis estaba tan cansada que creía estar a punto de desvanecerse. Y Carrianne y ella pendían sobre la ciudad en el aire oscuro, mientras las luces de Armada se apagaban siguiendo un ritmo complejo. Bellis escuchó su propia voz varias veces aunque le sonó muy rara.

Sentía un dolor frío y extático y levantaba la mirada y se encontraba en su propia cama, en sus habitaciones de la chimenea y se le ocurrió (más como un salto de la imaginación que como un recuerdo) que Carrianne le había levantado las vendas de la espalda y le estaba aplicando ungüento. Bellis cerró los ojos. Oía algo, un sonido suave y repetitivo.

Other books

The Whitechapel Fiend by Cassandra Clare, Maureen Johnson
Red Moon by Ralph Cotton
The End of Magic by James Mallory
Fire Lake by Jonathan Valin
Northern Exposure: Compass Brothers, Book 1 by Mari Carr and Jayne Rylon
Sleep Talkin' Man by Karen Slavick-Lennard
King Dork Approximately by Frank Portman