La chica mecánica (19 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Otto frunce el ceño.

—Es lo único bueno que se puede decir de Carlyle. Si no estuviera tan empeñado en meterse en política, esto no habría pasado.

Quoile se encoge de hombros.

—No hay forma de saberlo.

—Pues yo estoy convencida —tercia Lucy—. Carlyle dedica la mitad de sus energías a quejarse de los camisas blancas y la otra mitad a congeniar con Akkarat. Es un mensaje del general Pracha a Carlyle y el Ministerio de Comercio. Nosotros solo somos las palomas mensajeras.

—Las palomas mensajeras están extinguidas.

—¿Te crees que nosotros no lo estaremos? El general Pracha estaría encantado de encerrarnos a todos y cada uno de nosotros en la prisión de Khlong Prem si creyera que así podría enviarle el mensaje adecuado a Akkarat. —La mirada de Lucy se posa en Anderson—. Qué callado estás, Lake. ¿Es que tú no has perdido nada?

Anderson sale de su ensimismamiento.

—Materiales de fabricación. Recambios para la línea. Ciento cincuenta mil billetes azules, probablemente. Mi secretario todavía está calculando los daños. —Mira a Quoile de soslayo—. Nuestras cosas estaban en tierra. No hay seguro que valga.

El recuerdo de su conversación con Hock Seng sigue siendo reciente. Hock Seng había jugado a la contra al principio, lamentándose por la incompetencia de los amarraderos, y terminó reconociendo que lo habían perdido todo, y que ni siquiera habían pagado todos los sobornos, para empezar. La confesión había sido dramática, casi histérica; al anciano le aterraba la posibilidad de quedarse sin trabajo y Anderson no había dejado de escarbar en sus miedos, humillándolo y gritándole, acobardándolo, recreándose en su incomodidad. Aun así, no puede evitar preguntarse si Hock Seng habrá aprendido la lección, o si volverá a las andadas. Anderson hace una mueca. Si no fuera porque el anciano le deja tanto tiempo libre para ocuparse de tareas más importantes, Anderson enviaría al viejo malnacido de regreso a las torres de los tarjetas amarillas.

—Te advertí que montar una fábrica ahí era absurdo —observa Lucy.

—Díselo a los japoneses.

—Eso es porque tienen acuerdos especiales con el palacio.

—A los chinos chaozhou tampoco les va mal.

Lucy tuerce el gesto.

—Llevan generaciones aquí. A estas alturas son prácticamente tailandeses. Puestos a comparar, nosotros seríamos más tarjetas amarillas que chaozhou. Los
farang
inteligentes saben que no conviene invertir demasiado en este lugar. La situación es demasiado volátil. Una reforma legislativa podría dar al traste con todo. U otro golpe de Estado.

—Todos jugamos con las cartas que nos tocan. —Anderson se encoge de hombros—. En cualquier caso, el sitio lo eligió Yates.

—A él también le advertí que era absurdo.

Anderson recuerda de qué modo se le iluminaba la mirada a Yates cuando imaginaba el potencial de una nueva economía internacional.

—Absurdo, no lo sé. Idealista, sin duda. —Apura la copa. No hay ni rastro del dueño del bar. Hace señas a los camareros, que deciden ignorarle. Al menos uno de ellos está durmiendo de pie.

—¿No te preocupa que te saquen de aquí como hicieron con Yates? —pregunta Lucy.

Anderson se encoge de hombros.

—Se me ocurren alternativas peores. El calor es asqueroso. —Se toca la nariz quemada por el sol—. Prefiero los páramos septentrionales.

Nguyen y Quoile, de tez morena, se ríen, pero Otto se limita a asentir con gesto fúnebre; la nariz pelada atestigua su incapacidad para adaptarse al abrasador sol ecuatorial.

Lucy saca una pipa y aparta un par de moscas antes de colocar sus artículos de fumador y una bolita de opio. Las moscas se alejan saltando, sin levantar el vuelo. Hasta los insectos parecen atontados por el calor. Al fondo de un callejón, junto a los escombros de una antigua torre de la Expansión, unos niños juegan cerca de una bomba de agua dulce. Lucy los observa mientras carga la pipa.

—Dios, cómo me gustaría volver a ser una cría.

Es como si todo el mundo se hubiera quedado sin fuerzas para mantener la conversación. Anderson saca la bolsa de
ngaw
de entre los pies. Coge uno y lo pela. Extrae el fruto translúcido del interior del
ngaw
y tira la cáscara velluda encima de la mesa. Se mete la fruta en la boca.

Otto ladea la cabeza, intrigado.

—¿Qué tienes ahí?

Anderson saca más
ngaw
de la bolsa y empieza a repartirlos.

—No estoy seguro. Los thais los llaman
ngaw
.

Lucy deja de prensar la pipa.

—Los he visto. Están por todo el mercado. ¿No tienen la roya?

Anderson niega con la cabeza.

—De momento no. La señora que los vendía me dijo que estaban limpios. Me enseñó los certificados.

Todos se ríen, pero Anderson combate su cinismo con un encogimiento de hombros.

—Los dejé reposar durante una semana. Nada. Están más limpios que el U-Tex.

Los demás siguen su ejemplo y comen la fruta. Ojos como platos. Sonrisas. Anderson abre bien la bolsa y la deja encima de la mesa.

—Adelante. Yo ya he comido demasiados.

Saquean la bolsa entre todos. En el centro de la mesa se forma una montaña de cáscaras. Quoile mastica, pensativo.

—Me recuerda un poco a los lichis.

—¿Sí? —Anderson refrena la curiosidad—. No había oído nada.

—Pues sí. He bebido algo que sabía parecido. La última vez fue en la India. En Calcuta. Un representante de ventas de PurCal me llevó a uno de sus restaurantes cuando empecé a interesarme por el contrabando de azafrán.

—Entonces, ¿crees que es un... lichi?

—Podría ser. Lichi se llamaba la bebida, según él. A lo mejor no tenía nada que ver con la fruta.

—Si se trata de un producto de PurCal, no entiendo cómo ha llegado hasta aquí —se extraña Lucy—. Deberían estar todos en Koh Angrit, en cuarentena mientras el Ministerio de Medio Ambiente busca diez mil impuestos diferentes que aplicarles. —Escupe el carozo en la palma de la mano y lo tira a la calle por el balcón—. Estoy aburrida de verlos por ahí. Tienen que ser productos locales. —Mete una mano en la bolsa y saca otro—. Aunque, ¿sabes a quién podrían interesarle? —Se reclina y, dirigiéndose a la penumbra del local, grita—: ¡Hagg! ¿Sigues ahí? ¿Estás despierto?

Ante el nombre que sale de sus labios, los demás se desperezan e intentan enderezarse, como niños pillados en falta por un padre estricto. Anderson reprime un escalofrío instintivo.

—Preferiría que no hubieras hecho eso —murmura.

Otto hace una mueca.

—Le daba por muerto.

—La roya no afecta a los elegidos, ¿no lo sabías?

Todo el mundo contiene una risita cuando una figura emerge de las sombras con paso pesado. Hagg tiene la cara colorada y perlada de sudor. Observa a la Falange con gesto solemne.

—Hola a todos. —Saluda a Lucy con la cabeza—. Así que sigues relacionándote con estos.

Lucy se encoge de hombros.

—Qué remedio. —Indica una silla con un ademán—. No te quedes ahí plantado. Tómate algo con nosotros. Cuéntanos alguna de tus historias. —Lucy enciende la pipa de opio y aspira el humo mientras el recién llegado coloca una silla a su lado y se sienta en ella, derrengado.

Hagg es un tipo robusto, metido en carnes. No por primera vez, Anderson piensa cuán interesante resulta que los sacerdotes grahamitas, de entre todos los de su especie, sean los únicos cuyos talles desbordan su perímetro natural. Hagg pide whisky con un gesto y sorprende a todos cuando un camarero aparece junto a él casi de inmediato.

—No hay hielo —anuncia el camarero a su llegada.

—No hay hielo, claro. Faltaría más. —Hagg sacude la cabeza con énfasis—. De todas formas, sería una lástima desperdiciar las calorías.

Cuando regresa el camarero, Hagg coge el vaso y se lo bebe de un solo trago. Encarga otro.

—Es agradable haber vuelto del campo —suspira—. Uno empieza a echar de menos los placeres de la civilización. —Brinda con ellos con la segunda copa y se la toma también de un trago.

—¿Hasta dónde has llegado? —pregunta Lucy con la pipa sujeta entre los dientes. Los efectos de la bolita quemada empiezan a vidriarle los ojos.

—Cerca de la antigua frontera con Birmania, en el paso de Tres Pagodas. —Hagg les dedica a todos una mirada severa, como si fueran culpables de los pecados que investiga—. Indagando en la propagación de los cerambicidos.

—Esa zona no es segura, por lo que tengo entendido —dice Otto—. ¿Quién es el
jao por
?

—Un tipo llamado Chanarong. No me dio ningún problema. Resulta mucho más fácil trabajar con él que con el Señor del Estiércol o con cualquiera de los pequeños
jao por
de la ciudad. No todos los padrinos están tan obsesionados con el dinero y el poder. —Hagg lanza una mirada mordaz por encima del hombro—. Para los que no estamos interesados en saquear el carbón, el jade o el opio del reino, el campo es un lugar perfectamente seguro. —Se encoge de hombros—. En cualquier caso, Phra Kritipong me invitó a visitar su monasterio. Para observar los cambios operados en la conducta del cerambicido. —Menea la cabeza—. La devastación es asombrosa. Bosques enteros en los que no queda ni una sola hoja. Kudzu, nada más. Los árboles más altos han desaparecido, hay troncos caídos por todas partes.

Eso despierta el interés de Otto.

—¿Se podría rescatar algo?

Lucy le mira asqueada.

—Estamos hablando de cerambicidos, idiota. Nadie quiere algo así aquí.

—¿Dices que te invitaron al monasterio? —pregunta Anderson—. ¿Pese a ser grahamita?

—Phra Kritipong es lo bastante sabio como para comprender que ni Jesucristo ni las Enseñanzas del Nicho son anatema para los de su clase. Los valores budistas y los grahamitas coinciden en muchos aspectos. Noé y el mártir Phra Seub son figuras totalmente complementarias.

Anderson reprime una risita.

—Si tu monje supiera cómo actúan los grahamitas en casa, lo vería de otra manera.

Hagg adopta una expresión agraviada.

—No predico el incendio de los cultivos. Soy un científico.

—No pretendía ofenderte. —Anderson coge un
ngaw
y se lo ofrece a Hagg—. Quizá te interese esto. Acabamos de descubrirlos en el mercado.

Hagg observa la fruta, sorprendido.

—¿El mercado? ¿Cuál?

—Están por todas partes —interviene Lucy.

—Aparecieron durante tu ausencia —explica Anderson—. Pruébalo, no están mal.

Hagg estudia atentamente la fruta.

—Extraordinario.

—¿Sabes qué son? —pregunta Otto.

Anderson pela otro
ngaw
para él, pero mientras lo hace, mantiene los oídos bien atentos. Jamás se le ocurriría preguntarle nada directamente a un grahamita, pero no le importa en absoluto que lo haga otro.

—Quoile cree que podría ser un lichi —explica Lucy—. ¿Tiene razón?

—No, no es un lichi. Eso seguro. —Hagg le da vueltas en la mano—. Creo que podría ser algo que los textos antiguos llamaban rambután. —Se queda pensativo—. Aunque, si no me falla la memoria, están emparentados de alguna manera.

—¿Rambután? —Anderson mantiene la expresión cordial y neutra—. Qué nombre más raro. Todos los thais lo llaman
ngaw
.

Hagg se come la carne y escupe el grueso carozo en la palma de la mano. Examina la semilla negra, mojada de saliva.

—Me pregunto si se reproducirá bien.

—Podrías ponerlo en una maceta, a ver qué pasa.

Hagg le lanza una mirada de irritación.

—Si no proviene de una fábrica de calorías, se reproducirá. Los thais no se dedican a la piratería estéril.

Anderson se ríe.

—No sabía que las fábricas de calorías desarrollaran frutas tropicales.

—Las piñas son suyas.

—Cierto. Se me había olvidado. —Anderson deja pasar un momento—. ¿Cómo sabes tanto de frutas?

—Estudié biosistemas y ecología en la nueva universidad de Alabama.

—Esa es la universidad grahamita, ¿verdad? Creía que ahí solo enseñaban a incendiar cultivos.

Los demás contienen el aliento ante la provocación, pero Hagg se limita a mirar fríamente a Anderson.

—No me pinches. No soy de esos. Si queremos restaurar el edén, necesitaremos los conocimientos del pasado para conseguirlo. Antes de venir aquí, pasé un año inmerso en el estudio de los ecosistemas del sudeste asiático anteriores a la Contracción. —Estira el brazo y coge otra fruta—. Esto debe de mortificar a las fábricas de calorías.

Lucy alarga una mano temblorosa hacia otro
ngaw
.

—¿Crees que podríamos llenar un clíper con estas bolitas y enviarlas al otro lado del charco? Ya sabes, como las fábricas de calorías pero al revés. Apuesto a que la gente pagaría una fortuna por ellas. Sabores nuevos y todo eso. Las venderíamos como artículos de lujo.

Otto niega con la cabeza.

—Tendrías que convencerles de que no están contaminadas de roya, la piel roja pondría nerviosa a la gente.

Hagg asiente.

—Mejor no seguir por ese camino.

—Pero las fábricas de calorías lo hacen —insiste Lucy—. Envían semillas y comida a donde les da la gana. Su ámbito es internacional. ¿Por qué no deberíamos intentar lo mismo?

—Porque contraviene las Enseñanzas del Nicho —le recuerda plácidamente Hagg—. Las fábricas de calorías ya tienen un lugar reservado en el infierno. No hay motivo para que quieras reunirte con ellas.

Anderson se carcajea.

—Venga ya, Hagg. Es imposible que estés tan en contra de la iniciativa empresarial. Lucy ha dado en el clavo. Incluso podríamos poner tu cara en los costados de las cajas. —Hace un signo de bendición grahamita—. Ya sabes, aprobado por la Santa Iglesia y todo eso. Tan seguro como SoyPRO. —Sonríe con malicia—. ¿Qué te parece?

—Jamás formaría parte de semejante blasfemia. —Hagg adopta una expresión iracunda—. La comida debería provenir de su lugar de origen y quedarse allí en vez de volar interminablemente de una punta a otra del planeta para conseguir un beneficio económico. Ya anduvimos por ese camino una vez, y nos llevó a la ruina.

—Más Enseñanzas del Nicho. —Anderson pela otro
ngaw
—. En alguna parte debe de haber un nicho para el dinero en la ortodoxia grahamita. A vuestros cardenales no se les marcan los huesos, precisamente.

—Aunque las ovejas se extravíen, las enseñanzas siguen siendo válidas. —Hagg se pone en pie de repente—. Gracias por la compañía. —Frunce el ceño en dirección a Anderson, pero estira el brazo por encima de la mesa y agarra otra fruta antes de irse.

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