Authors: Paolo Bacigalupi
—Y ahora tú te metes en la boca de la cobra con Comercio —lo reprende Kanya—. Tras el golpe del doce de diciembre, es como si el general Pracha y el ministro Akkarat estuvieran dando vueltas constantemente el uno alrededor del otro, buscando una nueva excusa para pelearse. Jamás dieron por zanjada su enemistad, y ahora tú has vuelto a enfurecer a Akkarat. La situación es más inestable que nunca.
—Bueno, siempre he sido demasiado
jai rawn
para mi propio bien. Chaya también se queja de lo mismo. Por eso te tengo cerca. No obstante, yo no me preocuparía de Akkarat. Echará espumarajos por la boca durante algún tiempo, pero se le pasará. Aunque no le guste, el general Pracha tiene demasiados aliados en el ejército como para intentar dar otro golpe de Estado. Con el primer ministro Surawong muerto, a Akkarat en realidad no le queda nada. Está solo. Sin megodontes ni tanques que respalden sus amenazas, por rico que sea Akkarat, en el fondo no es más que un tigre de papel. Le vendrá bien aprender esta lección.
—Es peligroso.
Jaidee la mira con gesto serio.
—Las cobras también. Y los megodontes. Y la cibiscosis. Estamos rodeados de peligros. Akkarat... —Jaidee se encoge de hombros—. En cualquier caso, ya es agua pasada. No puedes hacer nada por cambiarlo. ¿Para qué preocuparse ahora?
Mai pen rai
. Da igual.
—Aun así, deberías andarte con cuidado.
—¿Lo dices por el hombre de los amarraderos? ¿El que vio Somchai? ¿Te asustó?
Kanya se encoge de hombros.
—No.
—Qué sorpresa. A mí sí. —Jaidee observa a Kanya, preguntándose cuánto debería contarle, cuánto debería revelar sobre lo bien que conoce el mundo que le rodea—. Me da muy mala espina.
—¿En serio? —Kanya parece preocupada—. ¿Tienes miedo? ¿De un estúpido hombre solo?
Jaidee niega con la cabeza.
—No me asusta tanto como para correr a esconderme tras el
pha sin
de Chaya, pero así y todo, lo he visto antes.
—No me habías dicho nada.
—Al principio no estaba seguro. Ahora sí. Creo que trabaja para Comercio. —Hace una pausa, tanteando el terreno—. Creo que vuelven a andar tras mi pista. Quizá planeen otro intento de asesinato. ¿Qué te parece?
—No se atreverían a ponerte la mano encima. Su Majestad la Reina ha hablado a tu favor.
Jaidee se acaricia el cuello, allí donde la vieja cicatriz de una pistola de resortes destaca aún pálida contra la piel atezada.
—¿Ni siquiera después de lo que les hice en los amarraderos?
Kanya se pone rígida.
—Te pondré un guardaespaldas.
Jaidee se ríe de su ferocidad, al mismo tiempo que se siente enternecido y tranquilizado por ella.
—Eres muy considerada, pero contratar un guardaespaldas sería una tontería. Todo el mundo sabría que se me puede intimidar. Eso no es propio de un tigre. Ten, prueba esto. —Echa más
plaa
con cabeza de serpiente en el plato de Kanya.
—Estoy llena.
—No seas tan remilgada. Come.
—Deberías tener un guardaespaldas. Por favor.
—Confío en ti para guardarme las espaldas. Debería ser más que suficiente.
Kanya se encoge. Jaidee sonríe ante su turbación. «Ah, Kanya. Hay decisiones que todos debemos afrontar en la vida. Yo he tomado las mías. Pero tú tienes tu propio
kamma
», piensa.
—Venga, come un poco más —insiste con delicadeza—, te estás quedando muy flaca. ¿Cómo quieres encontrar una amiga especial si estás hecha un saco de huesos?
Kanya aparta el plato.
—Últimamente parece que me lleno enseguida.
—La gente se muere de hambre por todas partes, y tú no puedes comer.
Kanya pone mala cara y coge un trocito de pescado con la cuchara.
Jaidee menea la cabeza y deja los cubiertos encima de la mesa.
—¿Qué pasa? Estás más apagada de lo normal. Me siento como si acabara de meter a uno de tus hermanos en una urna funeraria. ¿Qué te preocupa?
—No es nada. De verdad. Es solo que no tengo hambre.
—Hable, teniente. Quiero una respuesta sincera. Es una orden. Eres buen oficial. No puedo verte con esa cara tan larga. No me gusta que mis soldados anden por ahí con el ánimo por los suelos, ni siquiera los de Isaán.
Kanya hace una mueca. Jaidee observa a su teniente, que recapacita lo que va a decir a continuación. Se pregunta si él ha sido alguna vez tan diplomático como esta mujer. Lo duda. Siempre ha sido demasiado impulsivo, demasiado proclive a sulfurarse. No como Kanya, tan taciturna, tan
jai yen
en todo momento. En absoluto
sanuk
, pero sin duda
jai yen
.
Aguarda, creyendo que por fin va a escuchar su historia, la historia completa en toda su dolorosa humanidad, pero cuando Kanya reúne por fin las palabras, le sorprende. Habla casi en susurros. Con tanto reparo que le cuesta expresar sus pensamientos en voz alta.
—Algunos de los muchachos se quejan porque no aceptas bastantes regalos de buena voluntad.
—¿Cómo? —Jaidee se echa hacia atrás, la mira con los ojos como platos—. Nosotros no entramos en ese juego. Somos distintos del resto. Y estamos orgullosos de ello.
Kanya se apresura a asentir con la cabeza.
—Y los periódicos y las circulares te adoran por eso. Igual que el pueblo.
—¿Pero?
La melancolía vuelve a cincelarse en los rasgos de Kanya.
—Pero ya no vas a recibir más ascensos. Los hombres leales a ti no se benefician de tu mecenazgo, y eso les descorazona.
—¡Pero mira lo que hemos conseguido! —Jaidee da unas palmaditas a la bolsa de dinero confiscada en el clíper que sujeta entre las piernas—. Todos saben que recibirán ayuda si precisan cualquier cosa. Hay más que suficiente para quienes lo necesiten.
Kanya clava la mirada en la mesa.
—Algunos dicen que te gusta quedarte con el dinero —murmura.
—¿Qué? —Jaidee se queda contemplándola fijamente, estupefacto—. ¿Tú también lo crees?
Kanya se encoge de hombros, compungida.
—Claro que no.
Jaidee sacude la cabeza a modo de disculpa.
—No, claro que no. Has sido una buena chica. Has hecho grandes cosas aquí. —Sonríe a su teniente, prácticamente abrumado de compasión por la joven que un buen día se presentó ante él en los huesos, idolatrándolo desde sus tiempos de campeón, ardiendo en deseos de emularlo.
—Hago lo que puedo por acallar los rumores, pero... —Kanya vuelve a encogerse de hombros, abatida—. Los cadetes se quejan de que servir a las órdenes del capitán Jaidee es como morir de hambre por culpa de las lombrices
akah
. Uno trabaja y trabaja y se va quedando cada vez más delgado. Los chicos tienen buena fe, pero no pueden evitar avergonzarse al comparar sus uniformes raídos con las relucientes galas de sus camaradas. Cuando deben montar en bicicleta de dos en dos, mientras sus camaradas viajan en ciclomotores de muelles percutores.
Jaidee exhala un suspiro.
—Todavía recuerdo cuando los camisas blancas eran queridos.
—Todo el mundo necesita comer.
Jaidee suspira de nuevo. Saca la bolsa de entre las piernas y se la ofrece a Kanya.
—Coge el dinero. Repártelo entre ellos a partes iguales. Por su valentía y por el trabajo duro de ayer.
La teniente le lanza una mirada de sorpresa.
—¿Estás seguro?
Jaidee se encoge de hombros y sonríe, disimulando la desilusión que lo embarga, sabiendo que esta es la medida más acertada, y no obstante entristecido lo indecible por ello.
—¿Por qué no? Como tú misma has dicho, los chicos tienen buena fe. Y no es que los
farang
y el Ministerio de Comercio estén pasándolo precisamente bien en estos momentos. Hicieron un buen trabajo.
Kanya ensaya un
wai
hondo y respetuoso, agachando la cabeza, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente.
—Bah, déjate de pamplinas. —Jaidee echa más sato en el vaso de Kanya, terminando así la botella—.
Mai pen rai
. Da igual. Son simples detalles. Mañana habrá nuevas batallas que librar. Y necesitaremos hombres leales que nos sigan. ¿Cómo vamos a derrotar a los AgriGen y a los PurCal del mundo si no damos de comer a nuestros amigos?
—He perdido treinta mil.
—Yo cincuenta —murmura Otto.
Lucy Nguyen fija la mirada en el techo.
—¿Uno ochenta y cinco? ¿Seis?
—Cuatrocientos. —Quoile Napier deja el vaso de sato caliente encima de la mesita—. El puñetero dirigible de Carlyle me ha costado cuatrocientos mil billetes azules.
La mesa entera enmudece, asombrada.
—Jesús. —Lucy, embotada por el alcohol a media tarde, endereza la espalda en la silla—. ¿Qué querías introducir, semillas resistentes a la cibiscosis?
Los contertulios están repantigados en la galería de sir Francis Drake, los cinco juntos, la «Falange Farang», como los ha bautizado Lucy, con la mirada perdida en la abrasadora sauna de la estación seca, aletargados por la bebida.
Anderson se recuesta con ellos, escuchando a medias sus protestas formuladas con voz pastosa mientras da vueltas en la cabeza al problema de los orígenes del
ngaw
. Hay otra bolsa de fruta entre sus pies, y no puede por menos de pensar que la solución del misterio está cerca; tan solo necesita una pizca de ingenio para dar con ella.
Ngaw
: aparentemente inmune a la roya y la cibiscosis, incluso después de sufrir una exposición directa; evidentemente resistente al gorgojo modificado nipón y a la abolladura, de lo contrario jamás se hubiera desarrollado. Un producto perfecto. Fruto del acceso a un material genético distinto del que utilizan para sus experimentos AgriGen y los demás fabricantes de calorías.
En algún rincón de este país hay un banco de semillas oculto. Miles, quizá cientos de miles, de simientes cuidadosamente conservadas, un cofre del tesoro repleto de diversidad biológica. Cadenas de ADN infinitas, cada una de ellas con su propia aplicación potencial. Y de esta mina de oro, los tailandeses están extrayendo respuestas a los principales obstáculos para su supervivencia. Con acceso al banco de semillas thai, Des Moines podría producir códigos genéticos durante generaciones, detener las mutaciones epidémicas. Seguir con vida un poco más.
Anderson se revuelve en el asiento, reprimiendo la irritación, enjugándose el sudor. Está tan cerca. Primero resucitan las solanáceas, y ahora el
ngaw
. Y Gibbons anda suelto por el sudeste asiático. Si no fuera por esa chica mecánica ilegal, él ni siquiera sabría que Gibbons había sobrevivido. El reino ha cosechado un éxito singular a la hora de conservar su seguridad operativa. Si pudiera estar seguro de la ubicación del banco de semillas, quizá fuera posible incluso realizar una redada... Han aprendido muchas cosas desde lo que pasó en Finlandia.
Al otro lado de la galería no se mueve ningún ser inteligente. Rutilantes perlas de sudor caen por el cuello de Lucy y le mojan la camisa mientras lamenta el estado de la guerra del carbón con los vietnamitas. No puede buscar jade si el ejército está ocupado disparando contra todo lo que se mueva. Quoile tiene las patillas empapadas. No se agita ni un soplo de aire.
La precaria estructura del bar está adosada como una costra al exterior de una torre de la Expansión desahuciada. Un cartel pintado a mano se apoya en una de las escaleras que conduce a la galería, con las palabras garabateadas: SIR FRANCIS DRAKE. El letrero es un añadido reciente, un homenaje a la decrepitud y el deterioro que lo rodean, obra de un puñado de
farang
empeñados en poner nombre a su entorno. Los desgraciados artífices del nombre desaparecieron en el interior del país hace mucho, devorados por la selva infestada de reescrituras de la roya o descuartizados en la maraña de frentes de la guerra por el carbón y el jade. El cartel persiste, no obstante, bien por parecerle gracioso al dueño, que ha adoptado el apelativo como sobrenombre, o bien porque nadie es capaz de reunir las fuerzas necesarias para darle una mano de pintura. Mientras tanto, se desconcha bajo el calor.
Con independencia de su origen, Drake se encuentra perfectamente situado entre los muelles de descarga del rompeolas y las fábricas. Sus destartalados escombros dan al hotel Victoria, al otro lado de la calle, por lo que la Falange Farang puede beber hasta perder el sentido y ver si arriba algún extranjero interesante a sus costas.
Hay otros abrevaderos más humildes a disposición de los marineros que consiguen superar la aduana, la cuarentena y la limpieza a fondo, pero es aquí, con los ondeantes manteles blancos del Victoria a un lado de la avenida empedrada y las ruinas de bambú del sir Francis al otro, donde terminan recalando todos los extranjeros que se instalan en Bangkok, sea por el tiempo que sea.
—¿Qué querías introducir? —insiste Lucy, alentando a Quoile a explayarse sobre sus pérdidas.
Quoile se inclina hacia delante y baja la voz, animándolos a todos a desperezarse.
—Azafrán. De la India.
Tras un momento de silencio, Cobb se echa a reír.
—La mercancía ideal para el transporte por aire. Se me tendría que haber ocurrido antes.
—Ideal para los dirigibles. Pesa poco. Más rentable que el opio y en alza —dice Quoile—. El reino todavía no ha descubierto cómo copiar las semillas, y todos los políticos y generales lo quieren en sus cocinas. Da mucho prestigio, si consiguen echarle el guante. Tenía importantes pedidos por adelantado. Iba a hacerme rico. Increíblemente rico.
—Entonces, ¿te has arruinado?
—Puede que no. Estoy negociando con Seguros Sri Ghanesa; quizá cubran una parte. —Quoile se encoge de hombros—. Bueno, el ochenta por ciento. Pero ¿qué pasa con todos los sobornos que hicieron falta para introducirlo en el país? ¿Con todas las propinas a los agentes de aduanas? —Arruga la frente—. Eso está completamente perdido. Aun así, espero salvar el pellejo.
»Hasta cierto punto, he tenido suerte. El cargamento entra dentro de las cláusulas del seguro porque todavía estaba a bordo del dirigible de Carlyle, nada más. Tendría que brindar porque ese condenado piloto se ahogara en el océano. Si hubieran descargado la mercancía y los camisas blancas la hubieran quemado en tierra firme, se podría calificar de contrabando, en cuyo caso me vería en la calle con los mendigos
fa’gan
y los tarjetas amarillas.