La chica mecánica (8 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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«Tan cerca», piensa.

Los planos están ahí mismo. A escasos centímetros. Los ha visto desplegados. Las muestras de ADN de las algas modificadas, sus mapas del genoma en cubos de datos en estado sólido. Las instrucciones para desarrollar y procesar la espuma resultante en lubricantes y polvo. Los requisitos de forjado necesarios para que el filamento de los muelles percutores acepte los nuevos revestimientos. La próxima generación del almacenamiento de energía al alcance de la mano. Y con ella, la esperanza de resurrección para él y su clan.

Yates farfullaba y bebía, y Hock Seng le llenaba el vaso de
baijiu
y escuchaba sus desvaríos mientras cultivaba su confianza y su dependencia. Más de un año. Y todo en vano. Ahora solo queda esta caja fuerte que no puede abrir porque Yates cometió la estupidez de incurrir en la ira de los inversores, y fue demasiado incompetente para conseguir que su sueño fructificara.

Nuevos imperios aguardan a ser construidos; lo único que tiene que hacer Hock Seng es llegar hasta esos documentos. Solo posee copias incompletas de cuando solían estar a la vista de todos, desparramados encima de la mesa de Yates, antes de que el necio borracho comprara la condenada caja fuerte para el despacho.

Ahora hay una llave y una combinación, y una pared de hierro entre los planos y él. La caja fuerte es de buena calidad. Hock Seng está familiarizado con ellas. Se beneficiaba de su robustez cuando también él era un pez gordo y tenía documentos que debía proteger. Es irritante (quizá lo más irritante de todo) que los diablos extranjeros se valgan de la misma marca de caja fuerte que usaba él en su imperio comercial en Malasia: YingTie. Una herramienta china, pervertida con fines extraños. Se ha pasado días mirando fijamente esa caja fuerte. Meditando sobre los conocimientos que alberga...

Hock Seng ladea la cabeza, contemplativo de repente.

«¿La has cerrado, señor Lake? Con tanta emoción, ¿no se te habrá olvidado quizá volver a cerrarla?»

Los latidos de Hock Seng se aceleran.

«¿Habrás tenido un descuido?»

El señor Yates los tenía a menudo.

Hock Seng intenta refrenar la emoción. Renquea hasta la caja fuerte. Se yergue ante ella. Un altar, un objeto de culto. Un monolito de acero forjado, inmune a todo salvo la paciencia y las brocas de diamante. Todos los días se sienta enfrente de ella, siente que se ríe de él.

¿Podría ser así de sencillo? ¿Es posible que al señor Lake se le olvidara cerrarla en medio de la confusión?

Hock Seng estira el brazo, vacilante, y apoya la mano en la palanca. Contiene el aliento. Reza a sus antepasados, reza a Phra Kanet, el protector de los thais que aparta los obstáculos con su cabeza de elefante, a todos los dioses que conoce. Empuja la palanca.

Mil
jin
de acero empujan en dirección contraria, oponiéndose a la presión con todo su ser.

Hock Seng deja escapar el aire y retrocede, obligándose a reprimir la desilusión que lo embarga.

Paciencia. Todas las cajas fuertes tienen una llave. Si el señor Yates no hubiera sido tan incompetente, si no se las hubiera apañado para enfurecer a los inversores, habría sido la llave perfecta. Ahora tendrá que ser el señor Lake.

Cuando el señor Yates instaló el depósito, bromeó diciendo que había que poner las joyas de la familia a buen recaudo, y se rió. Hock Seng se obligó a asentir con la cabeza, hizo un
wai
y sonrió, pero solo podía pensar en lo valiosos que eran los planos, y en lo estúpido que había sido al no copiarlos antes, cuando estaban al alcance de cualquiera.

Ahora Yates ya no está, y en su lugar hay un demonio nuevo. Un verdadero demonio de ojos azules y cabellos dorados, tan severo como blando era Yates. Esta peligrosa criatura que controla todo cuanto hace Hock Seng, complicándolo todo, a la que habrá que convencer de alguna manera para que revele los secretos de su empresa. Hock Seng frunce los labios. «Paciencia. Debes tener paciencia. El diablo extranjero cometerá un error tarde o temprano.»

—¡Hock Seng!

Hock Seng se va hasta la puerta y con un gesto indica al señor Lake que ya va, pero en vez de bajar inmediatamente por la escalera, se dirige a su santuario.

Se postra ante la efigie de Kuan Yin y reza para que se apiade de él y de sus antepasados. Para que le dé una oportunidad de redimirse a él y a su familia. Bajo la dorada representación de la buena suerte, suspendida boca abajo para que esta llueva sobre él, Hock Seng coloca arroz U-Tex y corta una naranja sanguina. El jugo se derrama por su brazo; la fruta está madura, libre de contaminación, y es cara. Uno no puede ser tacaño con los dioses; les gusta la carne, no el hueso. Enciende el incienso.

Mientras el humo se eleva en el aire asfixiante, inundando el despacho una vez más, Hock Seng reza. Reza para que no cierre la fábrica, y para que sus sobornos transporten sin contratiempos los nuevos componentes de la cadena a través del telón de bambú. Para que el diablo extranjero del señor Lake pierda la cabeza y confíe demasiado en él, y para que la condenada caja fuerte se abra y le desvele sus secretos.

Hock Seng reza para que le sonría la suerte. Hasta un viejo chino tarjeta amarilla lo necesita de vez en cuando.

3

Emiko moja los labios en el whisky, deseando estar ebria, mientras espera a que Kannika le indique que ha llegado el momento de la humillación. Una parte de su ser sigue rebelándose, pero el resto (la parte que está sentada con la diminuta chaquetilla que le deja el torso al descubierto, la ceñida falda
pha sin
y un vaso de whisky en la mano) no tiene fuerzas para oponer resistencia.

Se pregunta entonces si no será al revés, si no es posible que la parte que pugna por conservar un ápice de dignidad sea la misma que busca destruirla. Si no es posible que su cuerpo, esta colección de células y ADN manipulado (con sus propias necesidades, más poderosas y prácticas), sea el verdadero superviviente: el único con voluntad.

¿No es ese el motivo de que esté aquí sentada, escuchando la cadencia de las porras contra la carne y los alaridos de
pi klang
mientras las chicas se retuercen bajo las luciérnagas, incitadas por los gritos de los hombres y de las putas? ¿Es porque carece de la voluntad necesaria para morir? ¿O porque es demasiado obstinada para consentirlo?

Raleigh sostiene que todo llega en ciclos, como la subida y la bajada de las mareas en las playas de Koh Samet, o la subida y la bajada de una polla ante una chica bonita. Raleigh pega palmaditas en las nalgas desnudas de las muchachas, se ríe con los chistes de la última oleada de
gaijin
y le dice a Emiko que por raro que sea lo que quieran hacer con ella, el dinero es el dinero, y no hay nada nuevo bajo el sol. Y quizá tenga razón. Raleigh no le pide nada que no se haya pedido ya antes. Ninguno de los castigos que sea capaz de imaginar Kannika para lastimarla y hacerle llorar será realmente innovador. Solo que los alaridos y los gemidos esta vez escapan de una chica mecánica. En eso, al menos, radica la novedad.

«¡Mirad! ¡Es casi humana!»

Gendo-sama decía que era más que humana. Le acariciaba el pelo negro después de hacer el amor y decía que le parecía una lástima que los neoseres no fueran más respetados, y más todavía que sus movimientos jamás fueran fluidos. Pero aun así, ¿acaso no gozaba de una vista y una piel perfectas, de unos genes resistentes al cáncer y a todas las enfermedades? ¿Quién era ella para quejarse? Al menos su cabello no encanecería nunca, ni envejecería tan deprisa como él, pese a todas las operaciones, las pastillas, los ungüentos y las hierbas que lo mantenían joven.

Una vez, mientras le atusaba el pelo, había dicho:

—Eres preciosa, aunque seas un neoser. No te avergüences.

Y Emiko se había acurrucado en sus brazos.

—No. No me avergüenzo.

Pero eso había sido en Kioto, donde los neoseres eran algo común, donde cumplían una función y a veces eran respetados. No eran humanos, sin duda, pero tampoco constituían la amenaza que denunciaban los integrantes de esta cultura básica y salvaje. Sin duda no eran los demonios contra los que advertían los grahamitas desde sus púlpitos, ni las criaturas impías escapadas del infierno que se imaginaban los monjes budistas de los bosques, incapaces de conseguir un alma o un lugar en los ciclos del renacimiento y la lucha por el nirvana. Ni la afrenta al Corán que creían los pañuelos verdes.

Los japoneses eran pragmáticos. Una población envejecida necesitaba mano de obra joven en todas sus variantes, y si esta provenía de los tubos de ensayo y se criaba en guarderías especiales, no era ningún pecado. Los japoneses eran pragmáticos.

«¿Por eso ahora estás aquí sentada? ¿Por el pragmatismo exacerbado de los japoneses? Aunque te parezcas a ellos, aunque hables su idioma, aunque Kioto sea el único hogar que conoces, no eras japonesa.»

Emiko apoya la cabeza en las manos. Se pregunta si encontrará una cita, o si se quedará sola al final de la noche, y se pregunta también si sabe lo que prefiere.

Raleigh dice que no hay nada nuevo bajo el sol, pero esta noche, cuando Emiko indicó que ella era un neoser, y que los neoseres no existían antes, Raleigh se echó a reír, y respondió que tenía razón y que era especial y que, quién sabe, quizá eso significara que todo era posible. A continuación le dio una palmada en el trasero y le ordenó que subiera al escenario y demostrara lo especial que iba a ser esa noche.

Emiko acaricia con los dedos la humedad de los anillos de la barra. Las cervezas calientes exudan aros viscosos, tan viscosos como las chicas y los clientes, tan viscosos como su piel cuando la unta de aceite hasta dejarla resplandeciente, para que sea tan suave como la mantequilla cuando la toque algún hombre. Tan suave como pueda serlo la piel, y quizá más, pues aunque sus movimientos físicos sean titubeantes y entrecortados como el brillo de una bombilla estropeada, su piel es más que perfecta. Aun con su visión mejorada le cuesta distinguir los poros. Son tan pequeños. Tan delicados. Tan óptimos. Pero diseñados para Japón y el control climático de alguien adinerado, no para aquí. Aquí, hace demasiado calor y ella suda demasiado poco.

Se pregunta si tendría menos calor si se tratara de otra clase de animal, un cheshire peludo y sin mente, por ejemplo. No porque sus poros fueran más grandes y eficientes, menos dolorosamente impermeable su piel, sino sencillamente porque no tendría que pensar. No tendría por qué saber que había sido encerrada en esta envoltura perfecta y asfixiante por un científico engreído cuyos tubos de ensayo y mezclas de confeti de ADN posibilitaban que su piel fuera tan suave, y que le ardieran tanto las entrañas.

Kannika la agarra del pelo.

El inesperado asalto deja sin aliento a Emiko. Busca ayuda, pero ninguno de los clientes muestra el menor interés por ella. Todos observan a las chicas del escenario. Las compañeras de Emiko están atendiendo a los hombres, sirviéndoles whisky constantemente, apoyando las nalgas en sus regazos y pasándoles la mano por el pecho. En cualquier caso, tampoco le profesan ningún cariño. Ni siquiera las de naturaleza más bondadosa (las que tienen
jai dee
, quienes de alguna manera consiguen sentir afecto por una chica mecánica como ella) querrían salir en su defensa.

Raleigh está hablando con otro
gaijin
, sonriendo y bromeando con el hombre, pero sus ojos ancianos no se apartan de Emiko, atentos a su reacción.

Kannika le pega otro tirón.


¡Bai
!

Emiko obedece: baja del taburete de la barra y encamina sus pasos mecánicos a la tarima circular. Todos los hombres se ríen y señalan con el dedo a la chica mecánica japonesa de andares sincopados y antinaturales. Una rareza trasplantada de su hábitat natural, adiestrada desde su nacimiento para agachar la cabeza y hacer reverencias.

Emiko intenta distanciarse de lo que está a punto de suceder. Está entrenada para afrontar con frialdad este tipo de situaciones. Los responsables de la guardería donde fue creada y adiestrada no se hacían ilusiones sobre los múltiples usos que se le podrían dar a un neoser, por refinado que fuera este. Los neoseres sirven y no hacen preguntas. Se dirige al escenario con los pasos medidos de una cortesana elegante, con movimientos estilizados y estudiados, perfeccionados a lo largo de décadas para amoldarse a su herencia genética, para poner de relieve su belleza y su exotismo. Pero la multitud pasa por alto todo esto. Lo único que ven son movimientos entrecortados. Una broma. Un juguete extranjero. Una chica mecánica.

Le ordenan que se quite la ropa.

Kannika derrama agua encima de su piel aceitada. Emiko resplandece cubierta de gemas líquidas. Sus pezones se endurecen. Las luciérnagas reptan y se retuercen en lo alto, proyectando la luz fosforescente de su cópula. Los clientes se ríen de ella. Kannika le da una palmada en la cadera y hace que doble la cintura. Le azota el trasero hasta dejárselo enrojecido, le ordena que se incline un poco más, que se humille ante estos hombres insignificantes que se imaginan que forman la vanguardia de una nueva Expansión.

Los clientes ríen, agitan los brazos y apuntan con el dedo para pedir más whisky. Raleigh sonríe desde su rincón, el anciano tío entrañable, encantado de enseñar las costumbres del viejo mundo a estos recién llegados, a estos insignificantes empresarios que fantasean con beneficios multinacionales. Kannika indica por señas a Emiko que se arrodille.

Un
gaijin
con la barba negra y el intenso bronceado propio de los tripulantes de los clíperes observa a escasos centímetros de distancia. Emiko le mira a los ojos. Él redobla su escrutinio, como si estuviera examinando un insecto bajo la lupa: fascinado, y sin embargo también asqueado. Emiko siente el impulso de encararse con él, de obligarle a mirarla, a verla realmente en vez de limitarse a evaluarla como si fuera un pedazo de escoria genética. Pero en vez de eso se agacha y pega la frente a las tablas de teca, sumisa, mientras Kannika habla en tailandés y relata la historia de la vida de Emiko. Cuenta que una vez fue el juguete de un japonés adinerado. Que ahora es de ellos, para que se diviertan con ella o la rompan incluso si les apetece.

A continuación agarra un puñado de cabellos de Emiko y tira con fuerza. El cuerpo de Emiko se arquea con un jadeo. Atisba de reojo al hombre de la barba, que parece sorprendido por el repentino gesto de violencia, por la humillación. Un destello de la multitud. El techo con sus jaulas llenas de luciérnagas. Kannika continúa tirando hacia atrás, doblándola como un junco, obligándola a erguir los senos hacia el público, arqueándole la espalda más todavía, separándole los muslos mientras Emiko lucha por no caer de costado. Su cabeza toca la madera del escenario. Su cuerpo forma un arco perfecto. Kannika dice algo y los hombres se ríen. El dolor en el espinazo y el cuello de Emiko es extremo. Puede sentir los ojos de la multitud sobre ella, un ente físico, lúbrico. Se encuentra expuesta por entero.

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