Authors: Paolo Bacigalupi
El vello se eriza sobre su nuca mientras callejea entre el gentío iluminado por el sol. La mayoría de estas personas jamás la mirarían dos veces. La ventaja de esta actividad diurna es que la gente está demasiado atareada con su vida como para preocuparse por una criatura como ella, aunque sus extravagantes movimientos despertaran alguna sospecha. En la noche iluminada por las oscilantes llamas de metano verde hay menos ojos, pero son ojos ociosos, cargados de
yaba
o
lao-lao
, ojos con tiempo de sobra para fijarse en ella.
Una vendedora de brochetas de papaya con el sello del Ministerio de Medio Ambiente la observa con suspicacia. Emiko se obliga a no sucumbir al pánico. Sigue caminando con pasitos cortos, intentando convencerse de que su apariencia es excéntrica, más que genéticamente transgresora. El corazón martillea contra sus costillas.
«Demasiado rápido. Aminora. Tienes tiempo. No tanto como te gustaría, pero aun así, suficiente para hacer algunas preguntas. Despacio. Con paciencia. No te delates. No te recalientes.»
El sudor le empapa las palmas de las manos, la única parte de su cuerpo que parece estar realmente fresca a veces. Las mantiene extendidas como abanicos abiertos, intentando absorber la brisa. Se detiene junto a una bomba pública de agua para salpicarse la piel y beber a grandes sorbos, alegrándose de que los neoseres tengan poco que temer en cuestión de infecciones bacterianas o parasitarias. Su cuerpo constituye un huésped inhóspito. Al menos tiene esa ventaja.
Si no fuera un neoser, se limitaría a entrar tranquilamente en la estación de ferrocarril de Hualamphong, compraría el billete que le permitiría montar en un tren de muelles percutores y viajaría en él hasta los páramos de Chiang Mai, desde donde se adentraría en la espesura. Sería lo más fácil del mundo. En vez de eso, debe recurrir a la astucia. Las carreteras estarán vigiladas. Cualquier ruta que conduzca al nordeste y al Mekong estará atestada de soldados en tránsito entre la frontera oriental y la capital. Un neoser llamaría la atención, sobre todo porque algunos de ellos son modelos militares que a veces combaten a favor de los vietnamitas.
Pero hay otra manera. De su época con Gendo-sama recuerda que gran parte de las mercancías del reino viajan por el río.
Emiko camina por Thanon Mongkut, en dirección a los muelles y los diques, cuando se detiene en seco. Camisas blancas. Se pega a una pared mientras la pareja pasa de largo. Ni siquiera reparan en ella (su aspecto no tiene nada de extraordinario cuando no se mueve), pero aun así, en cuanto se pierden de vista, la asalta el impulso de correr a refugiarse en la torre. Allí, casi todos los camisas blancas están sobornados. Aquí... Se estremece.
Por fin se elevan frente a ella los almacenes y las plataformas de operaciones
gaijin
, los bloques comerciales de reciente construcción. Asciende por el rompeolas. Una vez en lo alto, el océano se extiende ante ella, un hervidero de clíperes que están siendo descargados, estibadores y culis cargados de cajas,
mahouts
que azuzan a sus megodontes para que redoblen sus esfuerzos mientras los palés que salen de los veleros se cargan en los enormes vagones con neumáticos de Laos que habrán de llevarlos a los almacenes. La escena está cuajada de recordatorios de la antigua vida de Emiko.
Una mancha en el horizonte señala la zona de cuarentena de Koh Angrit, donde los comerciantes
gaijin
y los empresarios agricultores se acuclillan entre montañas de calorías, todos ellos aguardando pacientemente a que se malogre alguna cosecha o surja alguna plaga para arrollar las barreras comerciales del reino. Gendo-sama la llevó una vez a esa isla flotante de balsas y almacenes de bambú. De pie en las cubiertas que se mecían suavemente le pidió a Emiko que tradujera mientras él enumeraba confiadamente para los extranjeros las virtudes de las nuevas tecnologías marítimas que habrían de acelerar la distribución de SoyPRO patentada alrededor del mundo.
Emiko suspira y se agacha para esquivar las cuerdas envueltas de
saisin
que coronan el rompeolas. El hilo sagrado se extiende sobre el muro en ambas direcciones, hasta perderse de vista en la distancia. Todas las mañanas, los monjes de un templo distinto bendicen el hilo, añadiendo apoyo espiritual a las defensas físicas que contienen la voracidad del mar.
En su vida anterior, cuando Gendo-sama le proporcionaba los permisos y las autorizaciones necesarias para ir de un lado a otro de la ciudad con impunidad, Emiko tuvo ocasión de presenciar las ceremonias de bendición anuales de los diques, las bombas y el
saisin
que lo conecta todo. Mientras las primeras lluvias del monzón caían a cántaros sobre los asistentes, Emiko vio cómo Su Venerable Majestad la Reina Niña accionaba las palancas que animaron las bombas divinas con un rugido, empequeñecida su delicada figura por la maquinaria que habían creado sus antepasados. Los monjes cantaron y extendieron un nuevo
saisin
desde la columna de la ciudad, el corazón espiritual de Krung Thep, hasta las doce bombas de carbón que rodeaban la ciudad, y a continuación todos oraron por la perpetuación de su frágil ciudad.
Ahora, en la estación seca, el
saisin
ofrece un aspecto raído y las bombas guardan silencio la mayor parte del tiempo. Los muelles flotantes, las barcazas y los esquifes se mecen suavemente bajo el sol anaranjado.
Emiko desciende y se adentra en el bullicio de personas, atenta a los rostros, esperando distinguir a alguien con aspecto caritativo. Ve pasar a la gente, imponiendo inmovilidad a su cuerpo para que este no traicione su naturaleza. Al cabo, se arma de valor y se dirige a un trabajador que pasa junto a ella:
—
Kathorh kha
. Por favor,
khun
. ¿Puedes decirme dónde podría conseguir un billete de transbordador para el norte?
El hombre está cubierto del polvo y el sudor propios de su profesión, pero su sonrisa es cordial.
—¿Hasta dónde?
Emiko aventura el nombre de una ciudad sin saber cuán cerca estará del lugar descrito por el
gaijin
.
—¿Phitsanulok?
El hombre hace una mueca.
—Ningún transbordador llega tan lejos. Hay pocos destinos más allá de Ayutthaya. Los ríos tienen muy poco calado. Algunos usan tiros de mulís para dirigirse al norte, pero eso es todo. Algunos, esquifes de muelles percutores. Y la guerra... —Se encoge de hombros—. Si tienes que ir al norte, las carreteras seguirán estando secas una temporada.
Emiko enmascara su desilusión y se despide con un atento
wai
. Así que el río queda descartado. Por carretera o nada. Si pudiera viajar por el río, dispondría también de una forma de refrescarse. Por carretera... Se imagina el largo trayecto en medio del calor tropical de la estación seca. Tal vez lo mejor sería esperar a la estación lluviosa. Con el monzón, las temperaturas bajarán y crecerán los ríos...
Emiko emprende el regreso por el rompeolas y los arrabales donde moran las familias de los trabajadores portuarios y los marineros de permiso que han superado la cuarentena. Así que por carretera. No tendría que haberse molestado en ir hasta allí para preguntar. Si pudiera subir a bordo de un tren de muelles percutores... pero para eso harían falta permisos. Muchos, muchísimos permisos, tan solo para conseguir una plaza. Pero si pudiera sobornar a alguien, viajar de polizón... Tuerce el gesto. Todos los caminos conducen a Raleigh. Tendrá que hablar con él. Implorar al viejo cuervo por cosas que no tiene por qué concederle.
Un hombre con dragones tatuados en el estómago y una bola de
takraw
tatuada en el hombro se queda mirándola fijamente, boquiabierto, cuando Emiko pasa ante él.
—
Heechy-keechy
—murmura.
Emiko no aminora el paso ni se vuelve ante las palabras, pero un hormigueo recorre toda su piel.
El hombre empieza a seguirla.
—
Heechy-keechy
—repite.
Emiko mira de reojo por encima del hombro. El hombre tiene cara de pocos amigos. Además, descubre horrorizada que le falta una mano. El hombre estira el brazo y le toca el hombro con el muñón. Emiko lo evita con un movimiento brusco, una reacción espasmódica que traiciona su naturaleza. El hombre sonríe y revela unos dientes ennegrecidos por la nuez de areca.
Emiko se adentra en un
soi
con la esperanza de despistarlo. Pero el hombre insiste a su espalda:
—
Heechy-keechy
.
Emiko se cuela en otro callejón sinuoso y aprieta el paso. Su cuerpo se calienta. Sus manos se tornan viscosas a causa del sudor. Jadea rápidamente, intentando eliminar el exceso de temperatura. El hombre todavía la sigue. No ha vuelto a decir nada, pero Emiko puede oír sus pasos. Dobla otro recodo. Un grupo de cheshires se desbanda ante ella, destellos parpadeantes que se escabullen como cucarachas. Ojalá ella pudiera evaporarse de la misma manera, atravesar las paredes y dejar atrás a su perseguidor.
—¿Adónde vas, chica mecánica? —pregunta el hombre—. Solo quiero verte mejor.
Si estuviera todavía con Gendo-sama, se encararía con este hombre. Se erguiría con confianza, amparada por sellos importantes, permisos de propiedad, consulados y la temible amenaza de la venganza de su amo. Una posesión, cierto, pero no menos respetable por ello. Podría acudir incluso a los camisas blancas o a la policía en busca de protección. Con los sellos y un pasaporte, no era una transgresión contra el nicho y la naturaleza, sino un objeto exquisito y preciado.
El callejón desemboca en otra calle repleta de almacenes y escaparates
gaijin
, pero el hombre le agarra un brazo antes de que pueda llegar hasta ella. Emiko tiene calor. El pánico creciente le sonrosa las mejillas. Contempla la calle con anhelo, pero solo hay chabolas, tiendas de ropa y unos pocos
gaijin
que no le serán de ninguna ayuda. Lo que menos desea es encontrarse con un grupo de grahamitas.
El hombre la arrastra de nuevo al interior del callejón.
—¿Adónde crees que vas, chica mecánica?
Un brillo cruel le ilumina los ojos. Está masticando algo, una rama de anfetaminas.
Yaba
. Los culis las consumen para seguir trabajando, para quemar las calorías que no tienen. Sus ojos relampaguean mientras le sujeta la muñeca. Se adentra aún más en el callejón, lejos de miradas indiscretas. Emiko tiene demasiado calor para correr. Aunque huyera, no tendría a donde ir.
—Contra la pared —dice el hombre—. No. —Le da la vuelta—. No me mires.
—Por favor.
Un cuchillo aparece en la mano sana del hombre, destellante.
—Cállate. No te muevas.
Su voz restalla con autoridad, y contra su voluntad, Emiko se descubre obedeciendo.
—Por favor. Suéltame —susurra.
—Me he enfrentado a los de tu calaña. En las selvas del norte. Había seres mecánicos por todas partes. Soldados
heechy-keechy
.
—Yo no soy así —jadea Emiko—. No pertenezco al ejército.
—Japoneses, como tú. Perdí una mano por culpa de los tuyos. Y un montón de buenos amigos. —Esgrime el muñón y lo aplasta contra la cara de Emiko. Su aliento le acaricia la nuca en ardientes vaharadas mientras pasa el brazo alrededor de su cuello, presionando el cuchillo contra la yugular. Lacerando la piel.
—Por favor. Suéltame. —Emiko empuja contra la entrepierna del hombre—. Haré todo lo que me pidas.
—¿Crees que sería capaz de ensuciarme así? —La lanza contra la pared, arrancándole un chillido—. ¿Con un animal como tú? —Una pausa, y luego—: Ponte de rodillas.
En la calle, las ruedas de los rickshaws resuenan en el empedrado. La gente grita, preguntando el precio de la cuerda de cáñamo y si alguien sabe a qué hora empieza el combate de
muay thai
en el Lumphini. El cuchillo vuelve a acercarse a su cuello, encuentra su pulso con la punta.
—Vi morir a todos mis amigos en la espesura por culpa de los seres mecánicos japoneses.
Emiko traga saliva.
—Yo no soy como ellos —repite con un hilo de voz.
El hombre se ríe.
—Claro que no. Tú eres distinta. Otro de sus demonios, como los que tienen en los muelles al otro lado del río. Nuestro pueblo se muere de hambre, y los tuyos les roban el arroz.
La hoja presiona contra la garganta de Emiko. Va a matarla. Está segura de eso. Su odio es inmenso, ella no es más que basura. El hombre está colocado y furioso, es peligroso, y ella no es nada. Ni siquiera Gendo-sama podría haberla protegido de esto. Vuelve a tragar saliva, siente el filo de la hoja en la nuez.
«¿Es así como vas a morir? ¿Este es tu destino? ¿Desangrarte como un cerdo?»
Una chispa de rabia parpadea, un antídoto contra la desesperación.
«¿Ni siquiera vas a intentar sobrevivir? ¿Acaso los científicos te diseñaron demasiado estúpida como para contemplar la posibilidad de luchar por tu vida?»
Emiko cierra los ojos y reza a Mizuko Jizo Bodhisattva, primero, y después al espíritu cheshire
bakeneko
, por si acaso. Respira hondo y, con todas sus fuerzas, proyecta la mano contra el cuchillo. La hoja se aleja de su cuello, dejando un rastro abrasador.
—
¡¿Arai wa?
! —exclama el hombre.
Emiko empuja violentamente contra él y se agacha bajo el cuchillo descontrolado. A su espalda, oye un gruñido y un golpe seco mientras corre hacia la calle. No mira atrás. Irrumpe en la avenida sin aminorar el paso, sin preocuparle que la vean como una chica mecánica, sin preocuparle que pueda recalentarse y morir. Corre, decidida tan solo a escapar del demonio que está a su espalda. Aunque arda, no piensa morir pasivamente, como un cerdo conducido al matadero.
Vuela calle abajo, esquivando pirámides de durios y saltando por encima de rollos de cuerda de cáñamo. Esta huida suicida es una locura, pero no se detiene. Aparta de un empujón a un
gaijin
que regatea el precio de unos sacos de arpillera de arroz U-Tex autóctono. El hombre da un respingo y chilla alarmado cuando Emiko pasa de largo como una exhalación.
A su alrededor, el tráfico de la calle parece haberse ralentizado hasta arrastrarse. Emiko zigzaguea bajo los andamios de bambú de una obra. Correr es extrañamente fácil. La gente se comporta como si estuviera sumergida en un tarro de miel. Solo ella se mueve. Cuando mira de reojo por encima del hombro, ve que su perseguidor se ha quedado muy rezagado. Es asombrosamente lento. Cuesta creer que pudiera tener miedo de él. Se ríe de lo absurdo de este mundo en suspensión...