La chica mecánica (17 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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—Eh, tienes razón. La verdad es que el parecido no está muy conseguido. Habrán sobornado a alguien para sacarla de nuestro departamento de archivos. —Exhala un suspiro de melancolía—. Entonces sí que era joven.

Kanya sigue sin decir nada y se limita a contemplar el agua del
khlong
, taciturna. Se han pasado el día buscando esquifes que transportaran productos de PurCal y AgriGen de contrabando río arriba, yendo de una orilla a otra de la desembocadura, y Jaidee aún conserva un poso de emoción en su interior.

El trofeo de la jornada ha sido un clíper anclado justo frente a los muelles. Un supuesto velero comercial indio que se dirigía al norte desde Bali y resultó estar cargado de piñas resistentes a la cibiscosis. Fue gratificante ver cómo el práctico del puerto y el capitán del navío tartamudeaban excusas mientras los camisas blancas de Jaidee cubrían el cargamento entero de cal, dejando todas las cajas estériles e incomestibles. Los traficantes se habían quedado sin beneficios.

Ojea los otros periódicos expuestos en el tablón expositor y encuentra una imagen distinta de él. Esta es de sus tiempos de luchador de
muay thai
, riendo después de un combate en el estadio Lumphini. El
Bangkok Morning Post
.

—A los niños les gustará esta.

Abre el diario y echa un vistazo al artículo. El ministro de Comercio Akkarat está que se sube por las paredes. Las citas del Ministerio de Comercio califican a Jaidee de vándalo. A Jaidee le sorprende que no se limiten a llamarle traidor o terrorista. El hecho de que se contengan le indica cuán impotentes deben de sentirse realmente.

Jaidee no puede evitar sonreír a Kanya por encima de las páginas.

—Les hemos hecho daño de verdad.

Una vez más, Kanya no contesta.

Pasar por alto sus momentos de malhumor tiene truco. Cuando Jaidee conoció a Kanya, le pareció que era un poco tonta por el modo en que sus rasgos permanecían siempre impasibles, inmunes a cualquier insinuación de diversión, como si le faltara un órgano. La nariz sirve para oler, los ojos para ver, y todas las personas deben de tener un órgano peculiar que les ayude a detectar el
sanuk
cuando lo tengan justo delante.

—Deberíamos regresar al ministerio —sugiere Kanya, y se da la vuelta para observar el tráfico fluvial que discurre paralelo al
khlong
, en busca de un posible medio de transporte.

Jaidee paga el periódico al vendedor de circulares cuando aparece deslizándose uno de los taxis del canal.

Kanya le hace señas y se detiene junto a ellos. Su rueda chirría con la energía acumulada, las olas lamen el terraplén del
khlong
cuando la estela da alcance a la embarcación. Unos enormes muelles percutores ocupan la mitad de la bomba de desplazamiento. La proa techada del barco está repleta de hombres de negocios chinos de Chaozhou, apiñados como patos camino del matadero.

Kanya y Jaidee suben a bordo de un salto y se quedan de pie en el pasillo junto al compartimiento de los asientos. La niña que hace las funciones de interventora ignora sus uniformes blancos, igual que ellos la ignoran a ella. Cobra treinta baht por un billete a otro hombre que monta con ellos. Jaidee se agarra a uno de los cabos de seguridad cuando la embarcación acelera para alejarse del muelle. El viento le acaricia el rostro mientras navegan
khlong
abajo, rumbo al corazón de la ciudad. El taxi avanza veloz, zigzagueando entre los pequeños esquifes de palas y las largas lanchas que salpican el canal. A los lados se suceden bloques de casas y tiendas desahuciadas,
pha sin
, blusas y sarongs de vivos colores tendidos al sol. Las mujeres se lavan su melena negra en las aguas cobrizas del canal. El barco se detiene de pronto.

Kanya mira al frente.

—¿Qué ocurre?

Ante ellos, un árbol caído bloquea gran parte del canal. Los botes se amontonan a su alrededor, buscando un resquicio por el que colarse.

—Un árbol
bo
—dice Jaidee. Mira a su alrededor en busca de edificios reconocibles—. Habrá que avisar a los monjes.

Nadie más querrá tocarlo. Ni nadie intentará quedárselo, pese a la escasez de madera. Traería mala suerte. El taxi se mece mientras el tráfico del
khlong
intenta colarse por la angosta brecha del canal, allí donde el árbol sagrado aún no obstaculiza el movimiento.

Jaidee chasquea la lengua, impacientándose, y levanta la voz:

—¡Amigos, abran paso! Misión del ministerio. ¡Despejen el camino! —Ondea la placa.

El espectáculo de la insignia y el resplandeciente uniforme blanco es suficiente para que las barcas y los esquifes se hagan a un lado. El piloto del taxi lanza una fugaz mirada de agradecimiento a Jaidee. La embarcación impulsada por muelles percutores se adentra en el tumulto, pugnando por encontrar un hueco.

Mientras rodean las ramas desnudas del árbol, todos los pasajeros del taxi del
khlong
dedican hondos
wais
de respeto al árbol caído, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente.

Jaidee hace un
wai
a su vez y estira el brazo para acariciar la madera enferma, dejando que sus dedos resbalen por la superficie mientras pasan por su lado. Está salpicada de diminutos orificios. Si arrancara la corteza, una fina red de túneles describiría la muerte del árbol. Un árbol
bo
. Sagrado. El árbol bajo el cual Buda encontró la sabiduría. Y sin embargo no pudieron hacer nada por salvarlo. No sobrevivió ni una sola variedad de higuera, pese a todos sus intentos. Los cerambicidos fueron demasiado para ellos. Cuando los científicos fracasaron, rezaron a Phra Seub Nakhasathien, un último acto de desesperación, pero ni siquiera el mártir logró salvarlos al final.

—No podíamos salvarlo todo —murmura Kanya, como si le estuviera leyendo el pensamiento.

—No podíamos salvar nada. —Jaidee deja que sus dedos resbalen por los surcos que señalan la acción de los cerambicidos—. Los
farang
tienen que rendir cuentas por un montón de cosas, y aun así Akkarat pretende negociar con ellos.

—Con AgriGen no.

Jaidee esboza una sonrisa de amargura y retira la mano del árbol abatido.

—No, con ellos no. Pero sí con otros como ellos, en cualquier caso. Piratas genéticos. Fabricantes de calorías. Incluso con PurCal, cuando aprietan las hambrunas. ¿Por qué te crees que dejamos que permanezcan agazapados en Koh Angrit? Por si acaso les necesitamos. Por si acaso fracasamos y debemos apelar a ellos y suplicarles que nos den su arroz, su trigo y su soja.

—Ahora tenemos nuestros propios piratas genéticos.

—Gracias a la previsión de Su Majestad Imperial el rey Rama XII.

—Y al chaopraya Gi Bu Sen.

—«Chaopraya.» —Jaidee hace una mueca—. Nadie tan malvado debería ostentar un título tan respetable.

Kanya se encoge de hombros, pero no insiste. Pronto dejan atrás el árbol
bo
. Desembarcan en el puente de Srinakharin. La fragancia de los puestos de comida atrae a Jaidee, que indica a Kanya que le siga mientras se adentra en un
soi
diminuto.

—Somchai asegura que aquí venden un
som tam
delicioso. Las papayas están limpias y son de la mejor calidad, según él.

—No tengo hambre —responde Kanya.

—Por eso estás siempre de un humor de perros.

—Jaidee... —empieza Kanya, pero se interrumpe.

Jaidee vuelve la vista atrás y repara en su expresión preocupada.

—¿Qué sucede? Sigamos adelante.

—Me preocupa el asunto de los amarraderos.

Jaidee se encoge de hombros.

—No hace falta que te preocupes.

Frente a ellos, los puestos y las mesas de comida se agolpan contra las paredes del callejón, pegadas unas a otras. Pequeños cuencos de
nam plaa prik
aguardan ordenadamente en el centro de las tablas que sirven de improvisados mostradores.

—¿Lo ves? Somchai tenía razón. —Jaidee encuentra el carrito de ensaladas que buscaba y examina las especias y la fruta; empieza a pedir para los dos. Kanya se cierne sobre él como un denso nubarrón de mal genio.

—Doscientos mil baht es mucho dinero para que Akkarat se resigne a perderlo así como así —murmura mientras Jaidee le pide a la vendedora de
som tam
que añada más pimientos.

Jaidee asiente con la cabeza, pensativo, mientras la mujer mezcla los hilos de papaya verde con el resto de las especias.

—Cierto. No me imaginaba que hubiera tanto dinero en juego ahí fuera.

Suficiente para subvencionar un laboratorio de investigación genética nuevo, o para destinar quinientos camisas blancas a la inspección de los criaderos de tilapias de Thonburi... Menea la cabeza. Y esto con una sola redada. Asombroso.

En ocasiones le parece que sabe cómo funciona el mundo, pero entonces, de vez en cuando, levanta la tapa de una parte de la ciudad divina que no conocía y descubre un nido de cucarachas donde menos se lo esperaba. Las sorpresas no tienen fin.

Se dirige al siguiente puesto de comida, cargado de bandejas de cerdo recubierto de pimiento y tiras de bambú RedStar.
Plaa
con cabeza de serpiente fritos, rebozados y crujientes, pescados en el río Chao Phraya ese mismo día. Encarga más comida. Suficiente para los dos, y sato para beber. Se sienta a una mesa al aire libre mientras preparan el pedido.

Haciendo equilibrios encima de un taburete de bambú al final de la jornada, con la cerveza de arroz calentándole la barriga, Jaidee no puede evitar reírse de su huraña subordinada.

Como de costumbre, aun delante de los platos más suculentos, Kanya sigue siendo fiel a su carácter.


Khun
Bhirombhakdi se ha quejado de ti en el cuartel —informa Kanya—. Ha amenazado con pedirle al general Pracha que te arranquen esos labios tan sonrientes.

Jaidee se mete un puñado de pimientos en la boca.

—No me da miedo.

—Se supone que los amarraderos eran su territorio. Su zona protegida, su fuente de sobornos.

—Primero te preocupas por Comercio y ahora por Bhirombhakdi. Ese viejo se asusta hasta de su sombra. Obliga a su mujer a probar todos los platos antes que él para cerciorarse de no coger la roya. —Jaidee sacude la cabeza—. No pongas esa cara tan larga. Deberías sonreír más. Reír un poco. Ten, bébete esto. —Jaidee sirve más sato para su teniente—. Antes nos referíamos a nuestro país como la Tierra de las Sonrisas. —Jaidee hace una demostración práctica—. Y ahí estás tú, cariacontecida, como si te pasaras el día comiendo limas.

—A lo mejor es que antes teníamos más motivos para sonreír.

—Bueno, no te digo que no. —Jaidee vuelve a dejar el sato encima de la mesa desportillada y se queda mirándolo fijamente, pensativo—. Debimos de hacer algo espantoso en nuestra vida anterior para merecernos esta. No se me ocurre otra explicación.

Kanya suspira.

—A veces veo al espíritu de mi abuela merodeando por el
chedi
cerca de mi casa. En cierta ocasión me dijo que no podría reencarnarse hasta que construyéramos un lugar mejor para recibirla.

—¿Otro de los
phii
de la Contracción? ¿Cómo te ha encontrado? ¿No era de Isaán?

—Aun así logró dar conmigo. —Kanya se encoge de hombros—. Es muy desdichada.

—Ya, bueno, supongo que todos terminaremos igual.

Jaidee también ha visto a estos fantasmas, caminando por los bulevares a veces, sentados en los árboles. Los
phii
están por todas partes. Innumerables. Los ha visto en los cementerios y apoyados en los esqueletos de árboles
bo
enfermos, lanzándole miradas de irritación todos ellos.

Los médiums hablan de la demencial frustración de los
phii
, de su imposibilidad para reencarnarse, obligados a hacinarse aquí como las hordas de viajeros en la estación de Hualamphong, esperando un tren que los lleve a las playas. Todos ellos aguardan una reencarnación imposible de obtener porque ninguno se merece el sufrimiento de este mundo en particular.

Los monjes como Ajahn Suthep aseguran que eso son paparruchas. Vende amuletos para repeler a estos
phii
y dice que no son más que fantasmas hambrientos, creados por la muerte antinatural de comer hortalizas enfermas de roya. Cualquiera puede ir a su capilla y dejar un donativo, o ir al altar de Erawan, hacer una ofrenda a Brahma (quizá conseguir incluso que los bailarines del templo actúen un rato) y comprar la esperanza de que los espíritus encuentren el descanso necesario para alcanzar su próxima reencarnación. Es posible esperar cosas así.

A pesar de todo, hay una invasión de fantasmas. En eso todos están de acuerdo. Las víctimas de AgriGen, de PurCal y de otros como ellos.

—Yo no me lo tomaría como algo personal, lo de tu abuela —responde Jaidee—. Cuando hay luna llena, he visto que los
phii
se amontonan en las carreteras que rodean el Ministerio de Medio Ambiente. Decenas de ellos. —Sonríe con tristeza—. Creo que no tiene remedio. Cuando pienso que Niwat y Surat van a criarse así... —Respira hondo, conteniendo un exceso de emoción que no quiere exhibir ante Kanya. Toma otro trago—. En cualquier caso, luchar es bueno. Tan solo desearía poder agarrar a algunos ejecutivos de AgriGen y de PurCal y retorcerles el pescuezo. Que probaran un poco de su roya AG134.s. Entonces mi vida estaría completa. Moriría feliz.

—Probablemente tú tampoco te reencarnarás —observa Kanya—. Eres demasiado bueno para pasar otra vez por este infierno.

—Con suerte me reencarnaré en Des Moines y podré poner una bomba en sus laboratorios de piratería genética.

—Soñar es gratis.

El tono de Kanya hace que Jaidee levante la cabeza.

—¿Qué te preocupa? ¿Por qué estás tan triste? Renaceremos en un sitio precioso, seguro. Los dos. Piensa en los méritos que hicimos anoche. Pensé que esos
heeya
de aduanas iban a cagarse en los pantalones cuando incendiamos las mercancías.

Kanya hace una mueca.

—Seguramente jamás se habían encontrado con un camisa blanca al que no pudieran sobornar.

Así de fácil, la teniente consigue aniquilar el buen humor de Jaidee. No es de extrañar que les caiga mal a todos en el ministerio.

—No. Eso es verdad. Todo el mundo acepta sobornos últimamente. No es como antes. La gente no se acuerda de los malos tiempos. No tiene tanto miedo como antes.

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