Authors: Paolo Bacigalupi
Anderson-sama tira suavemente de su hombro. Emiko se deja atraer hacia él.
—Apuntas demasiado bajo. —Desliza una mano por su estómago. Distraído. Pensativo—. Dentro de poco van a cambiar muchas cosas. Quizá también para los neoseres. —Le dedica una sonrisita enigmática—. Los camisas blancas y sus reglas no durarán eternamente.
Emiko le implora por su supervivencia, y él habla de fantasías.
Intenta disimular su desilusión. «Deberías darte por satisfecha, chiquilla codiciosa. Dar gracias por lo que tienes
.»
Pero no puede evitar que sus palabras rezumen amargura:
—Soy una chica mecánica. No va a cambiar nada. Me despreciarán siempre.
Anderson-sama se ríe, la abraza con fuerza.
—No estés tan segura. —Le roza la oreja con los labios, susurrando. Conspirador—. Si le rezas a ese dios cheshire
bakeneko
tuyo, es posible que pueda ofrecerte algo mejor que una aldea en la selva. Con un poco de suerte, podrías terminar con una ciudad entera.
Emiko se aparta y le dirige una mirada cargada de tristeza.
—Entiendo que no puedas cambiar mi suerte. Pero no deberías burlarte de mí.
Anderson-sama se limita a reírse de nuevo.
Hock Seng está agazapado en un callejón justo enfrente del polígono industrial
farang
. Es de noche, pero hay camisas blancas por todas partes. Adondequiera que va, se encuentra con cordones de uniformes. En los muelles, los clíperes, esperan en una zona aparte a que alguien les dé permiso para vaciar sus bodegas. En el distrito industrial hay agentes del ministerio en todas las esquinas, denegando el acceso a obreros, directores y comerciantes por igual. Solo pueden entrar y salir unos pocos privilegiados, aquellos dotados de permisos de residencia. Nativos.
Con una tarjeta amarilla por todo documento de identidad, Hock Seng ha tardado toda la tarde en cruzar la ciudad, evitando los controles. Echa de menos a Mai. Los ojos y los oídos de la pequeña le dan seguridad. Ahora debe ocultarse rodeado de cheshires y efluvios de orines, viendo cómo los camisas blancas comprueban la identidad de otro hombre y maldiciendo la distancia que lo separa de la fábrica de SpringLife. Debería haberle echado valor. Tendría que haber reventado la caja cuando tuvo ocasión. Debería haberlo arriesgado todo. Y ahora es demasiado tarde. Ahora, los camisas blancas controlan cada palmo de la ciudad, y los tarjetas amarillas son su presa favorita. Les gusta probar las porras en sus cabezas para darles una lección. Si el Señor del Estiércol no tuviera tanta influencia, Hock Seng está seguro de que los habitantes de las torres ya habrían sido masacrados. El Ministerio de Medio Ambiente ve en los tarjetas amarillas a otra especie invasora, otra plaga que debe ser contenida. Si se les concediera la oportunidad, los camisas blancas matarían hasta al último chino tarjeta amarilla y después se disculparían con un
khrab
ante la Reina Niña por su exceso de celo. Pero solo después.
Una joven enseña su pase y cruza el cordón. Se pierde de vista calle abajo, adentrándose en el polígono industrial. Todo está tan tentadoramente cerca, y sin embargo tan imposiblemente lejos...
Si lo piensa fríamente, es probable que lo mejor sea que la fábrica esté cerrada. Sería lo más seguro para todos. Si no dependiera tanto del contenido de la caja fuerte, denunciaría las infecciones de la línea y se olvidaría de este
tamade
asunto de una vez por todas. No obstante, en medio de toda esa enfermedad, envueltos en el miasma de los baños de algas, los planos y los manuales de instrucciones continúan llamándolo.
A Hock Seng le dan ganas de arrancarse hasta el último pelo de la cabeza, tanta es su frustración.
Clava una mirada furibunda en el puesto de control, deseando que los camisas blancas se alejen, que busquen en otra parte. Implorando, rezando a la diosa Kuan Yin, rogando al gordo Buda de oro para que le dé un poco de suerte. Con esos planos de fabricación y el apoyo del Señor del Estiércol, se abrirían tantas posibilidades ante él... Tanto futuro... Tanta vida... Nuevas ofrendas para sus ancestros. Quizá una nueva esposa. Quizá un hijo que perpetúe su apellido. Quizá...
Una patrulla desfila ante él. Hock Seng se oculta en las sombras. Los agentes le recuerdan cuando los pañuelos verdes comenzaron a salir por las noches en busca de parejas que pasearan cogidas de la mano al anochecer, una exhibición de inmoralidad.
Por aquel entonces les pidió a sus hijos que anduvieran con cuidado, que comprendieran que el conservadurismo tenía momentos altos y otros bajos, como la marea, y que si no podían disfrutar de la libertad y de la independencia que habían tenido sus padres, en fin, ¿qué más daba? ¿No tenían acaso la barriga llena, no disfrutaban de la compañía de su familia y amigos? Además, tras los altos muros de los complejos, lo que opinaran los pañuelos verdes era irrelevante.
Otra patrulla. Hock Seng da media vuelta y se adentra en el callejón. No hay manera de colarse en el distrito industrial. Los camisas blancas se han empeñado en bloquear a Comercio y molestar a los
farang
. Hace una mueca y empieza el largo rodeo a través del
soi
hasta su casucha.
Había muchos empleados corruptos en el ministerio, pero no Jaidee. No si lo que dicen todos de él es cierto. Hasta ¡
Sawatdee Krung Thep
!, la circular que más le quería, pese a haberle denigrado tan implacablemente durante su caída en desgracia, ha impreso páginas y más páginas ensalzando al héroe de la nación. El capitán Jaidee era demasiado querido para terminar hecho pedazos, para recibir el mismo trato que los desperdicios que se arrojan a los pozos de metano. Alguien debe pagar por eso.
Y si la culpa es de Comercio, para el comercio será el castigo. De modo que se cierran todas las fábricas, los amarraderos, las carreteras y los muelles, y Hock Seng no encuentra ninguna salida. No puede reservar pasaje a bordo de un clíper, no puede navegar río arriba hasta las ruinas de Ayutthaya, no puede volar en dirigible a Calcuta o a Japón.
Cuando pasa junto a los muelles, como cabía esperar, los camisas blancas siguen allí, al lado de corrillos de estibadores sentados en cuclillas en el suelo, ociosos por culpa del bloqueo. Un clíper precioso se mece suavemente, anclado a cien metros de la orilla. Tan bonito como los que una vez poseyó. Un clíper de última generación: casco adaptable al tipo de navegación e hidroalas, polímero de aceite de palma, alerones para aprovechar mejor el viento. Veloz. Con una bodega enorme. Se yergue sobre las olas, resplandeciente. Y él debe quedarse en el muelle, contemplándolo. Lo mismo podría estar atracado en la India.
Ve un puesto de comida, el vendedor fríe tilapias modificadas en un wok hondo. Hock Seng se arma de valor. Tiene que preguntar, aunque desvele su identidad de tarjeta amarilla. Sin información está ciego. Con los camisas blancas en la otra punta del muelle, aunque el hombre dé la voz de alarma, debería darle tiempo a escapar.
Hock Seng se acerca.
—¿Hay alguna posibilidad de que crucen los pasajeros? —murmura. Ladea la cabeza en dirección al clíper—. ¿Por ahí?
—Nadie puede viajar —murmura el vendedor.
—¿Ni siquiera un hombre solo?
El hombre frunce el ceño, indica con la cabeza a las otras personas que están acuclilladas entre las sombras, fumando y jugando a las cartas. Reunidas en torno a la radio de manivela de un comerciante.
—Esos de ahí llevan esperando toda la semana. Tendrás que armarte de paciencia, tarjeta amarilla. Como los demás.
Hock Seng se esfuerza por no dar un respingo al ser identificado. Se obliga a fingir que están en el mismo barco, a forjar la desesperada ilusión de que el hombre lo ve como a un semejante, y no como si fuera un molesto cheshire.
—¿No has oído nada acerca de unas barcas, costa abajo? ¿Lejos de la ciudad? ¿A cambio de dinero?
El vendedor de pescado niega con la cabeza.
—No sale nadie, en ninguna dirección. También han detenido a dos grupos de pasajeros distintos que intentaban llegar a la orilla desde sus embarcaciones. Los camisas blancas ni siquiera permiten que salgan los barcos de abastecimiento. Hay apuestas sobre qué pasará primero, si el capitán levará anclas o si los camisas blancas levantarán el bloqueo.
—¿Y cómo están las apuestas? —pregunta Hock Seng.
—Once a uno a que el clíper se larga antes.
Hock Seng arruga la frente.
—Me parece que no voy a arriesgarme.
—Pues veinte a uno.
Un puñado de curiosos parecen estar escuchando la conversación a hurtadillas. Se ríen por lo bajo.
—No apuestes nada a menos que te ofrezca cincuenta a uno —dice uno de ellos—. Los camisas blancas no van a dar el brazo a torcer. No ahora. No con el Tigre muerto.
Hock Seng se obliga a reír con ellos. Saca un cigarrillo y lo enciende, ofrece la cajetilla a los hombres que le rodean. Una ofrenda de buena voluntad para estos thais, por este momento de fraternidad compartida. Si no fuera un tarjeta amarilla con acento de tarjeta amarilla, quizá podría intentar incluso la misma estrategia con los camisas blancas, pero en una noche como esta solo conseguiría llevarse un porrazo en la crisma. No tiene prisa por ver su cabeza estrellada en las piedras del suelo. Fuma y estudia el bloqueo.
El tiempo pasa.
La idea de una ciudad sellada hace que le tiemblen las manos. «Esto no tiene nada que ver con los tarjetas amarillas. Nosotros no somos los responsables de esto», se dice. Pero le cuesta creer que el cerco no esté estrechándose. Es posible que ahora se trate de Comercio, pero hay demasiados tarjetas amarillas en la ciudad, y si el comercio continúa cortado mucho más tiempo, hasta estas personas tan amables empezarán a darse cuenta de que falta el trabajo, y empezarán a beber, y se acordarán de los tarjetas amarillas de las torres.
El Tigre está muerto. Su cara adorna los postes de todas las farolas de gas. Las fachadas de todos los edificios. Tres imágenes de Jaidee en actitud desafiante lo observan desde la pared de un almacén en estos momentos. Hock Seng fuma y frunce el ceño en dirección a ese rostro. El héroe del pueblo. El hombre que no tenía precio, que se enfrentó a ministros, a empresas
farang
y a pequeños empresarios por igual. El hombre que estaba dispuesto a luchar con su propio ministerio. Relegado a una oficina cuando se volvió demasiado problemático y devuelto a las calles cuando siguió sin arrepentirse. El hombre que se reía de las amenazas de muerte y sobrevivió a tres atentados antes de que a la cuarta fuera la vencida.
Hock Seng tuerce el gesto. El número cuatro no se aleja de sus pensamientos últimamente. El Tigre de Bangkok solo tuvo cuatro oportunidades. ¿Cuántas ha usado ya él? Hock Seng inspecciona los muelles y los corrillos de personas, todas ellas incapaces de llegar a sus barcos. Su aguzado olfato de refugiado le permite percibir el peligro que flota en el aire, más penetrante que la brisa marina que barre la cubierta de un clíper y presagia la llegada del tifón.
El Tigre está muerto. Los ojos pintados del capitán Jaidee miran fijamente a Hock Seng, y este tiene la repentina y horrenda impresión de que el Tigre no ha muerto. Que, de hecho, ha salido de caza.
Hock Seng se aleja del póster como si de un durio infectado de roya se tratara. Lo nota en los huesos, lo sabe con la misma certeza que sabe que todo su clan está muerto y enterrado en Malasia. Ha llegado el momento de huir. Ha llegado el momento de escapar de los tigres que acechan en la noche, de adentrarse en las selvas infestadas de sanguijuelas, alimentarse de cucarachas y arrastrarse por los ríos de barro de la estación lluviosa. Da igual adónde vaya. Lo único que importa es que ha llegado el momento de huir. Hock Seng contempla el clíper anclado. Ha llegado el momento de tomar decisiones difíciles. Ha llegado el momento, en realidad, de renunciar a la fábrica de SpringLife y a sus planos. Los retrasos solo empeorarán las cosas. Debe gastar dinero. Garantizar su supervivencia.
Esta balsa se hunde.
Carlyle ya está esperándole en el rickshaw, frenético, cuando Anderson sale del edificio. La mirada del hombre salta de izquierda a derecha, catalogando la oscuridad que le rodea en un arco atemorizado. Lo envuelve el aire de temblorosa precaución de una liebre asustada.
—Pareces nervioso —observa Anderson mientras monta.
Carlyle hace una mueca de disgusto.
—Los camisas blancas acaban de ocupar el Victoria. Lo han confiscado todo.
Anderson mira de reojo en dirección a su apartamento, alegrándose de que el bueno de Yates decidiera instalarse lejos de los demás
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.
—¿Has perdido mucho?
—El dinero en efectivo que tenía en la caja fuerte. Algunos listados de clientes que no quería guardar en el despacho. —Carlyle le pide al conductor del rickshaw que se ponga en marcha, dándole instrucciones en tailandés—. Será mejor que tengas algo que ofrecer a esta gente.
—Akkarat ya sabe lo que puedo ofrecerle.
Empiezan a circular a través de la noche cargada de humedad. Una manada de cheshires se desbanda. Carlyle mira furtivamente detrás de ellos, comprobando que no los siga nadie.
—Aunque nadie vaya detrás de los
farang
oficialmente, ya sabes que somos los próximos en la lista. No sé hasta cuándo podremos quedarnos en el país.
—Míralo por el lado positivo. Si van detrás de los
farang
, Akkarat será el siguiente.
Ruedan por la ciudad en penumbra. Un puesto de control se materializa ante ellos. Carlyle se seca la frente. Está sudando como un cerdo. Los camisas blancas hacen señas al rickshaw y este aminora.
Anderson siente un cosquilleo de tensión.
—¿Seguro que esto va a funcionar?
Carlyle vuelve a enjugarse la frente.
—Pronto lo averiguaremos.
El rickshaw se detiene y los camisas blancas les rodean. Carlyle pronuncia unas frases rápidas. Presenta una hoja de papel. Los camisas blancas debaten un momento, y a continuación obsequian a los
farang
con una serie de
wais
y les indican que sigan su camino.
—Que me aspen.
Carlyle se ríe. El alivio que siente es palpable en su voz.
—Los sellos adecuados en un trozo de papel obran maravillas.
—Me sorprende que Akkarat todavía tenga influencia.
Carlyle sacude la cabeza.