La chica mecánica (12 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Jaidee se yergue del todo y se sacude la tela de cáñamo blanca del uniforme. Da igual; el dirigible volverá. Repeler a los
farang
es tan imposible como alejar el mar de la playa. La tierra y el océano deben tocarse. Estos hombres en cuyo corazón solo hay sitio para los beneficios deben entrar en el país a cualquier precio, y Jaidee siempre estará allí para recibirlos.

Kamma
.

Jaidee regresa despacio a los destrozados contenidos de las cajas inspeccionadas, enjugándose el sudor de la cara, resollando a causa del esfuerzo de la carrera. Por señas, indica a sus hombres que continúen con la tarea.

—¡Ahí! ¡Abrid esas de ahí! No quiero que dejéis ni una sola caja sin registrar.

Los agentes de aduanas están esperándole. Remueve los trozos de una caja nueva con la punta del machete mientras se acercan dos hombres. Son como perros. Es imposible librarse de ellos a menos que se les dé algo de comer. Uno de ellos intenta evitar que Jaidee incruste el machete en otra caja.

—¡Hemos pagado! Daremos parte. Se abrirá una investigación. ¡Esto es suelo internacional!

Jaidee hace una mueca.

—¿Qué hacéis aquí todavía?

—¡Hemos pagado una buena suma por tu protección!

—Más que buena. —Jaidee se abre paso entre los hombres—. Pero no he venido para debatir sobre eso. Vuestro
damma
es protestar. El mío es defender nuestras fronteras, y si eso significa que debo invadir vuestro «suelo internacional» para salvar nuestro país, que así sea. —Descarga un machetazo y otra caja se abre como una nuez en medio de una lluvia de astillas de madera de WeatherAll.

—¡Te has excedido!

—Es probable. Pero tendréis que enviar a alguien del Ministerio de Comercio para que me lo diga personalmente. —Traza un círculo en el aire con el machete, contemplativo—. A menos que queráis rebatirlo ahora, con mis hombres.

Los dos dan un respingo. A Jaidee le parece atisbar el aleteo de una sonrisa en los labios de Kanya. Mira de soslayo, sorprendido, pero el rostro de su teniente vuelve a ser una máscara de profesionalidad. Es agradable verla sonreír. Jaidee se pregunta por un momento si hay algo más que puede hacer para incitar un segundo destello de dientes de su taciturna subordinada.

Por desgracia, los agentes de aduanas parecen estar reconsiderando su posición; retroceden ante el machete.

—No creas que puedes insultarnos de esta manera sin que haya consecuencias.

—Por supuesto que no. —Jaidee descarga un nuevo tajo sobre la caja, terminando de destrozarla—. Cuando elevéis vuestras quejas, aseguraos de decir que el responsable fui yo, Jaidee Rojjanasukchai. —Sonríe de nuevo—. Y también que intentasteis sobornar al Tigre de Bangkok.

A su alrededor, todos los hombres se ríen del chiste. Los agentes de aduanas retroceden, sorprendidos por esta nueva revelación, comprendiendo por fin quién es su oponente.

Jaidee pasea la mirada sobre la devastación que le rodea. Por todas partes yacen desperdigadas astillas de madera de balsa. Las cajas están diseñadas para combinar robustez y liviandad, y su entramado es idóneo para contener mercancías. Siempre y cuando nadie le aplique un machete.

La tarea se lleva a cabo deprisa. Los materiales son extraídos de las cajas y colocados en meticulosas hileras. Los responsables de aduanas insisten en revolotear por los alrededores, preguntando los nombres de los camisas blancas hasta que sus hombres por fin levantan los machetes y los ahuyentan. Los oficiales se retiran, luego se detienen y se quedan observando desde una distancia segura. La escena le recuerda a Jaidee a unos animales que estuvieran disputándose un cadáver. Sus hombres se alimentan de las entrañas de tierras extranjeras mientras los carroñeros les provocan y les molestan, cuervos, cheshires y perros a la espera de una oportunidad para converger sobre los despojos. La idea es un poco deprimente.

Los agentes de aduanas remolonean a cierta distancia, expectantes.

Jaidee inspecciona la hilera de contenidos seleccionados. Kanya lo sigue de cerca.

—¿Qué tenemos aquí, teniente? —pregunta Jaidee.

—Soluciones de agar. Cultivos de nutrientes. Algún tipo de tanques de cría. Canela PurCal. Una variedad de papaya desconocida. Una nueva iteración de U-Tex seguramente capaz de esterilizar cualquier tipo de arroz que se cruce en su camino. —Se encoge de hombros—. Más o menos lo que cabía esperar.

Jaidee abre la tapa de un contenedor y se asoma al interior. Comprueba la dirección. Una empresa ubicada en el polígono industrial
farang
. Intenta descifrar los caracteres extranjeros, pero lo deja por imposible. Se esfuerza por recordar si ha visto ese logotipo antes, pero le parece que no. Remueve el interior con los dedos, sacos de algún tipo de proteínas en polvo.

—En tal caso, nada fuera de lo común. Ninguna versión nueva de la roya agazapada en una caja de AgriGen o PurCal.

—No.

—Lástima que no pudiéramos capturar el último dirigible. Se largaron a toda prisa. Me hubiera gustado echar un vistazo al cargamento de
khun
Carlyle.

Kanya se encoge de hombros.

—Volverán.

—Siempre lo hacen.

—Como perros a un cadáver —sentencia la teniente.

Jaidee sigue la mirada de Kanya hasta los agentes de aduanas, que observan desde su distancia segura. Le entristece que su forma de ver el mundo sea tan parecida. ¿Influye él a Kanya? ¿O es al revés? Antes se divertía mucho más con su trabajo. Claro que este solía ser mucho más fácil. No está acostumbrado a recorrer los grises territorios que son el dominio de Kanya. Pero al menos él se lo pasa mejor.

La llegada de uno de sus hombres interrumpe sus cavilaciones. Somchai se acerca pavoneándose, agitando el machete con desparpajo. Es uno de los rápidos, tan veterano como Jaidee pero curtido por las pérdidas cuando la roya barrió el norte por tercera vez en la misma temporada de crecimiento. Buena persona, y leal. Y listo.

—Nos está espiando alguien —musita Somchai cuando llega junto a los dos.

—¿Dónde?

Somchai ladea sutilmente la cabeza. Jaidee deja que sus ojos vaguen por el bullicio de las pistas de aterrizaje. Junto a él, Kanya se pone tensa.

Somchai tuerce el cuello.

—¿Lo has visto?


Kha
. —La teniente subraya la afirmación asintiendo con la cabeza.

Jaidee detecta por fin al intruso, de pie a lo lejos, atento a los movimientos de los camisas blancas y de los agentes de aduanas. Va vestido con un sencillo sarong naranja y una camisa de lino púrpura, como si se tratara de un peón, pero no lleva nada en las manos. No está haciendo nada. Y parece bien alimentado. No presenta las costillas protuberantes y las mejillas chupadas que caracterizan a la mayoría de los peones. Se limita a observar, apoyado con indolencia en un gancho de amarre.

—¿Comercio? —pregunta Jaidee.

—¿El ejército? —aventura Kanya—. Parece muy confiado.

Como si sintiera el escrutinio de Jaidee, el hombre se vuelve. Sus ojos sostienen la mirada de Jaidee por un momento.

—Mierda. —Somchai frunce el ceño—. Nos ha visto.

Kanya y él se unen a Jaidee en un descarado examen del hombre. Este, sin inmutarse, escupe un chorro de areca escarlata, da media vuelta y se aleja caminando tranquilamente hasta perderse de vista entre el ajetreo de traslado de contenedores.

—¿Quieres que vaya detrás de él? —pregunta Somchai—. ¿Que lo interrogue?

Jaidee estira el cuello en un intento por volver a divisar al intruso, engullido ya por el frenesí de actividad.

—¿Tú qué opinas, Kanya?

La teniente vacila.

—¿No hemos provocado a bastantes cobras por una noche?

Jaidee esboza una ligera sonrisa.

—Habla la voz de la sabiduría y la prudencia.

Somchai asiente con la cabeza.

—Comercio se pondrá furioso de todas maneras.

—Eso espero. —Jaidee indica a Somchai que reanude las inspecciones.

—Creo que esta vez nos hemos excedido —observa Kanya mientras el hombre se aleja.

—Querrás decir que yo me he excedido. —Jaidee sonríe—. ¿Te traicionan los nervios?

—No son los nervios. —La mirada de Kanya regresa al punto donde ha desaparecido el espía—. Hay peces más gordos que nosotros,
khun
Jaidee. Los amarraderos... —Kanya deja la frase flotando en el aire. Al cabo, tras esforzarse visiblemente por elegir las palabras, añade—: Es un movimiento agresivo.

—¿Seguro que no tienes miedo? —bromea Jaidee.

—¡No! —La teniente se muerde la lengua, contiene su genio, recupera la compostura.

En secreto, Jaidee admira la habilidad de la mujer para hablar con el corazón frío. Él nunca ha sido tan cuidadoso con sus palabras, ni con sus actos. Siempre ha sido de los que embisten como un megodonte y después intentan enderezar el arroz pisoteado.
Jai rawn
, en vez de
jai yen
. Corazón caliente, en vez de frío. Kanya, sin embargo...

—Quizá este no haya sido el campo de batalla más adecuado —concluye Kanya.

—No seas tan pesimista. Los amarraderos son el lugar idóneo. Esos dos gorgojos de ahí han aflojado doscientos mil baht sin poner ninguna pega. Demasiado dinero para provenir de algo legítimo. —Jaidee sonríe—. Tendría que haber venido aquí hace tiempo para darles una lección a estos
heeya
. Es mejor que vagar por el río a bordo de un esquife de muelles percutores, arrestando a niños por transportar productos modificados de contrabando. Al menos este trabajo es honrado.

—Pero Comercio intervendrá de seguro. Por ley, este es su terreno.

—Si las leyes tuvieran un ápice de sensatez, no importaríamos nada de esto. —Jaidee agita una mano, desdeñoso—. Las leyes son un montón de documentos confusos que solo obstruyen la justicia.

—Por lo que a Comercio respecta, las leyes siempre llevan las de perder.

—Eso es algo que ambos sabemos perfectamente. En cualquier caso, es mi cabeza. A ti no te tocarán ni un pelo. Aunque hubieras sabido adónde íbamos esta noche, no habrías podido detenerme.

—Yo no... —empieza Kanya.

—No te preocupes. Va siendo hora de que tanto Comercio como sus mascotas
farang
reciban un toque de atención. Se han vuelto complacientes y necesitan algo que les recuerde que todavía deben realizar algún que otro
khrab
al concepto de nuestras leyes. —Jaidee hace una pausa y vuelve a pasear la mirada por los destrozos—. ¿De verdad que no hay nada más en las listas negras?

Kanya se encoge de hombros.

—Solo el arroz. Todo lo demás es completamente inocuo, sobre el papel. Ni especímenes de cría. Ni genes en suspensión.

—¿Pero?

—A casi todo se le podría dar un mal uso. Los cultivos de nutrientes no pueden tener ninguna utilidad legítima. —Kanya ha recuperado su habitual expresión hierática y deprimida—. ¿Quieres que volvamos a embalarlo todo?

Jaidee hace una mueca y termina sacudiendo la cabeza.

—No. Quemadlo.

—¿Perdona?

—Quemadlo. Los dos sabemos qué está pasando aquí. Démosles a los
farang
algo que reclamar a sus agencias de seguros. Que sepan que sus actividades tienen un precio. —Jaidee sonríe—. Quemadlo todo. Hasta la última caja.

Por segunda vez esa noche, mientras los embalajes crepitan devorados por el fuego y el aceite WeatherAll se derrama, se incendia y eleva chispas al aire como oraciones dirigidas al cielo, Jaidee obtiene la satisfacción de ver otra sonrisa en los labios de Kanya.

Ya es casi de día cuando Jaidee llega a casa. El ji ji ji de los lagartos jingjok se mezcla con el canto de las cigarras y el zumbido atiplado de los mosquitos. Se descalza y sube los escalones; la teca cruje bajo sus pies mientras entra con sigilo en su casa elevada sobre pilares, sintiendo la suave madera en las plantas, tersa y pulida contra su piel.

Abre la mosquitera y se desliza dentro, cerrando la puerta enseguida a su paso. Están cerca del
khlong
, a escasos metros, y el agua fluye espesa y rojiza. Los enjambres de mosquitos revolotean muy próximos.

En el interior arde una vela solitaria que ilumina a Chaya allí donde está tendida en un diván, dormida, esperándolo. Jaidee sonríe con ternura y se dirige al cuarto de baño para desnudarse rápidamente y echarse agua por encima de los hombros. Intenta lavarse deprisa y sin hacer ruido, pero las salpicaduras resuenan al chocar con el suelo. Hunde de nuevo las manos en el agua y la vierte sobre su espalda. Aun de madrugada el aire es tan caliente que no le molesta que el agua esté ligeramente helada. En la estación cálida, todo el frescor es poco.

Cuando sale del baño con un sarong enrollado a la cintura, Chaya está despierta, mirándolo con una sombra de inquietud en sus ojos castaños.

—Es muy tarde —susurra—. Estaba preocupada.

Jaidee sonríe.

—Sabes que no tienes por qué preocuparte. Soy un tigre. —La abraza con fuerza. La besa con delicadeza.

Chaya arruga la nariz y lo aparta de un empujón.

—No te creas todo lo que dicen los periódicos. Un tigre. —Hace una mueca—. Hueles a humo.

—Acabo de bañarme.

—Es el pelo.

Jaidee se mece sobre los talones.

—Ha sido una noche fabulosa.

Chaya sonríe en la oscuridad y sus dientes blancos destellan; la piel de caoba recorta su silueta sobre el fondo negro.

—¿Has dado un golpe por nuestra reina?

—He dado un golpe contra Comercio.

Chaya se encoge.

—Ah.

Jaidee le acaricia el brazo.

—Antes siempre te alegrabas cuando hacía enfadar a la gente importante.

Chaya se aparta de él y se pone en pie; empieza a ordenar los cojines. Sus gestos son bruscos, irritados.

—Eso era antes. Ahora me preocupo por ti.

—No deberías. —Jaidee se aparta de su camino mientras Chaya termina con el diván—. Me sorprende que te molestes en esperar levantada. Si yo estuviera en tu lugar, me acostaría y tendría dulces sueños. Todo el mundo ha desistido de controlarme. Para ellos no soy más que un gasto accesorio. El pueblo me admira demasiado como para hacer nada al respecto. Han asignado espías para vigilarme, pero ya no se molestan en intentar detenerme.

—Un héroe para el pueblo y un incordio para el Ministerio de Comercio. Preferiría tener al ministro Akkarat como amigo y al pueblo como enemigo. Estaríamos más seguros.

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