—¿Otra vez?
—Desde luego. Meser Leonardo tenía que elaborar un tríptico para la capilla de la Confraternidad con los hermanos Ambrogio y Evangelista de'Predis. Entre los tres cobraron doscientos escudos por adelantado a cuenta del trabajo, y cada uno se entregó a una parte del retablo. El toscano se hizo cargo de la tabla central. Su cometido era pintar una Virgen rodeada de profetas, mientras que los laterales mostrarían un coro de ángeles músicos.
—No continuéis: jamás terminó su trabajo…
—Pues no. Esta vez meser Leonardo concluyó su parte, pero no entregó lo que se le había pedido. En su madero no estaban los profetas por ninguna parte. En cambio, presentó un retrato de Nuestra Señora dentro de una cueva, junto al niño Jesús y a san Juan. (La Virgen de las Rocas, hoy en el Louvre) El muy osado aseguró a los frailes que su tabla representaba el encuentro que ambos niños tuvieron mientras Jesús y su familia huían a Egipto. ¡Pero eso tampoco lo recoge ningún Evangelio!
—Y, claro, le denunciaron al Santo Oficio.
—Sí. Pero no por lo que creéis. El Moro medió para que el proceso no prosperara y lo libraran de un juicio seguro.
Dudé si seguir preguntándole. Al fin y al cabo era él quien quería que le pusiera al corriente de mis acertijos. Pero no podía negar que sus explicaciones me tenían intrigado:
—Entonces, ¿cuál fue la denuncia que interpusieron a la Inquisición?
—Que Leonardo se había inspirado en el Apocalipsis Nova para pintar su obra.
—Nunca oí hablar de semejante libro.
—Se trata de un texto herético escrito por un viejo amigo suyo, un franciscano menorita llamado Joao Mendes da Silva, también conocido como Amadeo de Portugal, que murió en Milán el mismo año en que Leonardo terminó su tabla. El tal Amadeo publicó un libelo en el que insinuaba que la Virgen y san Juan eran los verdaderos protagonistas del Nuevo Testamento, no Cristo.
Apocalipsis Nova. Memoricé aquel dato para añadirlo al eventual sumario que podría abrir contra Leonardo por herejía.
—¿Y cómo se dieron cuenta los frailes de esa relación entre el Apocalipsis Nova y la pintura de Leonardo?
El bibliotecario sonrió:
—Era muy evidente. El cuadro representaba a la Virgen junto al niño Jesús y al ángel Uriel al lado de Juan Bautista. En condiciones normales, Jesús debería aparecer bendiciendo a su primo Juan, pero en su cuadro ¡sucedía justo lo contrario! Además, la Virgen, en lugar de abrazar a su primogénito, extendía sus brazos protectores sobre el Bautista. ¿Lo entendéis ya? Leonardo había retratado a san Juan no sólo legitimado por Nuestra Señora, sino impartiendo su bendición al mismísimo Cristo, demostrando así su superioridad sobre el Mesías.
Felicité entusiasta a fray Alessandro.
—Sois un observador muy agudo —dije—. Habéis iluminado mucho la mente de este siervo de Dios.
Estoy en deuda con vos, hermano.
—Si vos preguntáis, yo os responderé. Es un voto que siempre cumplo.
—¿Como el ayuno?
—Sí. Como el ayuno.
—Os admiro, hermano. De veras.
El bibliotecario se hinchó como un pavo real y mientras la claridad iba despejando las sombras del claustro, desvelando los relieves y ornamentos que ocultaba, se atrevió por fin a romper la, supongo, provocadora espera que se había impuesto:
—Entonces, ¿me dejaréis que os ayude con vuestros acertijos?
En aquel momento no supe qué responder.
Además de con fray Alessandro, el otro fraile con el que hablaba con cierta frecuencia era el sobrino del prior, Matteo. Aún era un niño, pero más despierto y curioso que los de su edad. Tal vez por eso el joven Matteo no había podido resistir la tentación de acercarse a mí y preguntarme cómo era mi vida en Roma. La gran Roma.
No sé qué se imaginaría que serían los palacios pontificios y las inacabables avenidas de iglesias y conventos, pero a cambio de mis generosas descripciones me regaló algunas confidencias que me hicieron recelar de las buenas intenciones del bibliotecario.
Entre risas me contó qué era lo único capaz de sacar de quicio a su tío, el prior.
—¿Y qué es? —le pregunté intrigado.
—Encontrarse a fray Alessandro y a Leonardo arremangados, cortando lechugas en la cocina de fray Giuglielmo.
—¿Baja Leonardo a las cocinas?
La sorpresa me dejó perplejo.
—¿Cómo? ¡Si no hace otra cosa! Cuando mi tío desea encontrarlo, ya sabe que ése es su escondite favorito. Podrá no mojar ningún pincel durante días, pero es incapaz de visitarnos y no pasarse horas junto a los fogones. ¿No sabíais que Leonardo tuvo una taberna en Florencia, en la que él era cocinero?
—No.
—Él me lo contó. Se llamaba La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo.
—¿De veras?
—¡Por supuesto! Me explicó que la montó con un amigo suyo que también era pintor, Sandro Botticelli.
—¿Y qué pasó?
—¡Nada! Que a la clientela no le gustaban sus guisos de verdura, sus anchoas enrolladas en brotes de col, o una cosa que hacían con pepinillo y hojas de lechuga cortadas en forma de rana.
—¿Y aquí hace eso mismo?
—Bueno, —Matteo sonrió— mi tío no le deja. Desde que llegó al convento, lo que más le gusta es ensayar con nuestra despensa. Dice que está buscando el menú para la Última Cena. Que la comida que debe estar sobre esa mesa es tan importante como el retrato de los apóstoles… y el muy fresco lleva semanas trayéndose a sus discípulos y amigos a comer en una mesa grande que ha dispuesto en el refectorio, mientras vacía las bodegas del convento.
[9]
—¿Y fray Alessandro lo ayuda?
—¿Fray Alessandro? —repitió—. ¡Él es de los que se sientan a la mesa a comer! Leonardo dice que aprovecha entonces para estudiar sus siluetas y cómo pintará lo que comen, pero ¡nadie le ha visto hacer otra cosa que zamparse nuestras reservas!
Matteo se rió divertido.
—La verdad —añadió— es que mi tío ha escrito varias veces al dux protestando por estos abusos del toscano, pero el dux no le ha hecho ni caso. Si sigue así, Leonardo terminará por dejarnos sin cosecha.
Los viernes 13 nunca fueron del agrado de los milaneses. Más permeables a las supersticiones francesas que otros latinos, las jornadas que unían el quinto día de la semana con el fatídico lugar que ocupaba Judas en la mesa de la Última Cena les recordaban efemérides traumáticas. Sin ir más lejos, fue un viernes 13 de octubre de 1307 cuando los templarios fueron detenidos en Francia por orden de Felipe IV el Hermoso.
Entonces se les acusó de negar a Cristo, de escupir sobre su crucifijo, de intercambiar besos obscenos en lugares de culto y de adorar a un extravagante ídolo al que llamaban Bafomet. La desgracia en la que cayó la orden de los caballeros de los mantos blancos fue tal, que desde aquella jornada todos los viernes 13 fueron tenidos por días de mal fario.
El decimotercer día de enero de 1497 no iba a ser la excepción.
A mediodía, una pequeña muchedumbre se agolpaba a las puertas del convento de Santa Marta. La mayoría había cerrado antes de tiempo sus negocios de sedas, perfumes o lanas en la plaza del Verzaro, detrás de la catedral, con tal de no perderse la señal. Parecían impacientes. El anuncio que les había atraído hasta allí era singularmente preciso: antes del ocaso, la sierva de Dios Verónica da Benascio entregaría su alma a Dios. Lo había profetizado ella misma con la seguridad de que hizo gala antes de predicar tantas otras desgracias. Recibida por príncipes y papas, tenida por santa en vida por muchos, su última hazaña había sido ganarse la expulsión del palacio del Moro hacía sólo dos meses. Las malas lenguas decían que pidió ser recibida por donna Beatrice d'Este para anunciarle su fatal destino, y que ésta, fuera de sí, mandó encerrarla en su convento para no volver a verla jamás.
Marco d'Oggiono, el discípulo predilecto del maestro Leonardo, la conocía bien. Había visto al toscano departir con ella a menudo. A Leonardo le gustaba discutir con la religiosa sus extrañas visiones de la Virgen. Anotaba no sólo lo que le decía, sino que a menudo le había sorprendido bosquejando detalles de su rostro angelical, de sus ademanes dulces y su porte doliente, que después trataba de trasladar a sus tablas.
Por desgracia, si sor Verónica no erraba, tales confidencias terminarían aquel viernes. Sin almorzar, Marco arrastró al toscano hasta el lecho mortuorio de la religiosa, consciente de que no les quedaba mucho tiempo.
—Os agradezco que hayáis decidido venir. La hermana Verónica agradecerá poder veros por última vez —susurró el discípulo al maestro.
Leonardo, impresionado por el olor a incienso y aceites de aquella pequeña celda, contempló admirado el rostro marmóreo de la beata. La pobre apenas podía abrir sus ojos.
—No creo que yo pueda hacer nada por ella —dijo.
—Lo sé, maestro. Fue ella la que insistió en veros.
—¿Ella?
Leonardo inclinó su cabeza hasta situarla cerca de los labios de la moribunda. Llevaban un buen rato temblando, como si murmuraran una letanía apenas audible. El párroco de Santa Marta, que ya había extendido los santos óleos sobre sor Verónica y rezaba el santo rosario junto a ella, dejó que el visitante se acercara un poco más.
—¿Todavía pintáis gemelos en vuestras obras?
El maestro se extrañó. La monja le había reconocido sin molestarse siquiera en abrir los ojos.
—Pinto lo que sé, hermana.
—¡Ah, Leonardo! —bisbiseó—. No creáis que no me he dado cuenta de quién sois. Lo sé perfectamente. Aunque a estas alturas de mi vida no vale la pena litigar ya con vos.
Sor Verónica hablaba muy despacio, con un tono imperceptible que al toscano le costaba entender.
—Vi vuestro retablo de la iglesia de San Francesco, vuestra madonna.
—¿Y os gustó?
—La Virgen, sí. Sois un artista con un gran don. Pero los gemelos, no… Decidme, ¿los habéis corregido?
—Lo hice, hermana. Tal y como me pidieron los hermanos franciscanos.
—Tenéis fama de testarudo, Leonardo. Hoy me han dicho que habéis vuelto a pintar gemelos en el refectorio de los dominicos. ¿Es eso cierto?
Leonardo se irguió, atónito.
—¿Habéis visto el Cenacolo, hermana?
—No. Pero vuestro trabajo se comenta mucho. Deberíais saberlo.
—Ya os lo he dicho antes, sor Verónica: sólo pinto aquello de lo que estoy seguro.
—Entonces, ¿por qué insistís en incluir gemelos en vuestras obras para la Iglesia?
—Porque los hubo. Andrés y Simón fueron hermanos. Lo dicen san Agustín y otros grandes teólogos.
Al apóstol Santiago lo confundían a menudo con Jesús por el enorme parecido que se tenían. Y nada de eso lo he inventado yo. Está escrito.
La monja dejó de susurrar.
—¡Ay, Leonardo! —gritó—. ¡No incurráis en el mismo error que en San Francesco! La misión de un pintor no es confundir al fiel, sino mostrarle con claridad los personajes que le han sido encomendados.
—¿Error? —Leonardo alzó la voz sin querer. Marco, el párroco y las dos hermanas que atendían a la moribunda se giraron hacia él—. ¿Qué error?
—¡Vamos, maestro! —gruñó la moribunda—. ¿Acaso no os acusaron de confundir en vuestra tabla a san Juan con Jesús? ¿Por ventura no los retratasteis como si fueran dos gotas de agua? ¿No tenían el mismo pelo rizado, los mismos mofletes y casi el mismo gesto? ¿No inducía vuestra obra a una perversa confusión entre Juan y Cristo?
—Esta vez no sucederá, hermana. No en el Cenacolo.
—¡Pero me dicen que ya habéis pintado a Santiago con el mismo rostro de Jesús!
Todos oyeron la protesta de sor Verónica. Marco, que aún soñaba con demostrar al maestro que sería capaz de descifrar los secretos de su obra, prestó atención:
—No hay confusión posible —replicó Leonardo—. Jesús es el eje de mi nueva obra. Es una enorme «A» en el centro del mural. Un alfa gigante. El origen de toda mi composición.
D'Oggiono se acarició el mentón meditabundo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Si repasaba mentalmente La Ultima Cena, Jesús, en efecto, parecía una enorme «A» mayúscula.
—¿Una «A»? —sor Verónica bajó la voz. Aquello le extrañó—. ¿Y puede saberse qué habéis escrito esta vez en vuestra obra, Leonardo?
—Nada que los verdaderos fieles no puedan leer.
—La mayoría de los buenos cristianos no saben leer, maestro.
—Por eso pinto para ellos.
—¿Y eso os ha dado derecho a incluiros entre los Doce?
—Encarno al más humilde de los discípulos, hermana. Represento a Judas Tadeo, casi al final de la mesa, como la omega que va a la cola del alfa.
—¿Omega? ¿Vos?… Andad con cuidado, meser. Sois muy pretencioso y el orgullo podría perder vuestra alma.
—¿Es una profecía? —preguntó irónico.
—No os burléis de esta anciana y atended el pronóstico que tengo que haceros. Dios me ha dado una visión clara de lo que está por venir. Debéis saber, Leonardo, que no seré yo la única que hoy entregará su alma al Padre Eterno —dijo—. Algunos de esos que llamáis verdaderos fieles me acompañarán a la Sala del Juicio. Y mucho me temo que no se ganarán la misericordia del Altísimo.
Marco d'Oggiono, impresionado, vio a sor Verónica resollar por el esfuerzo.
—A vos, en cambio, aún os queda vida para arrepentiros y salvar vuestra alma.
Nunca agradeceré bastante al hermano Alessandro lo mucho que me ayudó en los días que siguieron a aquel paseo. Aparte de él y del joven Matteo, que a veces visitaba la biblioteca para curiosear en el trabajo del fraile huraño venido de la ciudad pontificia, apenas intercambiaba palabras con nadie. Al resto de los monjes sólo los veía a las horas de comer en el improvisado refectorio que habían habilitado junto al llamado Claustro Grande, y acaso en la iglesia en los momentos de oración. Pero en uno y otro lugar predominaba la regla del silencio y no era fácil entablar relaciones con ninguno de ellos.
En la biblioteca, por el contrario, todo cambiaba. Fray Alessandro perdía la rigidez que mostraba entre los suyos y soltaba su lengua tan reprimida en otras parcelas de la vida monástica. El bibliotecario era de Riccio, junto al lago Trasimeno, más cerca de Roma que de Milán, lo que en cierto modo justificaba su aislamiento del resto de los frailes y hacía que me viera como un paisano necesitado al que proteger. Aunque jamás lo vi probar bocado, cada jornada me traía agua, unas pastas de trigo prietas como cantos rodados (una especialidad de fray Guglielmo que hurtaba a escondidas para mí), y hasta me abastecía de aceite limpio para la lámpara cada vez que ésta amenazaba con extinguirse. Y todo —comprendí más tarde— con tal de no alejarse de mi vera y a la espera de que su inesperado huésped necesitara descargar en alguien sus tensiones y le revelara nuevos detalles de su «secreto». Creo que a cada hora que pasaba, Alessandro lo suponía más y más grande. Yo le reprochaba que la imaginación no era un buen aliado para alguien que pretendiera descifrar misterios, pero él se limitaba a sonreír, seguro de que sus habilidades le serían de utilidad algún día.