Otra cosa que llamó mi atención de aquel galimatías fue el número siete. Los números suelen ser importantes en este tipo de enigmas. El poema estaba formado por siete líneas. Su extraña métrica, irregular, debía querer indicar algo. Algo así como el anzuelo de Leonardo. Y si ese «algo» era la identidad que buscaba, el texto advertía que únicamente la alcanzaría contando los ojos de alguien a quien no podía mirar a la cara. La paradoja, no obstante, me desarmó. ¿Cómo podía contar los ojos de alguien sin mirarle el rostro?
El texto se me resistía. ¿Qué quería indicar la misteriosa alusión a los ojos? ¿Quizá algo parecido a los siete ojos de Yahvé que describe el profeta Zacarías, o a los siete cuernos y siete ojos del cordero degollado del Apocalipsis?.
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Y de ser el caso, ¿qué clase de nombre podría encontrarse tras un número? La frase central era elocuente: «La cifra de mi nombre hallarás en su costado». ¿La cifra? ¿Un siete acaso?
¿Podría referirse a un numeral, a un séptimo? ¿Como el antipapa Clemente VII de Aviñón, por ejemplo? No tardé en descartar aquella posibilidad. No era probable que nuestro anónimo escriba fuera merecedor de ningún número tras su nombre. Pero entonces, ¿qué? Es más: ¿cómo debía interpretar la extraña errata que descubrí en el cuarto verso? ¿Por qué en lugar de invenies, el codificador del mensaje había escrito rinvenies?
Las rarezas se acumulaban unas sobre otras.
Mi primera jornada de trabajo en Santa María sólo me proporcionó una certeza: las dos últimas frases de la «firma» eran, con absoluta seguridad, formulismos propios de un dominico. El instinto no le falló a Torriani. «Contemplan et contemplata alus tradere» era una famosa sentencia de santo Tomás recogida en la Suma teológica y aceptada como uno de los lemas más conocidos de nuestra orden. Quería decir «contemplar y dar a los otros el resultado de vuestra contemplación». La otra, «Veritas», «Verdad», además de ser otro lema dominico bastante común, solía emplearse en nuestros escudos. Cierto es que nunca había visto ambas frases juntas, pero leídas de corrido parecían decir que para llegar a la verdad había que estar en actitud vigilante. Como poco, era un buen consejo. El padre Alberti la hubiera aplaudido.
Pero ¿y las dos sentencias precedentes? ¿Qué clase de nombre o mensaje encerraban?
—¿Habéis oído hablar del nuevo huésped del convento de Santa María?
Leonardo solía apurar las últimas horas de luz en la contemplación de su Ultima Cena. El sol del ocaso transformaba las figuras sentadas a la mesa en sombras rojizas primero y en perfiles oscuros, siniestros, después. Con frecuencia acudía al convento de Santa María sólo para contemplar su obra favorita y distraerse del resto de sus ocupaciones diarias. El dux lo atosigaba para que terminara la colosal estatua ecuestre en honor de Francesco Sforza, un caballo monumental que lo obsesionaba durante el día; sin embargo, hasta el Moro era consciente de que la verdadera pasión de Leonardo estaba en el refectorio de Santa Maria. Aquellos casi cinco metros por nueve de pintura al óleo eran la obra más grande que jamás había emprendido. Sólo Dios sabría cuándo la terminaría, pero ese detalle poco importaba al genio. Tan abstraído estaba frente a su mágico paisaje que Marco d'Oggiono, el más curioso de los discípulos del toscano, tuvo que repetir de nuevo su pregunta.
—¿De veras no habéis oído hablar de él?
El maestro, abstraído, negó con la cabeza. Marco lo encontró sentado sobre una caja de madera en el centro del refectorio, con su melena nevada suelta, tal y como acostumbraba al terminar su jornada de trabajo.
—No… —dudó—. ¿Es alguien interesante, caro?
—Es inquisidor, maestro.
—Un oficio terrible, entonces.
—El caso, meser, es que también él parece muy interesado en vuestros secretos.
Leonardo distrajo la vista del Cenacolo
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y buscó la mirada azul de su discípulo. Tenía el semblante grave, como si la cercanía de un miembro del Santo Oficio hubiera despertado algún temor arcano en su alma.
—¿Mis secretos? ¿Otra vez preguntas por ellos, Marco? Todos están aquí. Ya te lo dije ayer. A la vista.
Hace años que aprendí que si deseas ocultar algo a la necedad humana, el mejor sitio para hacerlo es ese en el que todo el mundo pueda verlo. Lo entiendes, ¿verdad?.
Marco asintió sin demasiado convencimiento. El buen humor que el maestro exhibiera la jornada anterior se había esfumado por completo.
—He pensado mucho en lo que me dijisteis, maestro. Y creo haber comprendido algo más de este lugar.
—¿De veras?
—Pese a trabajar en suelo sagrado y bajo la supervisión de hombres de Dios, en vuestra Cena no habéis querido pintar la primera misa de Cristo, ¿no es cierto?
Las cejas rubias y pobladas del maestro levitaron de asombro. Marco d'Oggiono prosiguió:
—No finjáis sorpresa. Jesús no sostiene la hostia en la mano, no instaura la eucaristía, y sus discípulos ni comen ni beben. Ni siquiera reciben la bendición.
—Vaya —exclamó—. Continúa. Vas por buen camino.
—Lo que no entiendo, maestro, es por qué habéis pintado ese nudo corredizo en el extremo de la mesa.
El vino y el pan figuran en las Escrituras; el pescado, pese a que no lo cita ningún evangelista, puedo entenderlo como un símbolo del propio Cristo. Pero quién habló nunca de un nudo en el mantel del banquete pascual?
Leonardo alargó su mano hacia d'Oggiono, llamándolo junto a sí.
—Veo que has intentado meterte dentro del mural. Eso está bien.
—Y, sin embargo, sigo lejos de vuestro secreto, ¿verdad?
—No debería preocuparte llegar a la meta, Marco. Ocúpate sólo de recorrer el camino.
Marco abrió los ojos atónito.
—¿Me habéis escuchado, maestro? ¿No os preocupa que un inquisidor haya llegado a este convento y vaya preguntando por ahí por vuestra Santa Cena?
—No.
—¿No? ¿Y ya está?
—¿Y qué quieres que te diga? Tengo cosas más importantes de las que ocuparme. Como dejar terminada esta Cena y… su secreto. —Leonardo se mesó las barbas con un gesto divertido antes de proseguir—: ¿Sabes, Marco? Cuando por fin descubras el secreto que estoy pintando y seas capaz de leerlo por primera vez, ya no podrás dejar de verlo nunca. Y te preguntarás cómo has podido estar tan ciego. Ésos, y no otros, son los secretos mejor guardados. Los que están delante de nuestras narices y no somos capaces de ver.
—¿Y cómo aprenderé a leer vuestra obra, maestro?
—Siguiendo el ejemplo de los grandes hombres de este tiempo. Como Toscanelli, el geógrafo, que ha terminado ya de diseñar su propio secreto ante los ojos de toda Florencia.
El discípulo nunca había oído hablar de ese viejo conocido de Leonardo. En Florencia lo llamaban el Físico, y aunque llevaba años ganándose la vida con sus mapas, antes había sido médico y lector apasionado de los escritos de Marco Polo.
—Pero tú no sabrás nada de eso. —Sacudió Leonardo la cabeza—. Para que no me acuses más de no enseñarte cómo leer un secreto, hoy te hablaré del que Toscanelli ha dejado en la catedral de Florencia.
—¿De veras? —Marco aguzó el oído.
—Cuando regreses a esa ciudad, no dejes de ver la enorme cúpula que Filippo Brunelleschi construyó para el Duomo. Pasea tranquilo bajo ella y fíjate en el pequeño agujero practicado en uno de sus lados. En los días de san Juan Bautista y san Juan Evangelista, en junio y en diciembre, el sol del mediodía atraviesa ese orificio desde más de ochenta metros de altura e ilumina una línea de mármol que mi amigo Toscanelli dispuso cuidadosamente en el suelo.
—¿Y para qué, maestro?
—¿No lo entiendes? Es un calendario. Los solsticios allí marcados señalan el inicio del invierno y del verano. Fue Julio César el primero en darse cuenta y el primero en fijar la duración del año en trescientos sesenta y cinco días y un cuarto. Él inventó el año bisiesto.
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Y todo gracias a la observación del avance del sol sobre una línea como aquélla. Toscanelli, pues, decidió dedicarle ese ingenio. ¿Sabes cómo?
Marco se encogió de hombros.
—Colocando al inicio de su meridiana de mármol, por este orden atípico, los signos de Capricornio, Escorpio y Aries.
—¿Y qué tienen que ver los signos del zodiaco con el homenaje a César, maestro?
Leonardo sonrió.
—Precisamente ahí está el secreto. Si tomas las dos primeras letras del nombre de cada uno de esos signos, y respetas su orden, así: ca-es-ar, tendrás el apellido oculto que buscábamos.
—Ca-es-ar… ¡Claro como el agua! ¡Es perfecto!
—Lo es.
—¿Y algo así es lo que esconde vuestro Cenacolo, maestro?
—Algo así. Pero dudo que ese inquisidor al que tanto temes llegue a descubrirlo nunca.
—Pero…
—Y, por cierto —le atajó—, el nudo es uno de los muchos símbolos que acompañan a María Magdalena. Un día de estos te lo explicaré.
Debí de quedarme dormido sobre el pupitre.
Cuando fray Alessandro me zarandeó a eso de las tres de la madrugada, justo después de los maitines, un doloroso entumecimiento se había apoderado de todo mi cuerpo.
—¡Padre, padre! —bufó el bibliotecario—. ¿Os encontráis bien?
Algo le debí de responder, porque entre zarandeo y zarandeo el bibliotecario hizo una observación que me despertó de golpe:
—¡Hablabais en sueños! —rió, como si aún se burlara de mi incapacidad para resolver adivinanzas—.
—Fray Matteo, el sobrino del prior, os ha oído balbucear no sé qué frases extrañas en latín y ha venido a avisarme a la iglesia. Creía que estabais poseído.
Alessandro me miraba con un gesto entre divertido y preocupado, encogiendo aquella nariz de garfio con la que parecía amenazarme.
—No es nada —me excusé, bostezando.
—Padre, lleváis mucho tiempo trabajando. Apenas habéis probado bocado desde que llegasteis, y de poco sirven mis desvelos por vos. ¿Estáis seguro de que no puedo ayudaros en vuestro trabajo?
—No. No es necesario, creedme. —La torpeza del bibliotecario con el jeroglífico del anzuelo no auguraba una gran ayuda.
—¿Y qué demonios era eso de Oculos ejus dinumera! Lo repetíais una y otra vez.
—¿Decía eso? Palidecí.
—Sí. Y no sé qué sobre un lugar llamado Betania. ¿Soñáis a menudo con pasajes de la Biblia, con Lázaro el resucitado, y cosas así? Porque Lázaro era de Betania, ¿no?
Sonreí. La ingenuidad de fray Alessandro parecía no tener límites.
—Dudo que lo comprendáis, hermano.
—Intentadlo —dijo balanceándose graciosamente al compás de sus palabras. El fraile estaba a un palmo de mí, vigilándome con creciente interés, con aquella enorme nuez subiéndole y bajándole por la garganta—. A fin de cuentas, yo soy el intelectual de este convento…
Prometí satisfacer su curiosidad a cambio de algo que comer. Acababa de darme cuenta de que ni siquiera había acudido a cenar en mi primera noche en Santa Maria. Mi estómago rugía bajo los hábitos.
Solícito, el bibliotecario me condujo hasta las cocinas y consiguió algunos restos de la cena anterior.
—Es panazella, padre —explicó tendiéndome un cuenco aún tibio que alivió mis manos heladas.
—¿Panazella?
—Comed. Sopa de pepino, tomate, cebolla y pan. Os sentará bien…
Aquel mejunje espeso y aromático se deslizó como la seda en mis entrañas. Con la noche cerrada en el exterior e iluminados con la escasa luz de una vela, también devoré lo que quedaba de una excelente pasta de hojaldre seca que llamaban torroni, así como un par de higos secos. Después, con la barriga satisfecha, mis reflejos comenzaron a responder de nuevo.
—¿Vos no coméis, fray Alessandro?
—Oh, no —sonrió el larguirucho—. El ayuno no me lo permite. Llevo así desde antes de que llegarais a esta casa.
—Comprendo.
La verdad es que no le di más importancia.
«¿Así que me he quedado dormido recordando los primeros versos de la firma del Agorero?», me reproché. No era de extrañar. Mientras agradecía a fray Alessandro sus atenciones y alababa la merecida fama de su cocina, recordé que en Betania ya habían tenido la oportunidad de comprobar que aquellos versos no procedían de ninguna cita evangélica. En realidad, tampoco se correspondían con texto alguno de Platón ni ningún otro clásico conocido, y mucho menos formaban parte de epístolas de los Padres de la Iglesia o de leyes del derecho canónico. Aquellas siete líneas desatendían los más elementales códigos de cifrado empleados por cardenales, obispos y abades, que encriptaban ya casi todas sus comunicaciones con los Estados pontificios por temor a ser espiados. Las frases rara vez eran legibles: se convertían del latín oficial a una jerga de consonantes y números gracias a unas plantillas de sustitución muy elaboradas, acuñadas en bronce por mi admirado León Battista Alberti. Por lo general, aquellas plantillas estaban formadas por una serie de ruedas superpuestas en cuyos bordes se colocaban las letras del alfabeto. Con pericia y unas instrucciones mínimas, las letras de la rueda exterior se sustituían por las de la rueda inferior, cifrando así cualquier mensaje.
Tanta precaución tenía su lógica: para la curia, la pesadilla de verse descubierta por nobles a los que odiaban o por cortesanos contra los que intrigaban había multiplicado el trabajo de Betania por cien en muy poco tiempo y nos había convertido en una herramienta imprescindible para la administración de Iglesia.
Pero ¿cómo explicarle al bueno de Alessandro todo aquello? ¿Cómo confesar que la clave que me atormentaba se salía de los métodos de cifrado que conocía y que por eso me obsesionaba? No. Oculos ejus dinumera no era de esa clase de mensajes que uno pudiera explicar sin más a un lego en códigos secretos.
—¿Puedo preguntaros en qué estáis pensando, padre Leyre? Empiezo a creer que no me prestáis ninguna atención.
Fray Alessandro tiró de mis hábitos para reconducirme por los oscuros pasillos del convento hasta la zona de los dormitorios.
—Ahora que habéis comido —dijo en tono patriarcal, sin perder aquella mueca burlona con la que llevaba obsequiándome desde nuestro encuentro—, lo mejor será que descanséis hasta los oficios de laudes.
Antes del amanecer, vendré a despertaros y me explicaréis qué os traéis entre manos. ¿De acuerdo?
Acepté de mala gana.
A aquella hora la celda estaba helada, y la sola idea de despojarme de los hábitos y meterme en un camastro húmedo y duro me aterraba más que la vigilia. Pedí al bibliotecario que encendiera la vela que descansaba sobre mi mesilla y convinimos en vernos y pasear al alba por el claustro del hospital para aclararnos ciertas cosas. No es que me sedujera la idea de compartir detalles de mi trabajo con nadie. De hecho, ni siquiera había presentado aún mis respetos al prior de Santa Maria, pero algo me decía que fray Alessandro, pese a su impericia con los enigmas, iba a resultarme de utilidad en aquel embrollo.