—Tal vez nunca le han encargado algo así.
—No, padre Leyre. El toscano ha evitado pintar esa clase de episodios bíblicos por alguna oscura razón. Al principio pensamos que podía ser judío, pero más tarde descubrimos que no. No guardaba las normas del sabbath, ni tampoco respetaba otras costumbres hebreas.
—¿Y entonces?
—Bueno… Creo que esa anomalía debe de estar relacionada con el problema que nos ocupa.
—Habladme de él. Fray Alessandro nunca mencionó que Leonardo os hubiera desafiado.
—El bibliotecario no estuvo presente cuando ocurrió. Y en la comunidad apenas conocemos los hechos media docena de frailes.
—Os escucho.
—Fue durante una de las visitas de cortesía que donna Beatrice hacía a Leonardo, hace unos dos años.
El maestro había terminado de pintar a santo Tomás en su Última Cena. Lo había representado como un hombre barbudo que levanta su dedo índice hacia el cielo, cerca de Jesús.
—Supongo que es el dedo que después metería en la llaga de Cristo, una vez resucitado, ¿no?
—Eso pensé yo y así se lo manifesté a su alteza, la princesa d'Este. Pero Leonardo se rió de mi interpretación. Dijo que los frailes no teníamos ni idea de simbolismo, y que si quisiera podría retratar una escena del propio Mahoma allí mismo sin que ninguno de nosotros se diera cuenta.
—¿Eso dijo?
—Donna Beatrice y el maestro rieron, pero a nosotros nos pareció una ofensa. Pero ¿qué podíamos hacer? ¿Indisponernos con la esposa del Moro y con su pintor favorito? Si lo hacíamos, a buen seguro que Leonardo nos inculparía del retraso en sus trabajos con La Última Cena.
El prior prosiguió:
—En realidad, fui yo quien lo desafió. Quise demostrarle que no era tan torpe en el terreno de la interpretación de símbolos como pretendía, pero pisé un terreno que jamás debí hollar.
—¿A qué os referís, padre?
—Por aquellas fechas, solía visitar el palacio Rochetta. Debía dar cuenta al dux de los avances en las obras de Santa Maria. Y no eran raras las ocasiones en las que sorprendía a donna Beatrice entreteniéndose en la sala del trono con un juego de naipes. Sus grabados eran figuras extrañas, llamativas, pintadas con vivos colores. En ellos se representaban ahorcados, mujeres sosteniendo estrellas, faunos, papas, ángeles con los ojos vendados, diablos..
Pronto supe que aquellas cartas eran un viejo legado de la familia. Las diseñó el antiguo duque de Milán, Filippo Maria Visconti, con la ayuda del condottiero Francesco Sforza, hacia 1441. Más tarde, cuando éste se hizo con el control del ducado, regaló aquel mazo a sus hijos, y una copia terminó en manos de Ludovico el Moro.
—¿Y qué ocurrió?
—Veréis, una de aquellas cartas representaba a una mujer vestida de franciscana que sostenía un libro cerrado en su mano. Me llamó mucho la atención porque el hábito que llevaba era de varón. Además, parecía preñada. ¿Os la imagináis? ¿Una mujer preñada con hábito de franciscano? Parecía una burla. Pues bien, no sé por qué recordé ese naipe durante aquella discusión con Leonardo y les lancé un farol. «Sé lo que significa la carta de la franciscana», dije. Recuerdo que donna Beatrice se puso muy seria. «¿Qué sabréis vos?», bufó. «Es un símbolo que habla de vos, princesa», dije. Aquello le interesó. «La franciscana es una doncella coronada, lo que significa que tiene vuestra misma dignidad. Y está embarazada. Lo que anuncia la llegada de ese estado de gracia para vos. Ese naipe es un anuncio de lo que os depara el destino.»
—¿Y el libro? —pregunté.
—Eso fue lo que más le ofendió. Le dije que la franciscana cerraba el libro para ocultar que era una obra prohibida. «¿Y qué obra creéis que es?», me interrogó el maestro Leonardo. «Tal vez el Apocalipsis Nova, que vos conocéis muy bien», respondí no sin sorna. Leonardo se envalentonó y fue cuando lanzó su desafío. «No tenéis ni idea», dijo. «Claro que ese libro es importante. Tanto o más que la Biblia, pero vuestro orgullo de teólogo hará que no lo conozcáis jamás.» Y añadió: «Cuando ese futuro hijo de la duquesa nazca, yo ya habré terminado de incorporar sus secretos a vuestro Cenacolo. Y os aseguro que aunque los tendréis delante mismo de vuestras narices jamás podréis leerlos. Ésa será la grandeza de mi enigma. Y la prueba de vuestra necedad».
—¿Cuándo podré ver La Última Cena? —interpelé al prior.
Benedetto sonrió.
—Ahora mismo, si queréis —dijo—. La tenéis frente a vos. Sólo debéis abrir los ojos.
Al principio no supe dónde mirar. La única pintura que era capaz de discernir en aquel refectorio que olía a humedad y polvo era una María Magdalena aferrada a los pies de la cruz de Cristo. Lucía sobre el muro meridional del salón y lloraba con amargura frente a la mirada estática de santo Domingo. Aquella Magdalena tenía sus rodillas apoyadas sobre una piedra rectangular en la que podía leerse un nombre que no había oído jamás: «lo Donatvs Montorfanv».
—Ése es un trabajo del maestro Montorfano. —Bandello me sacó de dudas— Una obra piadosa, encomiable, que se terminó hace casi dos años. Pero no es lo que deseáis ver.
El prior señaló entonces la pared opuesta. La historia del naipe y su libro secreto me había distraído tanto que casi no era capaz de descifrar lo que veían mis ojos. Una montaña de tablas tapaba buena parte del rincón septentrional del refectorio. No obstante, la escasa claridad que bañaba aquel rincón me dejó entrever algo que me paralizó. En efecto: más allá de la barrera de cajas y cartones, entre los huecos que dejaba el gran andamio de madera que cruzaba la pared de lado a lado, se columbraba… ¡otra sala! Tardé algún tiempo en comprender que se trataba de una ilusión. Pero qué ilusión. Sentados a lo largo de una tabla rectangular idéntica a la mesa de banquete que tanto me había llamado la atención al entrar, trece figuras humanas de gestos y actitudes vivas, frescas, parecían representar una obra teatral sólo para nosotros. No eran cómicos, Dios me perdone; eran los retratos más reales y sobrecogedores que había visto jamás de Nuestro Señor Jesucristo y de sus discípulos. Es cierto que faltaban por definir algunos de sus rostros, entre ellos el del propio Nazareno, pero el conjunto estaba casi terminado y… respiraba.
—¿Qué? ¿Podéis verlo ya? ¿Distinguís lo que hay detrás?
Tragué saliva antes de asentir.
El padre Benedetto, misteriosamente satisfecho, me dio una palmadita suave en la espalda invitándome a tomar posiciones más cerca de aquella pared mágica.
—Acercaos, no os morderá. Es la Opus Diaboli de la que trataba de preveniros. Seductora como la serpiente del Paraíso, e igual de venenosa que ella…
Imposible expresar en palabras lo que sentí en aquel momento. Tenía la impresión de estar contemplando una escena prohibida, la imagen detenida de algo que tuvo lugar hacía quince siglos y que Leonardo había logrado inmortalizar con un realismo inconcebible. Entonces ignoraba por qué el tuerto la llamaba «obra del Diablo», cuando parecía un legado de los mismos ángeles. Como embriagado, caminé absorto a su encuentro sin mirar dónde ponía los pies. A medida que me aproximaba, el muro iba cobrando más y más vida. ¡Santo Cristo! De repente comprendí qué hacía aquella mesa preparada bajo aquellos andamios: mantel, cubertería, jarras y grandes vasos de cristal y hasta fuentes de loza aparecían dispuestos de manera idéntica dos metros más arriba, sobre la pared, sin desmerecer en nada a los reales. Pero ¿y los discípulos? ¿De qué rostros había copiado sus gestos? ¿De dónde había tomado sus ropas?
—Si queréis, hermano Agustín, podemos subir al armazón para ver la obra más de cerca. No creo que el maestro Leonardo venga hoy a supervisar su trabajo…
«Claro que quiero», pensé.
—Enseguida descubriréis que por mucho que os acerquéis no apreciaréis nada más. —El prior sonrió con malicia—. Aquí sucede al revés que en cualquier cuadro: si uno se aproxima demasiado a su obra, pierde la sensación del conjunto, se marea, y es incapaz de encontrar una sola huella de pincel que le sirva de guía para interpretar la pintura.
—¡Una prueba más de su herejía! —bramó el tuerto—. ¡Ese hombre es un mago!
No supe qué decir. Durante unos instantes, tal vez minutos, no sé, fui incapaz de apartar la vista de las figuras más maravillosas que había contemplado en mi vida. Allí, en efecto, no había marcas, perfiles ni raspaduras de espátula o borrones sobre trazos de carboncillo. ¿Y qué importaba? Aún sin acabar, con dos de los apóstoles sólo esbozados sobre la pared, con el rostro de Nuestro Señor todavía carente de expresión y los bordes exteriores de otras tres figuras sin colorear, uno ya podía pasearse dentro de aquel festín sagrado.
Bandello, viendo correr el tiempo, se esforzó por devolverme a la realidad:
—Y decidme, fray Agustín: con esa sagacidad con la que habéis impresionado al hermano Alessandro, ¿aún no habéis apreciado nada raro en esta obra?
—No… No sé a qué os referís, prior.
—Vamos, padre. No nos decepcionéis. Habéis aceptado ayudarnos en nuestro acertijo. Si logramos identificar las anomalías que presenta esta obra con el contenido de algún libro prohibido, conseguiremos detener a Leonardo y acusarlo de volver a inspirarse en fuentes apócrifas. Sería su fin.
El prior aguardó un instante antes de proseguir:
—Os daré una pista. ¿No os habéis dado cuenta aún de que ninguno de los apóstoles, ni siquiera el propio Jesucristo, lucen su halo de santidad? ¡No me diréis que eso es normal en el arte cristiano!
Dios bendito. Vicenzo Bandello tenía razón. Mi torpeza no tenía límites. Estaba tan sorprendido por el extraordinario realismo de los personajes, que no había advertido aquella ausencia capital.
—¿Y qué me decís de la eucaristía? —terció el cíclope, desbocado—. Si ésta es, en verdad, La Última Cena, ¿por qué Jesucristo no tiene frente a sí el pan y el vino para consagrarlos? ¿Dónde está el Santo Grial que contiene su preciada sangre redentora? ¿Y por qué su escudilla está vacía? ¡Hereje! ¡Es un hereje!
—¿Qué insinuáis, hermanos? ¿Que el maestro no ha seguido el texto bíblico a la hora de pintar esta escena?
Me parecía estar escuchando aún las explicaciones de fray Alessandro sobre el retrato de la Virgen que Leonardo había pintado para los monjes de San Francesco II Grande. También entonces el toscano había desoído tanto las indicaciones bíblicas como las instrucciones de sus patronos. La siguiente pregunta, pues, debió de parecerles pueril:
—¿Le habéis preguntado por qué lo ha hecho así?
—¡Pues claro! —respondió el prior—. Y sigue riéndose en nuestras barbas llamándonos ingenuos. Dice que no es tarea suya ayudarnos a interpretar su Cena. ¿Podéis creerlo? El muy zorro pasa de tarde en tarde por aquí, da un par de pinceladas a alguno de los apóstoles, se sienta durante horas a contemplar lo que lleva hecho y apenas se digna a hablar a la comunidad para explicar las rarezas de su trabajo…
—Al menos se justificará con algún pasaje evangélico, ¿no? —dije intuyendo ya su respuesta.
—¿Algún evangelio? —La pregunta del tuerto sonó socarrona—. Vos los conocéis tan bien como yo, así que decidme en qué parte de ellos se describe a Pedro sosteniendo una daga en la mesa, o a Judas y a Cristo metiendo la mano en el mismo plato… No encontraréis ninguna alusión a esas escenas. No señor.
—¡Pues exigidle que os lo explique!
—Se escabulle. Dice que sólo da cuentas al dux, que es quien paga sus jornales.
—¿Queréis decir que entra y sale de esta casa cuando quiere?
—Y se hace acompañar por quien desea. A veces, incluso por mujeres de la corte a las que quiere impresionar.
—Perdonadme la osadía, fray Benedetto, pero aun con todo lo molesto que debe de ser esta clase de trato para alguien tan celoso como vos, ésos no son argumentos para acusar a nadie de herejía.
—¿Cómo que no? ¿Es que no tenéis suficiente? ¿No os basta un Cristo sin el atributo divino, una Última Cena sin eucaristía, y un san Pedro escondiendo una daga sabe Dios para atacar a quién?
Benedetto arrugó la nariz rojo de ira, bufando contra lo que acababa de decirles. El prior trató de contemporizar:
—No lo comprendéis, ¿verdad?
—No… —respondí.
—Lo que fray Benedetto trata de explicaros es que aunque a vos esta escena sólo os parezca una representación maravillosa de la cena pascual, puede que no lo sea en absoluto. He visto trabajar a muchos pintores en encargos similares, menos ambiciosos sin duda, pero ignoro qué demonios quiere representar Leonardo en mi casa —el prior enfatizó el posesivo para demostrar lo afectado que estaba por el caso.
Luego, agarrándome las mangas del hábito, prosiguió con tono sombrío—. Mucho nos tememos, hermano, que el pintor del Moro quiera llevar a cabo una burla contra nuestra fe y nuestra Iglesia, y si no damos con la clave para leer su obra, ésta quedará aquí para siempre, como escarnio eterno a nuestra torpeza. Por eso necesitamos de vuestra ayuda, padre Leyre.
La última frase del padre Bandello retumbó por el enorme refectorio. Sin soltarme las mangas, el cíclope tiró de mí hasta otro lugar bajo los andamios, desde el que podían distinguirse varios de los comensales del Cenacolo.
—¿Queréis más pruebas? ¡Os daré otra para que queméis a ese impostor!
Le seguí.
—¿Lo veis? —vociferó—. Fijaos bien.
—¿Qué he de ver, padre Benedetto?
—¡A Leonardo! ¿A quién si no? ¿No lo reconocéis? El bastardo se ha retratado entre los apóstoles. Es el segundo por la derecha. No hay duda: su misma mirada, sus manos grandes y poderosas, y hasta su melena blanca. Dice que se trata de Judas Tadeo, ¡pero tiene todos sus rasgos!
—La verdad, padre, tampoco veo nada malo en ello —repliqué—. También Ghiberti se retrató en las puertas de bronce del Baptisterio de Florencia y no pasó nada. Es una costumbre muy toscana.
—¿Ah sí? ¿Y por qué Leonardo es el único personaje de toda la mesa, junto al apóstol Mateo, que aparece dándole la espalda a Nuestro Señor? ¿De veras creéis que eso no indica nada? ¡Ni el propio Judas Iscariote tiene una actitud tan insolente! Aprended algo —añadió en tono amenazador—: todo lo que hace ese diablo de Da Vinci obedece a un plan oculto, a un propósito.
—Entonces, si Leonardo encarna a Judas Tadeo, ¿quién es el verdadero Mateo, que también da la espalda a Nuestro Señor?
—¡Eso es lo que esperamos de vos! ¡Que identifiquéis a los discípulos, que nos digáis qué significa de verdad esta maldita Cena!