Además, aunque lo hiciera, tampoco sería fácil que me entendieran.
Oliverio Jacaranda, por ejemplo, jamás comprendió el secreto del Cenacolo pese a haberlo tenido delante de sus narices. Que sus trece protagonistas encarnaran las trece letras del Consolamentum, el único sacramento admitido por los hombres puros de Concorezzo —un sacramento espiritual, invisible, íntimo, no le dijo gran cosa. Ignoraba lo ligado que estaba aquel símbolo a su anhelado «libro azul», que jamás llegaría a tener entre sus manos. Y por supuesto nunca sospechó que su sirviente Mario Forzetta lo traicionó por culpa de aquel volumen. Un libro que durante generaciones se había utilizado en ceremonias cátaras para sumergir a los neófitos en la Iglesia del espíritu, la de Juan, e iniciarlos en la búsqueda del Padre por su propia cuenta.
Sé que Oliverio regresó a España, que se instaló cerca de las ruinas de Tarraco, y que siguió explotando sus negocios con el papa Alejandro. En ese tiempo Leonardo confió La Cena Secreta a su discípulo Bernardino Luini, quien a su vez la entregó a un artista del Languedoc que terminó por llevársela a Carcasona, donde fue interceptada por el Santo Oficio galo, que nunca supo interpretarla. Luini jamás pintó una hostia. Como tampoco lo haría Marco d'Oggiono, ni ninguno de sus queridos discípulos.
Otro destino curioso fue el de Elena, a la que nunca conocí en persona. Después de posar para el maestro, la inteligente condesita comprendió que tal vez la Iglesia de Juan no llegaría a instaurarse nunca.
Por eso se alejó de la bottega, dejó de perseguir al infortunado Bernardino, e ingresó en un convento de hermanas clarisas cerca de la frontera con Francia. Leonardo, sorprendido por su inteligencia despierta, terminó revelándole el gran secreto al que estaba vinculada su estirpe: María Magdalena, su remota antepasada, vio a Jesús resucitado, hecho luz, fuera de la tumba que José de Arimatea había preparado para El. Durante siglos, la Iglesia se negó a escuchar su relato completo, cosa que Leonardo hizo. A fin de cuentas, en aquella remota jornada de hace quince siglos Magdalena vio a Jesús vivo, pero no en cuerpo mortal. Su cadáver —inerte y frío—, descansaba aún en su tumba cuando ella se tropezó con su «cuerpo de luz». Impresionada, decidió robar los restos del Galileo, los ocultó en su casa, donde los embalsamó con esmero, y se los llevó a Francia cuando comenzaron las persecuciones del sanedrín.
Ése y no otro era el secreto: Cristo no resucitó en cuerpo mortal. Lo hizo en la luz, mostrándonos el camino hacia nuestra propia transmutación cuando nos llegue el día.
Supe que Elena, impresionada por esta revelación, permaneció con las clarisas sólo cinco años más, hasta que un buen día desapareció de su celda sin que nadie volviera a verla. Dicen que acompañó a Leonardo a su exilio en Francia, que se instaló en la corte de Francisco I como dama de compañía de la reina y que ocasionalmente siguió posando para el maestro. Parece que el toscano la requirió a su vera hasta el día de su muerte y que le pidió prestados su rostro y sus manos para retocar el retrato inacabado de una doncella a la que todos conocían por Gioconda. De hecho, quienes la han visto dicen que las similitudes entre el Juan del Cenacolo y la mujer de ese pequeño lienzo son más que elocuentes. Yo, por desgracia, no puedo juzgarlo.
Pero si Elena accedió o no a más secretos de esa Iglesia de Juan y Magdalena que Leonardo planeó restaurar, lo cierto es que se los llevó a la tumba. Pues antes de que decidiera venirme a Egipto a rendir mis últimos días en este lugar, Elena falleció de fiebres.
Sólo, pues, me resta explicar por qué recalé aquí, en Egipto, para escribir estas líneas. Y por qué no denuncié jamás la existencia de una comunidad de perfectos en Concorezzo, vinculada al maestro Leonardo.
La culpa, una vez más, la tuvo ese gigante de ojos azules y hábitos albos.
No volví a verlo después de la presentación del Cenacolo. Es más, tras descubrir su significado oculto regresé a Roma y llamé a las puertas de la Casa de la Verdad, en Betania, donde me incorporé a mi trabajo sin que nadie hiciera demasiadas preguntas. Así fue como supe que Leonardo huyó de Milán al año siguiente, en cuanto las tropas francesas atravesaron las defensas del dux y se hicieron con el control de la ciudad. Se refugió en Mantua, luego en Venecia y finalmente en Roma, donde trabajó al servicio de César Borgia, el hijo del papa Alejandro VI. Para Borgia fue architecto e ingegnere genérale, desaprovechando sus otras virtudes. Tampoco ese destino le duró mucho, aunque sí el tiempo suficiente como para terminar encontrándose con el responsable del Palazzo Sacro, Annio de Viterbo.
Annio quedó muy afectado por aquel encuentro. Su secretario, Guglielmo Ponte, informó puntualmente a Betania de la reunión que mantuvieron en la primavera de 1502. Hablaron de la función suprema del arte, de sus aplicaciones para preservar la memoria y de su todopoderosa influencia en la mente del pueblo. Pero fueron dos frases del toscano las que, según fray Guglielmo, más lo impresionaron:
—Todo lo que yo he averiguado sobre el verdadero mensaje de Jesús no es nada en comparación con lo que queda por ser revelado —respondió muy solemne a una pregunta de la comadreja—. Y al igual que para mi arte he bebido de fuentes egipcias, y he accedido a los secretos geométricos que tradujeran Ficino o Pacioli, os auguro que a la Iglesia le queda mucho por beber de los Evangelios que aún reposan en las orillas del Nilo.
Giovanni Annio de Viterbo murió cinco días más tarde, probablemente envenenado por César Borgia.
Un mes después, conmocionado y sospechando que pronto sufriría represalias de quienes temían el regreso de esa Iglesia de Juan, abandoné Betania para siempre en busca de esos Evangelios.
Sé que están cerca, pero todavía no los he encontrado. Juro que los buscaré hasta el final de mis días.
***
En 1945, en un pago cercano a la aldea egipcia de Nag Hammadi, en el Alto Nilo, aparecieron trece Evangelios perdidos encuadernados en cuero. Estaban escritos en copto y mostraban unas enseñanzas de Jesús inéditas para Occidente. Su descubrimiento, mucho más importante que el de los célebres Rollos del mar Muerto en Qumrán, demuestra la existencia de una importante corriente de primitivos cristianos que esperaban el advenimiento de una Iglesia basada en la comunicación directa con Dios y en los valores del espíritu. Hoy se los conoce como Evangelios Gnósticos, y es seguro que copias de los mismos llegaron a Europa a finales de la Alta Edad Media, influyendo en ciertos ambientes intelectuales.
La cueva de Yabal el-Tarif donde murió el padre Leyre en agosto de 1526 estaba a sólo treinta metros del nicho donde se encontraron esos libros.
[1] Quienes participaron de esos secretos antes que Cosme el Viejo fueron los constructores de catedrales góticas, que recibieron su información de Oriente mucho antes de que ésta fuera exportada a Florencia. En una novela anterior, Las puertas templarías (Martínez Roca, 2000), explico cómo se produjo aquel trasvase de sabiduría ancestral.
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[2] En 1208, el papa Inocencio III ordenó la erradicación de la herejía catara, creando una fuerza militar para exterminar a los heterodoxos del Languedoc francés. Aunque se acepta que en 1244 se había extinguido ya a los últimos herejes en el sitio de Montségur, muchos historiadores advierten que familias enteras de «hombres buenos» se refugiaron en la Lombardía cerca de la actual Milán, donde permanecieron durante mucho tiempo a salvo de la persecución de Roma y perseverando en su fe original.
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[3] Del latín: «Cuéntale los ojos, pero no le mires a la cara. / La cifra de mi nombre / hallarás en su costado. / Contemplar y dar a los otros / el resultado de nuestra contemplación. / Verdad».
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[4] Centros de formación dominicos en los que se cursaban estudios de teología, o los célebres Trivium (gramática, retórica y dialéctica) y Quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música).
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[5] Zacarías 4, 10. Apocalipsis 5, 6.
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[6] Término coloquial por el que se conoce en Milán a La Última Cena.
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[7] En 1582, en tiempos del papa Gregorio XIII, el calendario juliano sufrió un severo ajuste que dio paso al actual calendario gregoriano.
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[8] Pequeños cuadernos de notas.
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[9] Existe constancia histórica de esta práctica de Leonardo. Una carta de fray Vicenzo Bandello a Ludovico el Moro escrita en la Semana Santa de 1496 dice: «Mi señor, han pasado ya más de doce meses desde que me enviasteis al maestro Leonardo para realizar este encargo y en todo este tiempo no ha hecho ni una sola marca sobre nuestra pared. Y en este tiempo, mi señor, las bodegas del priorato han sufrido una gran merma y ahora están secas casi por completo, pues el maestro Leonardo insiste en que se prueben todos los vinos hasta dar con el adecuado para su obra maestra; y no aceptará ningún otro, durante todo este tiempo, mis frailes pasan hambre, pues el maestro Leonardo dispone a su antojo de nuestras cocinas día y noche, confeccionando las que él afirma ser comidas de las que precisa para su mesa; pero nunca se da por satisfecho; y luego, dos veces al día, hace sentarse a sus discípulos y sirvientes para comer de todas ellas. Mi señor, os ruego que deis prisa al maestro Leonardo para que ejecute su obra, porque su presencia y también la de su cuadrilla amenaza con dejarnos en la miseria».
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[10] «Majestad». Era el nombre original que recibió la composición de Leonardo La Virgen de las Rocas.
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[11] Todas las medidas del texto del padre Leyre han sido traducidas al sistema métrico decimal para facilitar su lectura.
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[12] En realidad, esta obra no fue impresa hasta 1542, cuando el parisino Claudio Celestino se decidió a llevarla a letras de molde. Con anterioridad circuló en ámbitos muy restringidos, siempre en forma manuscrita. Una copia se guardó en la biblioteca de Santa Maria delle Grazie.
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[13] Luini se refiere a la célebre «conjura de los Pazzi» que trató de acabar con la vida de Lorenzo el Magnífico en la catedral de Florencia. Lorenzo logró escapar, pero no así su hermano Giuliano, al que asestaron veintisiete puñaladas. La represión posterior de este crimen fue una de las más intensas del siglo XV.
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[14] Se trata de la tabla conocida por los críticos como La belle Ferroniere, actualmente en el Louvre.
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[15] «Espada y maestro de la fe por haber quemado a los cátaros como se merecían.»
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[16] Javier Sierra lleva años investigando esta peculiar conexión entre las resurrecciones de Jesús y de Osiris. Parte de sus hallazgos fueron expuestos en su anterior novela El secreto egipcio de Napoleón.
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[17] Hoy es célebre en todo el mundo el panettone, que algunos creen fue inventado por Leonardo da Vinci en las fechas referidas.
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[18] El estudio más reciente y profundo sobre la correspondencia entre los signos del zodiaco y las figuras de los doce apóstoles es obra de Nicola Sementovsky-Kurilo. Él asegura que los discípulos del Cenacolo están distribuidos en cuatro grupos de a tres, para representar los cuatro elementos de la Naturaleza, e incluso asigna a cada uno de ellos un signo zodiacal específico. Así, a Simón —que está en el extremo derecho de la mesa— le corresponde el primer signo zodiacal, Aries. A Tadeo, Tauro. A Mateo, Géminis. El signo de Cáncer es para Felipe. Leo para Santiago el Mayor. Virgo para Tomás. Y la balanza de Libra para Juan, lo que según Sementovsky tiene una lectura simbólica importante, al considerar al joven Juan como el elemento equilibrador de la futura Iglesia. El resto de signos son Escorpio para Judas, Sagitario para Pedro, Capricornio para Andrés, Acuario para Santiago el Menor y Piscis para Bartolomé.
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[19] La numerología de ese nombre se obtiene al sumar entre sí los valores numéricos de las letras del alfabeto latino con las que está compuesto. Debe tenerse en cuenta la peculiaridad de que el alfabeto latino carece de ciertas letras como J, U, W o Z, por lo que la tabla de correspondencia queda como sigue:
A=1 B=2 C=3 D=4 E=5 F=6 G=7 H=8 I=9 K=10 L=11 M=12 N=13 O=14 P=15 Q=16 R=17 S=18 T=19 V=20 X=21
De esta forma, Benedetto suma 86, cifra que a su vez se reduce sumando sus números entre sí: 8 + 6 = 14. Y a su vez 1+4 = 5. Por si esto fuera poco, existe otro 14 (otro 5, por tanto) en el naipe de la Papisa. Está en las 14 vueltas que suman los cuatro nudos que luce en su ceñidor. Un número atípico, pues en estos casos lo lógico hubiera sido 13, en justa correspondencia con las trece heridas que según la tradición recibió el Salvador en la cruz.
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