De hecho, bastaba con citar su nombre en alguno de los capítulos generales de Betania para que los rumores dominaran el resto de la reunión. Todos la conocían. Todos sabían de sus actividades poco cristianas, pero nadie se había atrevido jamás a denunciarla. Tal era el temor que donna Beatrice inspiraba en Roma, que ni siquiera el informe que recibimos del capellán del dux, que era además fiel abad de nuestro nuevo monasterio de Santa Maria delle Grazie, se pronunciaba al respecto de sus andanzas poco ortodoxas.
A fray Vicenzo Bandello, reputado teólogo y sabio conductor de los dominicos milaneses, le bastó con describirnos lo sucedido, manteniéndose alejado de cuestiones políticas que pudieran comprometerle.
Tampoco nadie en Roma le recriminó su prudencia.
Según el informe firmado por el abad Bandello, todo estuvo en orden hasta las vísperas de la tragedia.
Antes de ese momento, la joven Beatrice lo tenía todo: un marido poderoso, una vitalidad desbordante y un bebé en ciernes que pronto perpetuaría el noble apellido del padre. Ebria de felicidad, había pasado su última tarde bailando de sala en sala, jugando con su dama de compañía favorita en el palacio Rochetta. La duquesa vivía ajena a las preocupaciones de cualquier madre de sus territorios. Ni siquiera amamantaría al bebé para no estropear sus pechos menudos y delicados; un ama seleccionada con cuidado se encargaría de tutelar el crecimiento de la criatura, le enseñaría a caminar, a comer y madrugaría para levantarla y lavarla con agua y paños calientes. Ambos —bebé e institutriz— vivirían en Rochetta, en una estancia que Beatrice había decorado con interés. Para ella, la maternidad era un benéfico e inesperado juego, exento de responsabilidades e incertidumbres.
Pero fue precisamente allí, en el pequeño paraíso que había imaginado para su vástago, donde le sobrevino la desgracia. Según fray Vicenzo, antes del anochecer de san Basilio, donna Beatrice cayódesmayada sobre uno de los camastros de la estancia. Al volver en sí, se sintió mal. La cabeza le daba vueltas, al tiempo que el estómago luchaba por vaciarse entre arcadas largas y estériles. Sin saber qué clase de dolencia la aquejaba, al vómito pronto le siguieron fuertes contracciones en el bajo vientre que anunciaban lo peor. El primogénito del Moro había decidido adelantar su llegada al mundo sin que nadie hubiera previsto esa contingencia. Beatrice, por primera vez, se asustó.
Aquel día los médicos tardaron más de la cuenta en llegar a palacio. Hubo de buscarse a la partera extramuros de la ciudad, y cuando el personal necesario para asistir a la princesa estuvo por fin a su lado, ya era demasiado tarde. El cordón umbilical que alimentaba al futuro León Maria Sforza se había enredado alrededor del frágil cuello del heredero. Poco a poco, con la precisión de una soga, éste fue apretando su pequeña garganta hasta asfixiarlo. Beatrice notó enseguida que algo iba mal. Su hijo, que un segundo antes pujaba con fuerza por salir de sus entrañas, se detuvo en seco. Primero se agitó con violencia y luego, como si el esfuerzo le hubiera marchitado, languideció hasta expirar. Al notarlo, los galenos sajaron de lado a lado a la madre, que se retorcía de dolor y desesperación apretando un paño bañado en vinagre entre los dientes.
Fue inútil. Desesperados, dieron sólo con un bebé azulado y muerto, con sus ojitos claros ya vidriosos, ahorcado en el seno materno.
Y fue así como, rota de dolor, sin tiempo para aceptar el duro revés que acababa de darle la vida, la propia Beatrice decidió extinguirse horas más tarde.
En su informe, el abad Bandello decía que llegó a tiempo de verla agonizar. Ensangrentada, con las tripas al aire y bañada en una pestilencia insoportable, deliraba de dolor, pidiendo a gritos confesarse y comulgar. Pero, por suerte para nuestro hermano, Beatrice d'Este murió antes de recibir sacramento alguno…
Y digo bien: por suerte.
La duquesa tenía sólo veintidós años cuando dejó nuestro mundo. Betania sabía que había llevado una vida pecaminosa. Desde los tiempos de Inocencio VIII yo mismo había tenido ocasión de estudiar y archivar muchos documentos al respecto. Los mil ojos de la Secretaría de Claves de los Estados pontificios conocían bien la clase de persona que había sido la hija del duque de Ferrara. Allí dentro, en nuestro cuartel general del monte Aventino, podíamos presumir de que ningún documento importante generado en las cortes europeas era ajeno a nuestra institución. En la Casa de la Verdad decenas de lectores examinaban a diario escritos en todos los idiomas, algunos encriptados con las artimañas más impensables. Nosotros los descifrábamos, los clasificábamos por prioridades y los archivábamos. Aunque no todos. Los referentes a Beatrice d'Este llevaban tiempo ocupando un lugar prioritario en nuestro trabajo y se almacenaban en una habitación a la que pocos teníamos acceso. Tan inequívocos documentos mostraban a una Beatrice poseída por el demonio del ocultismo. Y lo que era aún peor, muchos aludían a ella como la principal impulsora de las artes mágicas en la corte del Moro. En una tierra tradicionalmente permeable a las herejías más siniestras, aquel dato debería haberse tenido muy en cuenta. Pero nadie lo hizo a tiempo.
Los dominicos de Milán —entre ellos el padre Bandello— tuvieron varías veces a su alcance pruebas que demostraban que tanto donna Beatrice como su hermana Isabella, en Mantua, coleccionaban amuletos e ídolos paganos, y que ambas profesaban veneración desmedida a los vaticinios de astrólogos y charlatanes de todo pelaje. Y nunca hicieron nada. Las influencias que recibió Beatrice de aquéllos fueron tan nefastas, que la pobre pasó sus últimos días convencida de que nuestra Santa Madre Iglesia se extinguiría muy pronto.
A menudo decía que la curia sería llevada a rastras hasta el Juicio Final y que allí, entre arcángeles, santos y hombres puros, el Padre Eterno nos condenaría a todos sin piedad.
Nadie en Roma conocía mejor que yo las actividades de la duquesa de Milán. Leyendo los informes que llegaban sobre ella, aprendí cuan sibilinas pueden llegar a ser las mujeres, y descubrí lo mucho que donna Beatrice había cambiado los hábitos y objetivos de su poderoso marido en apenas cuatro años de matrimonio. Su personalidad llegó a fascinarme. Crédula, entregada a lecturas profanas y seducida por cuantas ideas exóticas circulaban por su feudo, toda su obsesión era convertir Milán en la heredera del antiguo esplendor de los Médicis de Florencia.
Creo que fue eso lo que me alertó. Aunque la Iglesia había logrado minar poco a poco los pilares de tan poderosa familia florentina, socavando el apoyo que prestaron a pensadores y artistas amigos de lo heterodoxo, el Vaticano no estaba preparado para afrontar un rebrote de aquellas ideas en la gran Milán del norte. Las villas mediceas, el recuerdo de la Academia que fundara Cosme el Viejo para rescatar la sabiduría de los antiguos griegos, o su protección desmedida a arquitectos, pintores y escultores, fecundaron tanto la fértil imaginación de la princesa Beatrice como la mía. Pero ella las tomó como guías de su fe y contagió su venenosa fascinación al dux.
Desde que Alejandro VI llegara al trono de Pedro en 1492, estuve enviando mensajes a mis superiores jerárquicos para prevenirles sobre lo que allí podría ocurrir. Nadie me hizo caso. Milán, tan próxima a la frontera con Francia y con una tradición política tan rebelde respecto a Roma, era la candidata perfecta para albergar una escisión importante en el seno de la Iglesia. Betania tampoco me creyó. Y el Papa, tibio con los herejes —sólo un año después de haber tomado la tiara ya había pedido perdón por el acoso a cabalistas como Pico della Mirándola—, desoyó todas mis advertencias.
—Ese fray Agustín Leyre —solían decir de mí los hermanos de la Secretaría de Claves— presta demasiada atención a los mensajes del Agorero. Terminará tan chiflado como él.
El Agorero
Esa es la pieza que falta para armar este rompecabezas.
Su presencia merece una explicación. Y es que, además de mis avisos al Santo Padre y a las más altas instancias de la orden dominica sobre el rumbo errático que tomaba el ducado de Milán, existía otra fuente de información que abundaba en mis temores. Era un testigo anónimo, bien documentado, que cada semana remitía a nuestra Casa de la Verdad detalladísimas cartas denunciando la puesta en marcha de una gigantesca operación mágica en las tierras del Moro.
Sus misivas comenzaron a arribar en el otoño de 1496, cuatro meses antes de la muerte de donna Beatrice. Iban dirigidas a la sede de la orden en Roma, en el monasterio de Santa Maria sopra Minerva, donde se leían y se guardaban como si fueran la obra de un pobre diablo obsesionado con las presuntas desviaciones doctrinales de la casa Sforza. Y no los culpo. Vivíamos tiempos de locos, y las cartas de un visionario más o menos traían a nuestros padres superiores sin cuidado.
O a casi todos.
Fue el archivero de nuestra casa madre quien me habló de los escritos de ese nuevo profeta en el último capítulo general de Betania.
—Deberíais leerlas —dijo—. Nada más verlas pensé en vos.
—¿De veras?
Recuerdo los ojos de lechuza del archivero, pestañeando de emoción.
—Es curioso: las ha escrito alguien con vuestros mismos temores, padre Leyre. Un profeta apocalíptico, culto, muy versado en gramática, como la cristiandad no había visto desde los tiempos de fray Tanchelmo de Amberes.
—¿Fray Tanchelmo?
—Oh… Un viejo chiflado del siglo XII que denunció a la Iglesia por haberse convertido en un burdel, y acusaba a los sacerdotes de vivir en concubinato permanente. Nuestro Agorero no llega a tanto, aunque, por el tono de sus cartas, no creo que tarde mucho en hacerlo.
El archivero, encorvado y quejicoso, añadió algo más:
—¿Sabéis qué le hace distinto de otros locos?
Sacudí la cabeza.
—Que parece mejor informado que cualquiera de nosotros. Ese Agorero es un maníaco de la precisión.
¡Lo sabe todo!
Aquel frailuco tenía razón. Sus pliegos de papel ahuesado y fino, escritos con una caligrafía impecable y amontonados en una caja de madera con el sello de riservatto, se referían con obsesiva insistencia a un plan secreto para convertir Milán en una nueva Atenas. Algo así era lo que yo sospechaba desde hacía tiempo. El Moro, como los Médicis antes que él, se contaba entre esos dirigentes supersticiosos que creían que los antiguos poseían conocimientos del mundo mucho más avanzados que los nuestros. La suya era una vieja idea. Según ésta, antes de que Dios castigara al mundo con el Diluvio, la humanidad había disfrutado de una Edad de Oro próspera que primero los florentinos y ahora el dux de Milán querían reinstaurar a toda costa. Y para conseguirlo no dudarían en dejar a un lado la Biblia y los prejuicios de la Iglesia, a sabiendas de que en aquel tiempo de gloria Dios aún no había creado una institución que lo representase.
Pero aún había más: sus cartas insistían en que la piedra angular de aquel proyecto se estaba colocando delante de nuestras narices. De ser cierto lo que el Agorero decía, la astucia del Moro era infinita. Su plan para convertir su feudo en la capital del renacimiento de la filosofía y la ciencia de los antiguos iba a apoyarse sobre una columna desconcertante. Nada menos que nuestro nuevo convento en Milán.
El Agorero logró sorprenderme. Fuera quien fuese el hombre que se escondía tras esas revelaciones, las había llevado más lejos de lo que yo me hubiera atrevido jamás. Como me advirtió el archivero, parecía tener ojos en todas partes. Ya no sólo en Milán, sino en la propia Roma, ya que algunas de sus últimas cartas venían encabezadas por un «Augur dixit» que nos desconcertó. ¿A qué clase de confidente nos enfrentábamos? ¿Quién sino alguien muy introducido en la curia podría conocer cómo le llamaban los escribanos de Betania? Ninguno supimos a quién señalar.
Por aquellos días, el convento al que se refería en sus mensajes, el de Santa María delle Grazie, estaba en obras. El duque de Milán había designado a los mejores arquitectos del momento para su edificación: a Bramante le encargó la tribuna de la iglesia, a Cristoforo Solari los interiores, y no escatimó un ducado en pagar a los mejores artistas para que decorasen cada uno de sus muros. Quería convertir nuestro templo en el mausoleo de su familia, el lugar de reposo eterno que inmortalizaría su memoria por los siglos de los siglos.
Sin embargo, lo que para los dominicos era un privilegio, para el autor de aquellas cartas era una terrible maldición. Anunciaba grandes penalidades para el Papa si nadie ponía fin a aquel proyecto y auguraba una época negra, fatal, para Italia entera. El anónimo remitente de aquellos mensajes se había ganado a pulso, en efecto, el sobrenombre de Agorero. Su visión de la cristiandad no podía ser más nefasta.
Nadie prestó oídos a aquel anónimo diablo hasta la mañana en la que llegó su decimoquinta misiva.
Ese día, fray Giovanni Gozzoli, mi asistente en Betania, irrumpió en el scriptorium en medio de grandes alharacas. Agitaba en el aire un nuevo mensaje del Agorero, y ajeno a las miradas reprobatorias de los monjes que allí estudiábamos, enfiló sus pasos hacia mi pupitre:
—Fray Agustín, ¡debéis ver esto! ¡Debéis leerlo de inmediato!
Nunca había visto a fray Giovanni tan alterado. El joven fraile dejó caer la nueva carta sobre mis papeles y con la voz muy afectada susurró:
—Es increíble, padre. In-cre-í-ble.
—¿Qué es increíble, hermano?
Gozzoli tomó aire:
—La carta. Esta carta… El Agorero… El maestro Torriani me ha pedido que la leáis de inmediato.
—¿El maestro?
El piadoso Gioacchino Torriani, trigesimoquinto sucesor de santo Domingo de Guzmán en la Tierra y máximo responsable de nuestra orden, nunca había tomado en serio aquellos anónimos. Los había despachado con indiferencia, y en alguna ocasión hasta me había recriminado que les dedicara mi tiempo.
¿Por qué había cambiado de actitud? ¿Por qué me enviaba esa nueva carta con el ruego de que la estudiara de inmediato?
—El Agorero… —Gozzoli tragó saliva.
—El Agorero ha descubierto en qué consiste el plan.
—¿El plan?
La mano de fray Giovanni sostenía aún el mensaje. Temblaba por el esfuerzo. La carta, un pliego de tres cuartillas con el sello de lacre roto, descendió suavemente sobre mi escritorio.
—El plan del Moro —susurró mi secretario, como si dejara una pesada carga—. ¿No lo entendéis, fray Agustín? Explica lo que pretende hacer realmente en Santa Maria delle Grazie. ¡Quiere hacer magia!