—¡La reencarnación no es una doctrina cristiana! —protestó el tuerto.
—Pero sí cátara —lo atajó el prior—. Dejadlo continuar, hermano.
Matteo se enjugó los ojos y prosiguió:
—Luego… luego dijo que aunque los frailes de este convento profesan en la Iglesia de Satán, y siguen a un Papa que adora a dioses antiguos, prometió que esta casa no tardaría en convertirse en el faro que guiaría al mundo hasta su salvación.
—¿Eso dijo? —El tuerto frunció el gesto—. ¿Y explicó por qué?
—No lo atosiguéis, hermano.
El novicio se agarró otra vez a su tío.
—No es cierto, ¿verdad? —Lloriqueó—. No es cierto que somos la Iglesia de Satán.
—Claro que no, Matteo. —Bandello le acarició la cabeza—. ¿Por qué dices eso?
—Es que… es que fray Giberto se enfadó mucho cuando dije que eso no era verdad. Me abofeteó y gritó que sólo cuando os echaran del Cenacolo y éste se abriera a la contemplación de todo el mundo, podría volver a brillar la verdadera Iglesia.
Una sensación creciente de rabia invadió al prior.
—¡Te puso la mano encima! —concluyó indignado.
Matteo no hizo caso.
—Fray Giberto decía que cuanto más miráramos el Cenacolo, más nos acercaríamos a su Iglesia. Que el muro del maestro Leonardo escondía el secreto de la salvación eterna. Que por eso tanto él como fray Alessandro aceptaron que los retratara junto a Cristo.
—¿Eso dijo?
—Sí… —Ahogó un sollozo—. Allí pintados ya se habían ganado la gloria.
El niño escrutó los serios semblantes de sus dos superiores. Fue el tuerto quien lo sacó de dudas: no fue sólo el bibliotecario el que había posado para Judas. Otros frailes, como Giberto, se dejaron retratar por él haciendo las veces de apóstoles. El germano encarnó a Felipe, pero también Bartolomé, los dos Santiagos o Andrés tenían rostros cedidos por los monjes. Hasta el mismo Benedetto se prestó a dejarse retratar como Tomás. «Estoy de perfil, para que no se me vea el ojo perdido», explicó.
El tuerto acarició al impresionado Matteo.
—Eres un joven valiente —dijo—. Has hecho bien en querer sacarnos de ahí dentro. El mal puede hacernos perder la razón, como la serpiente a Eva.
Algo debía de barruntar sobre las verdaderas identidades de los apóstoles, porque sin casi venir a cuento, Benedetto interpeló a Matteo con una pregunta que sorprendió hasta al mismo prior:
—Hace un momento dijiste que sabías quién era de verdad el apóstol Simón. ¿Se lo oísteis decir al sacristán?
El novicio desvió la vista hacia los pupitres vacíos del scriptorium y asintió.
—Mientras me tenía allí desnudo, colgado para que me vieran todos, contó la historia de un hombre que vivió antes de Cristo y que predicó sobre la inmortalidad del alma.
—¿De veras?
—Dijo que ese hombre aprendió de los sabios más antiguos del mundo. También predicó cosas sobre el ayuno, la oración y el frío.
—¿Qué fue lo que dijo exactamente? —insistió Benedetto.
—Que esas tres cosas nos ayudan a abandonar el cuerpo, que es donde viven todos los pecados y ruindades, y a identificarnos sólo con el alma… Y también dijo que en el Cenacolo ese varón sigue impartiendo aún sus enseñanzas vestido de blanco inmaculado.
—Sólo uno de los trece viste así en el mural —observó Bandello—. Y ése es Simón.
—¿Y dio el nombre de sabio tan grande? —insistió el tuerto.
—Sí. Lo llamó Platón.
—¡Platón! —Benedetto dio un salto—. ¡Claro! ¡El filósofo de donna Beatrice! ¡El busto que mandó traerse desde Florencia era suyo…! (Existe en los Uffizi de Florencia un busto de Platón atribuido al escultor griego Silanión, que fue, que sepamos, el único que retrató en vida al filósofo por orden del rey Mitrídates, en 325 a.C. Es probable que el busto florentino al que se alude en estas líneas sea ése o una copia ya que, en efecto, presenta una asombrosa similitud con el apóstol Simón de La Última Cena.) El prior se rascó sus sienes, perplejo:
—¿Y por qué habría de pintarse Leonardo atendiendo a Platón en vez de a Cristo?
—¿Cómo? ¿Aún no lo veis, padre? ¡Si está clarísimo! Leonardo está indicándonos en su mural de dónde vienen sus conocimientos. Leonardo, prior, como fray Giberto y fray Alessandro, es cátaro. Vos lo dijisteis antes. Y tenéis razón. Platón, como los cátaros después, defendió que el verdadero conocimiento humano se obtiene directamente del mundo espiritual, sin mediadores; sin Iglesias, ni misas. A eso lo llamaba gnosis, prior, la peor de las herejías posibles.
—¿Cómo podéis estar tan seguro? Un testimonio así no bastará para acusarlo de herejía.
—¿Ah, no? ¿No veis que Leonardo siempre viste de blanco, como Simón en el Cenáculo! ¿No sabéis que rehusa comer carne y practica el celibato? ¿Acaso le habéis conocido mujer alguna vez?
—Nosotros también vestimos hábitos claros y ayunamos, padre Benedetto. Además, de Leonardo dicen que le gustan los hombres, que no es tan célibe como afirmáis acotó fray Vicenzo ante la desconcertada mirada del joven Matteo.
—¡Dicen! ¿Y quién lo dice, prior?
No son más que habladurías. Leonardo es una persona solitaria. Rehuye la idea de emparejarse como si fuera la peste. Apuesto a que es célibe como los parfaits del catarismo… ¡Todo encaja!
El prior no ocultó su desazón.
—Supongamos que estáis en lo cierto. En ese caso, ¿qué debemos hacer?
—Lo primero —prosiguió Benedetto—, convencer de su herejía al padre Leyre. Él es inquisidor, está aquí casi por milagro de Dios, y seguramente sabrá de catarismo más que nosotros.
—¿Y luego?
—Detener a fray Giberto e interrogarlo, por supuesto —respondió.
—Eso no va a poder ser…
Matteo susurró aquella frase temiendo importunar. Aunque ya se sentía más reconfortado, todavía no había terminado de contar lo que había visto en la Mercadería.
—¿Cómo dices?
—Que ya no podréis detenerlo.
—¿Y por qué, Matteo?
—Porque… —titubeó—, después de terminar el sermón, el hermano Giberto prendió fuego a sus hábitos y se quemó a la vista de todos.
—¡Santo Dios! —El tuerto se tapó la boca horrorizado—. ¿Lo veis, prior? Ya no hay duda. El sacristán prefirió someterse a la endura antes que a nuestro juicio…
—¿La endura?.
La duda del joven Matteo quedó sin respuesta, flotando en la enrarecida atmósfera de la biblioteca.
Benedetto pidió permiso para retirarse a meditar aquello, y abandonó el recinto a toda prisa. Aquella mañana, impresionado por las revelaciones de Matteo, no tardó en venir a contarme que en Santa Maria delle Grazie habían vivido por lo menos dos bonhommes, que era como los antiguos cátaros se llamaban a sí mismos. Un inquisidor debía saberlo. Pero el tuerto puso el acento en un segundo descubrimiento que creyó más de mi incumbencia: por fin había logrado identificar al interlocutor del maestro Leonardo en la mesa pascual del Cenacolo. Ya sabía quién era realmente el hombre del manto blanco y las manos oferentes que distraía la atención de al menos dos discípulos de Cristo: Platón. Su oportuna confidencia llenó una laguna que no acertaba a comprender desde que me reuní con Oliverio Jacaranda.
La presencia del filósofo en el refectorio aclaraba por qué el maestro Da Vinci custodiaba en su biblioteca las obras completas del ateniense. Unos libros que, por cierto, a esas horas debían de estar en algún rincón del palacio de Jacaranda sin que nadie les prestara la atención que merecían.
El círculo, pues, se iba cerrando.
Roma, tres días después.
El guardia pontificio señaló al frente, tenso como una ballesta, indicando al maestro general de los dominicos el camino que debía seguir. Las medidas de seguridad le parecieron extremas incluso al padre Torriani, a quien los hombres del Papa conocían de sobra. Pero sus órdenes eran estrictas: acababa de morir de indigestión el tercer cardenal en sólo seis meses, y el Pontífice, a quien muchos incriminaban de aquellas repentinas muertes, había ordenado un simulacro de investigación que incluía el riguroso control de los accesos al palacio pontificio.
El ambiente no era bueno. Roma tenía razones suficientes para temblar cuando Alejandro VI nombraba cardenal a algún prohombre de su comunidad. Todos sabían que si el Santo Padre ambicionaba sus posesiones, todo lo que tenía que hacer era nombrarlo cardenal primero y asesinarlo discretamente después.
Las leyes lo asistían: el Papa era el único y legítimo heredero de los bienes de su curia. Y con Su Eminencia el cardenal Michieli, riquísimo patriarca de Venecia cuyo cuerpo se enfriaba ya en el depósito pontificio, la ley había vuelto a ejecutarse con absoluta precisión.
Torriani se sometió a las nuevas normas de acceso a las estancias Borgia sin rechistar. Al cabo de unos minutos, justo al dejar atrás la puerta de oro de la capilla del Santo Sacramento, los distinguió claramente: estaban en la tercera sala, con los ojos clavados en el techo y un extraño gesto de triunfo dibujado en sus rostros. Allí, junto a las ventanas del ala este, a resguardo de los rigores del invierno romano, el maestre Annio de Viterbo y Su Santidad departían animadamente bajo unos frescos que parecían recién terminados.
De hecho, todavía olían a barniz y resina.
El Pontífice, rasurado y con el pelo mitad castaño mitad cano, disimulaba su barriga bajo una sotana color vino que lo cubría de pies a cabeza. Por el contrario, Annio tenía el aspecto de una comadreja, nariz afilada de la que colgaba un bosque de pelillos negros e hirsutos y manos largas y huesudas, casi de espantapájaros, con las que hacía ampulosos aspavientos en dirección a las pinturas.
El verbo encendido de Nanni, que era como todos llamaban a aquel sabio, retumbaba como los truenos de una tormenta de verano:
—¡El arte es la más necesaria de vuestras armas, Santo Padre! ¡Tenedlo siempre a vuestro servicio, y dominaréis a la cristiandad! ¡Perdedlo, y fracasaréis en vuestra tarea pastoral!
Torriani vio a Alejandro VI asentir sin articular palabra, mientras notaba cómo su estómago iba agriándosele poco a poco. Había escuchado aquel discurso muchas veces. Esa idea peregrina había invadido Roma y, con ella, la flor y nata de las artes florentinas. El Papa en persona había arrebatado un verdadero ejército de artistas a Lorenzo de Médicis, el Magnífico, sólo para satisfacer los deseos ocultos de Annio. Y eso por no hablar de los sufrimientos de Torriani ante el imparable ascenso de los privilegios de pintores y escultores, siempre en detrimento de los de frailes y cardenales. Molesto, celoso de la influencia que aquel pernicioso monje de Viterbo ejercía sobre el Santo Padre, el general de los dominicos se hizo el distraído y se dirigió al jefe de guardia para que anunciara su llegada. El máximo responsable de la Orden de Santo Domingo estaba allí tal y como Alejandro VI había solicitado.
El Papa sonrió:
—¡Celebro veros por fin, querido Gioacchino! —exclamó tendiendo su anillo al visitante, que lo besó con respeto—. Llegáis en el momento oportuno. Justo hace un momento Nanni y yo hablábamos de ese asunto que tanto os preocupa…
El dominico levantó la vista del aro pontificio.
—¿Qué… qué sabéis de ello?
—¡Oh, vamos, maestro Torriani! No es necesario que guardéis tanta discreción conmigo. Lo sé prácticamente todo: incluso que habéis enviado un espía en mi nombre a Milán para comprobar ciertos rumores que hablan de una herejía que está tomando cuerpo en la corte del Moro.
—Yo… —el anciano predicador titubeó—. Precisamente venía para poneros al tanto de lo que nuestro hombre ha descubierto.
—Me alegro —rió—. Soy todo oídos.
Annio de Viterbo y el Santo Padre abandonaron la contemplación de los frescos para tomar asiento en dos grandes sillas de tiras de cuero que sendos camareros acababan de disponer para ellos. Torriani, nervioso, prefirió permanecer de pie. Llevaba un cartapacio bajo el brazo en el que guardaba una extensa carta que yo mismo le había escrito al descubrir una cepa cátara en el corazón de Milán.
—Desde hace meses —comenzó a explicarse Torriani, todavía impresionado por mis averiguaciones— venimos recibiendo informes que insinúan que el dux de Milán utiliza a un célebre maestro florentino, Leonardo da Vinci, para difundir ideas heréticas en una obra majestuosa que prepara sobre la Última Cena de Cristo.
—¿Leonardo, decís?
El Papa miró a Nanni, aguardando alguno de sus sabios apuntes:
—Leonardo, Santidad —repitió éste—. ¿No lo recordáis?
—Vagamente.
—Es natural —la comadreja lo disculpó—. Su nombre no figuraba en la lista de artistas que os recomendó la casa Médicis para embellecer Roma cuando vos aún erais cardenal. Por lo que sabemos de él, se trata de un varón orgulloso, irascible y, ciertamente, poco amigo de nuestra Santa Madre Iglesia. Los Médicis lo sabían y, con buen criterio, evitaron recomendároslo.
El Papa suspiró:
—Otro hombre problemático, ¿no?
—Sin duda, Santidad. Leonardo se sintió desairado por no haber sido recomendado para trabajar en Roma, así que en 1482 abandonó Florencia, dio la espalda a los Médicis, y se instaló en Milán para trabajar como inventor, cocinero, y a ser posible no como pintor.
—¿En Milán? ¿Y cómo acogieron a un hombre así? —El gesto del Papa se tornó burlesco, antes de proseguir: Aja. Ya entiendo… Por eso decís que el dux no me es fiel, ¿no es cierto, Nanni?
—Eso preguntádselo al maestro dominico, Santidad —respondió secamente—. Al parecer, os trae las pruebas para demostrároslo.
Torriani, aún de pie, protestó:
—Todavía no son pruebas; sólo indicios, Santidad. Leonardo, guiado y protegido por el Moro, se ha embarcado en la elaboración de una obra de proporciones colosales y tema cristiano, pero llena de irregularidades que preocupan al prior de nuestro convento de Santa Maria delle Grazie.
—¿Irregularidades?
—Sí, Santidad. Se trata de una Última Cena.
—¿Y qué tiene de rara una obra así?
—Veréis, Santidad: sabemos que sus doce apóstoles no son tales, sino retratos de personajes paganos o de dudosa fe, cuya secreta disposición parece querer transmitir una información que no es cristiana.
El Papa y Nanni se miraron. Cuando el sabio de Viterbo le requirió más detalles, el dominico echó mano de su cartapacio:
—Acabamos de recibir el primer informe de nuestro hombre en la ciudad —dijo esgrimiendo mi carta—. Es un erudito de Betania, un experto en lenguajes cifrados y códigos secretos, que en estos momentos está estudiando tanto la obra como a meser Leonardo. Ha examinado retrato por retrato de esa Ultima Cena y ha buscado concordancias entre ellos. Nuestro experto lo ha probado casi todo: desde comparar cada apóstol con un signo del zodiaco hasta buscar equivalencias entre la posición de sus manos y las notas musicales. Las conclusiones no tardarán en llegarnos y lo que hoy son indicios mañana tal vez sean pruebas.