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Authors: Javier Sierra

Tags: #Historico, Intriga

La cena secreta (14 page)

BOOK: La cena secreta
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Leonardo sufre mucho cada vez que tropieza con estos obstáculos y se retrasa sin remedio.

—¡Llevadle entonces a mi hija! —rió—. ¡Y que siente a la Magdalena a la mesa en lugar de a Juan!

La condesa Crivelli, divertida, se levantó de su diván venteando la nube de perfume en la que nadaba por palacio. Majestuosa, se acercó a la espalda del pintor y dejó caer su mano delicada sobre sus hombros.

—Ya está bien de charla por hoy, maestro. Acabad el retrato cuanto antes y recibiréis el resto del pago. Os quedan al menos dos horas de luz antes de que caiga el sol. Aprovechadlas.

—Sí, señora.

Los zapatos de donna Lucrezia repiquetearon sobre el enlosado hasta apagarse. Elena no pestañeaba.

Seguía allí delante, magnífica, con la piel sonrosada y limpia, y con el cuerpo recién rasurado por las asistentas de palacio. Cuando ya estaba segura de que su madre había desaparecido en sus aposentos, saltó sobre el diván.

—¡Sí, sí, maestro! —Aplaudió, soltando el «Gólgota», que rodó hasta los pies de la lumbre—. ¡Eso! ¡Presentadme a Leonardo! ¡Presentádmelo!

Luini la contempló parapetado tras su lienzo.

—¿De veras queréis conocerlo? —susurró tras dar un par de pinceladas más, cuando ya no pudo fingir indiferencia.

—¡Claro que quiero! Vos mismo dijisteis antes que tal vez me revelaría a mí su secreto…

—Pues os lo advierto: tal vez no os guste nada lo que encontréis, Elena. Es un hombre de carácter fuerte. Parece distraído pero en realidad es capaz de contemplarlo todo con la precisión de un orfebre. Distingue el número de hojas de una flor con sólo verla de reojo, y se empeña en estudiar las minucias de todo, llevando a sus acompañantes a la desesperación.

La condesita no se desanimó:

—Eso me place, maestro. ¡Al fin un hombre detallista!

—Sí, sí, Elena. Pero a él las mujeres, la verdad os digo, no le gustan demasiado…

—¡Oh! —un tono de desilusión se coló en su vocecita—. Esa parece ser la norma entre los pintores, ¿no es cierto, maestro?

El pintor se agazapó aún más tras el cuadro cuando la modelo se puso de pie mostrándose cuan hermosa era. Un calor repentino le subió por la cara, tiñéndole el rostro y secándole la garganta.

—¿Por… por qué decís eso, Elena?

Ella se encaramó al sofá para verlo por encima del caballete. Su cuerpo tembló de satisfacción:

—Porque lleváis casi diez días retratándome desnuda, encerrados vos y yo en esta misma sala, y no habéis hecho ningún intente por aproximaros. Mis damas de compañía dicen que eso no es normal, y hasta se preguntan, las muy zorras, si no seréis un castratti.

Luini no supo qué responder. Levantó la mirada para encontrar la de su interlocutora y la halló a dos palmos de él, oliendo a esencia de nardo y con toda su piel palpitando. Nunca fue capaz de explicar qué sucedió después: la habitación comenzó a dar vueltas a su alrededor mientras una fuerza poderosa, extraña, que nacía de sus vísceras, lo dominó por completo. Arrojó el pincel y la paleta a un lado y tiró de la condesita hacia él. El tacto con aquel cuerpo joven aguijoneó su entrepierna.

—¿Sois… doncella? —titubeó.

Ella rió.

—No. Ya no.

Y descendiendo sobre él, lo besó con un ímpetu que no conocía.

Capítulo 21

Tal y como había pronosticado el padre Bandello, La Última Cena pronto se convirtió en una obsesión para mí. Sólo aquella tarde de sábado, con la llave en la mano, la visité cuatro veces antes de la caída del sol.

Lo hice después de asegurarme de que el lugar seguía vacío. De hecho, creo que fue ese día cuando en la comunidad comenzaron a llamarme Padre Trottola, que quiere decir peonza. Tenían sus razones. Siempre que algún fraile se cruzaba conmigo me encontraba como ido, deambulando cerca del refectorio, y con una idéntica e insistente pregunta en los labios: «¿Ha visto alguien al maestro Leonardo?».

Supongo que debí llegar al convento en el peor momento para tropezarme con él. La preparación de los funerales había cambiado los hábitos de la ciudad, pero en especial los de Santa María delle Grazie.

Mientras fray Alessandro y yo nos devanábamos los sesos para descifrar el acertijo del Agorero, el resto de los hermanos se preparaban sólo para el día siguiente. Hacía ya trece jornadas que la princesa había muerto y que su cadáver reposaba embalsamado en un arca de madera de acacia en la capilla familiar del castillo.

Las embajadas de los reinos invitados al sepelio se paseaban impacientes por la fortaleza del Moro y el convento en busca de noticias sobre la ceremonia.

En realidad, tan inmenso trajín me fue ajeno hasta la mañana del domingo 15 de enero, festividad de Santo Mauro. Agradecí al cielo que los toques de campana me despertaran temprano. Había dormido mal, muy inquieto; había soñado con los doce hombres del Cenacolo, que se movían y parloteaban en torno al Mesías. Ya casi podía adivinar las oscuras intenciones de cada uno de ellos, pero intuía que el tiempo para arrancarles sus secretos corría en mi contra. Aquel domingo donna Beatrice iba a ser enterrada en el novísimo panteón de los Sforza, bajo el altar mayor de Santa María, y era probable que el misterioso Agorero que nos había prevenido tantas veces contra ella decidiera presentarse en el convento.

Me dirigí al refectorio tras las oraciones del amanecer. Con certeza, aquél iba a ser el único momento que tendría para recogerme en su cómoda soledad. Volvería a perder mi vista en los trazos de vivos colores del maestro Leonardo y a imaginar que el misterioso trabajo del toscano no consistía en pintar aquel muro, sino en rescatar de él, poco a poco, con precisión de cirujano, una escena mágica grabada bajo el estuco por los mismísimos ángeles.

En esos delirios estaba, cuando al girar al oeste del Claustro de los Muertos y enfilar mis pasos hasta el portón que protegía el comedor, lo encontré abierto de par en par. Dos hombres que nunca había visto antes conversaban animadamente bajo el dintel:

—¿Ya sabéis lo del bibliotecario? —Oí decir al que tenía más cerca. Vestía calzas rojas, jubón abotonado de rayas amarillas y blancas, y tenía rostro de querubín con rizos dorados. Al oírles hablar de fray Alessandro me eché la capucha encima y, con aire distraído, decidí prestar atención a una cómoda distancia.

—Algo me contó el maestro —respondió el otro; un joven entallado, moreno, de aspecto atlético y atractivo—. Dicen que está muy nervioso, y todos temen que pueda hacer alguna tontería.

—Es lógico. Lleva demasiado tiempo con ese dichoso ayuno… Creo que está perdiendo la razón.

—¿La razón?

—La falta de alimento debe de estar provocándole alucinaciones. Está obsesionado con que lo descubran y lo alejen de los libros. Deberíais haberlo visto temblar de miedo anoche. Parecía un junco sacudido por el viento.

El fortachón miró entonces hacia donde estaba apostado, obligándome a apretar el paso si no quería ser descubierto. Todavía acerté a oírle decir una última cosa:

—¿Alejarlo de los libros, decís? Eso no es posible —sentenció—. No creo que se atrevan a hacerle algo así. Ha hecho demasiado bien su trabajo para merecer ese castigo…

—Entonces, ¿coincidís conmigo?

—Desde luego. El ayuno acabará matándolo.

Aquello me escamó. Que algo tan íntimo, tan intramuros, como el ayuno del padre Alessandro estuviera en boca de unos seglares ajenos a la comunidad, no era normal. Más tarde supe que el hombre de las calzas rojas era Salaino, el discípulo favorito y protegido de Leonardo, y que el moreno era un hidalgo aprendiz de pintor que obedecía por Marco d'Oggiono. Ellos, como ya me había advertido Bandello, usaban a menudo la llave del refectorio. Casi siempre lo abrían para preparar las mezclas de pintura para el maestro o tenerle los utensilios a punto. Ahora bien: ¿qué hacían allí un domingo, con el entierro de donna Beatrice a las puertas, y vestidos de gala? ¿Cómo es que hablaban de fray Alessandro con esa naturalidad y, sobre todo, con ese conocimiento de sus costumbres? ¿Y a cuento de qué afirmaban que estaba nervioso? Intrigado, pasé frente a ellos en dirección a la escalera de la biblioteca, tratando de no llamar demasiado su atención.

Mi mente, imparable, seguía bombeando preguntas: ¿dónde diablos había estado la noche anterior el bibliotecario? ¿Era cierto que se había encontrado con el maestro Leonardo? ¿Y para qué? ¿Acaso no había criticado abiertamente al maestro en nuestras conversaciones? ¿Es que ahora era amigo suyo?

Un escalofrío me recorrió la espalda. La última vez que hablé con fray Alessandro fue el día anterior, a las vísperas. Se esforzaba en mostrarme los manuscritos que Leonardo había consultado en la biblioteca del convento, al tiempo que yo trataba de identificar en ellos el libro cerrado que el abad había visto en los naipes de donna Beatrice. La verdad es que en ningún momento percibí cambio alguno en su humor. En cierta manera, me dio lástima. El fraile que mejor me recibió, que estuvo pendiente de mí desde el primer momento en que puse los pies en Santa Maria, era de los pocos que no conocía lo que se estaba cociendo en aquel lugar.

Aquella tarde sentí remordimientos, y terminé por confesarle lo que sabía de Leonardo y del desafío del Cenacolo. Se lo debía.

—Lo que os voy a contar —le advertí— no debe salir jamás de vuestra boca…

El bibliotecario me observó extrañado.

—¿Lo juráis?

—Por Cristo.

Asentí complacido.

—Está bien. El prior cree que meser Leonardo ha ocultado un mensaje secreto en el mural del refectorio.

—¿Un mensaje secreto? ¿En La Última Cena?.

—El prior sospecha que es algo que vulnera la doctrina de la Santa Iglesia. Una creencia que meser Leonardo bien pudo tomar de uno de los libros que vos le proporcionasteis.

—¿Cuál? —se impacientó.

—Pensé que vos lo sabríais.

—¿Yo? El maestro solicitó muchos títulos de nuestra biblioteca.

—¿Cuáles?

—Fueron tantos… —dudó—. No sé. Tal vez le interesó el De secretis artis et naturae operibus.
[12]

—¿De secretis artis?

—Es un raro manuscrito franciscano. Si no me equivoco, debió oír hablar de él a fray Amadeo de Portugal. ¿Lo recordáis?

—El autor del Apocalipsis Nova.

—El mismo. En ese libro, un monje inglés llamado fray Roger Bacon, un célebre inventor y escritor acusado de herejía y encarcelado por el Santo Oficio, daba cuenta de las doce formas distintas que existen para esconder un mensaje en una obra de arte.

—¿Es un texto religioso?

—No. Es más bien técnico.

—¿Y qué otro libro pudo servirle de inspiración? —insistí.

Fray Alessandro se acarició el mentón, pensativo. No me pareció nervioso, ni alterado por mis preguntas. Estaba tan servicial como siempre, casi como si mis confesiones sobre Leonardo no lo hubieran afectado en lo más mínimo.

—Dejadme pensar —murmuró—. Tal vez se sirviera de las vidas de los santos de fray Jacobo de la Vorágine… Sí. Ahí podría haber encontrado lo que vos buscáis.

—¿En las obras del famoso obispo de Génova? —repuse asombrado.

—Lo fue, en efecto, hace ya más de trescientos años.

—¿Y qué tiene que ver De la Vorágine con el mensaje oculto del Cenacolo?

—Si tal mensaje existe, estos libros podrían contener la clave para descifrarlo —los ojos del escuálido fray Alessandro se cerraron, como si buscara concentración—. Fray Jacobo de la Vorágine, dominico como nosotros, recogió en Oriente cuanta información pudo de las vidas de los primeros santos, así como de las de los discípulos de Nuestro Señor. Sus descubrimientos entusiasmaron al maestro Leonardo.

Arqueé las cejas, incrédulo.

—¿En Oriente?

—No os extrañéis, padre Leyre —prosiguió—. Los detalles que contiene este libro no son precisamente canónicos.

—¿Ah no?

—No. La Iglesia nunca aceptaría los grados de parentesco que fray Jacobo asegura que tuvieron los Doce entre sí. ¿Sabíais, por ejemplo, que Simón y Andrés eran hermanos? Tal vez eso explique que Leonardo los haya pintado gemelos en el refectorio.

—¿De veras?

—¿Y sabíais que De la Vorágine afirmó que a Santiago muchos lo confundían en vida con el mismísimo Cristo? ¿Y no habéis visto el enorme parecido que tiene con Jesús en el Cenáculo?

—Entonces —dudé—, Leonardo leyó esta obra.

—Debió de ser más que eso. La estudió a fondo. Y por lo que sugerís, lo hizo con más interés que el opúsculo de Roger Bacon. Podéis creerme.

Fray Alessandro suspendió ahí nuestra última conversación. Por eso, cuando escuché a los discípulos del toscano decir que el bibliotecario se había visto con Leonardo aquella misma noche, me estremecí. Su fortuita indiscreción no sólo confirmaba que el bibliotecario me había ocultado algo tan importante como su amistad con Leonardo, sino que quien creía que era mi único amigo en Santa Maria me había delatado. Pero ¿por qué?.

Capítulo 22

Busqué al bibliotecario por todas partes. En su pupitre descansaban aún los dos tomos del obispo De la Vorágine que me había mostrado la tarde anterior. Repujados en letras grandes destacaban el nombre del autor y el título latino del libro: Legendi di Sancti Vulgari Storiado. Del otro libro, sin embargo, el de las artes secretas del padre Bacon, no había ni rastro. Si fray Alessandro lo custodiaba en su colección, debía de tenerlo a buen recaudo.

¿Eran imaginaciones mías o el bibliotecario había pretendido desviar mi atención de aquel tratado? ¿Por qué?

Las preguntas se acumulaban. Necesitaba que fray Alessandro me explicara algunas cosas. Sin embargo, por más que lo reclamé en la iglesia, en la cocina o en el edificio de las celdas, nadie supo darme cuenta de su paradero. Tampoco pude insistir demasiado. Con la creciente marea de gente que se arrimaba a Santa Maria para ver de cerca la comitiva fúnebre, no era difícil perder de vista al bibliotecario. Sabía que antes o después me lo toparía de bruces y que entonces me aclararía qué demonios estaba pasando allí.

A eso de las diez de la mañana, la plaza situada frente a la iglesia y todo el camino que separaba Santa Maria del castillo estaban ocupados por una muchedumbre silenciosa. Todos vestían sus mejores galas, y venían provistos de velas y palmas secas que agitarían al paso del féretro de la princesa. No cabía un alfiler en el recorrido. En la iglesia, en cambio, la entrada se había restringido a los invitados y embajadas por expreso deseo del dux. Bajo la tribuna se había erigido una tarima revestida de terciopelo y cruzada de cordones de oro terminados en borlas, en la que el Moro y sus hombres de confianza entonarían sus oraciones. Toda el área estaba bajo la protección de la guardia personal del duque y sólo los monjes de Santa Maria gozábamos de cierta libertad para entrar y salir de ella.

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