—¿Cómo os atrevéis, Leonardo?
—Porque sé en qué os habéis convertido. Y sé también que habéis hecho todo lo posible por arrancarme de este lugar, y dejar a oscuras la fe de toda esa gente. Primero matasteis a fray Alessandro. Luego le atravesasteis el corazón al hermano Giulio. Aturdisteis con vuestras historias a los hermanos que estaban camino de la pureza…
—De la herejía, más bien —matizó con su único ojo abierto como una luna.
—Y mandasteis mensajes apocalípticos a Roma, anónimos firmados como Augur Dixit, únicamente para provocar una investigación secreta contra mí, que os dejara a vos al margen. ¿No es cierto?
—¡Maldito seáis, Leonardo! —El pecho del monje crujió en un nuevo estertor—. Maldito por siempre.
El pintor, impasible, se desató del cinto su inseparable escarcela de lona blanca y la depositó sobre la cama. Parecía más llena que de costumbre. El maestro la desabrochó ceremonioso y extrajo de ella un pequeño libro de pastas azules que dejó caer sobre el colchón.
—¿Lo reconocéis? —Sonrió ladino—. Aunque ahora me maldigáis, padre, he venido a perdonaros. Y a brindaros la salvación. Todos somos almas de Dios y la merecemos.
La pupila del tuerto se agrandó de excitación al ver aquel volumen a dos palmos de él.
—Era esto lo que buscabais, ¿verdad?
—«Inte… rrogatio Johan… nis» —descifró Benedetto el título grabado en el lomo—. ¡El testamento final de Juan! El libro con las respuestas que el Señor dio a su discípulo amado en su cena secreta, ya en el reino de los cielos.
—La Cena Secreta, así es. Justo el libro que he decidido abrir al mundo.
Benedetto alargó uno de sus flacos brazos para tocar la cubierta.
—Vais a acabar con la cristiandad si lo hacéis —dijo, deteniéndose a respirar hondo—. Ese libro está maldito. Nadie en este mundo merece leerlo… Y en el otro, a la vera del Padre Eterno, nadie lo necesita.
¡Quemadlo!
—Y, sin embargo, hubo un tiempo en el que quisisteis haceros con él.
—Lo hubo, sí —gruñó—. Pero me di cuenta del pecado de soberbia que ello implicaba. Por eso abandoné vuestra empresa. Por eso dejé de trabajar para vos. Me llenasteis la cabeza de pájaros, como a los hermanos Alessandro y Giberto, pero me di cuenta a tiempo de vuestra estratagema… —boqueó agónico—… y logré zafarme de vos.
El tuerto, pálido, se llevó la mano al pecho antes de proseguir con voz ronca:
—Sé lo que queréis, Leonardo. Vinisteis a la católica Milán lleno de ideas extravagantes… Vuestros amigos, Botticelli, Rafael, Ficino, os llenaron la cabeza de ideas vanas sobre Dios. Y ahora queréis dar al mundo la fórmula para comunicarse directamente con Dios, sin necesidad de intermediarios ni de Iglesia.
—Como hizo Juan.
—Si el pueblo creyera en este libro, si supiera que Juan habló con el Señor en el Reino de los Cielos y regresó de él para escribirlo, ¿para qué necesitaría nadie a los ministros de Pedro?
—Veo que habéis comprendido.
—Y entiendo que el Moro os ha apoyado todo este tiempo porque… —tosió—, porque debilitando a Roma él se hará más fuerte. Queréis cambiar la fe de los buenos cristianos con vuestra obra. Sois un diablo. Un hijo de Lucifer.
El maestro sonrió. Aquel fraile moribundo apenas alcanzaba a imaginar la meticulosidad de su plan: Leonardo llevaba meses permitiendo que artistas de Francia e Italia se acercaran al Cenacolo para copiarlo.
Maravillados por su técnica y por la disposición inédita de las figuras, maestros como Andrea Solario, Giampietrino, Bonsignori, Buganza y tantos otros, habían duplicado ya su diseño y comenzaban a difundirlo por media Europa. Además, su discutible técnica de pintura a secco, perecedera, convertía el proyecto de copiar su obra en algo urgente. La maravilla del Cenacolo estaba destinada a desaparecer por expreso deseo del maestro, y sólo un esfuerzo continuado, meticuloso y planificado para reproducirlo y difundirlo por doquier lograría salvar su verdadero proyecto… Y de paso diseminar su secreto más allá de lo conseguido por ninguna otra obra de arte en la Historia.
Leonardo no replicó. ¿Para qué iba a hacerlo?
Sus manos aún olían a barniz y a disolvente, el mismo que acababa de aplicar a los pinceles con los que había rematado el rostro de Juan; el hombre que había escrito el Evangelio que ahora yacía abierto sobre el lecho del tuerto. El mismo texto que los Visconti-Sforza, duques de Milán, habían representado cerrado en manos de la sacerdotisa de su baraja, o que aparece en el regazo de santa Maria dei Fiore justo sobre la entrada de la catedral de Florencia. En suma, un libro hermético que ahora Leonardo pretendía desvelar al mundo.
Sin mediar palabra, Leonardo tomó aquel volumen y lo abrió por la primera página. Pidió a Benedetto que recordara la escena de la cena del Señor en el refectorio, y que se dispusiera a comprender su plan.
Después, solemne, colocó el volumen bajo sus barbas y leyó: Yo, Juan, que soy hermano vuestro y que tengo parte en la aflicción para tener acceso al reino de los cielos, mientras reposaba sobre el pecho de nuestro Señor Jesucristo, le dije: «Señor, ¿quién es el que te traicionará?». Y él me respondió: «El que mete la mano conmigo en el plato. Entonces Satán entró en él, y él buscaba ya la manera de entregarme».
Benedetto se sobrecogió:
—Eso es lo que habéis pintado en el Cenacolo… Dios bendito.
Leonardo asintió.
—¡Maldita víbora! —Tosió Benedetto.
—No os engañéis, padre. Mi obra es mucho más que una escena de este Evangelio. Juan formuló nueve preguntas al Señor. Dos eran sobre Satán, tres sobre la creación de la materia y el espíritu, tres más sobre el Bautismo de Juan y una última sobre los signos que precederán al regreso de Cristo. Preguntas de luz y de sombras, del bien y del mal, de los polos opuestos que mueven al mundo…
—Y todo eso encierra un sortilegio; lo sé.
—¿Lo sabéis?
La sorpresa brilló en el rostro del maestro. Aquel anciano que se resistía a morir, aún tenía su inteligencia despierta.
—Sí… —jadeó—: Mut-nem-a-los-noc… Y en Roma también lo saben. Yo se lo transmití. Pronto, Leonardo, caerán sobre vos y destruirán lo que habéis armado con tanta paciencia. Ese día, maestro, moriré.
Doce días más tarde.
Milán, 22 de febrero de 1497
—Mut-nem-a-los-noc…
Escuché por primera vez aquella extraña frase el día de la Cátedra de San Pedro. Habían pasado casi dos semanas desde que fray Benedetto entregara su alma a Dios en el hospital de Santa María, en medio de uno de aquellos terribles ataques de tos. Dios castigó su soberbia. El Agorero no tuvo tiempo de ver a Roma descargando su ira contra el maestro Leonardo y demoliendo su proyecto. Tuvo una decadencia rápida. Los galenos que lo atendían día y noche se rindieron en cuanto el anciano perdió la voz y las pústulas se adueñaron de su cuerpo.
Benedetto falleció al atardecer del miércoles de ceniza, solo, febril y murmurando obsesivamente mi nombre en un desesperado intento por atraerme a su vera y lanzarme contra el toscano. Por desgracia para él, todavía tardaría muchos días en regresar de mi reclusión entre los «hombres puros».
Ahora creo que Mario Forzetta aguardó a aquel preciso momento antes de devolverme a Milán. Nunca, en las semanas que permanecí en Concorezzo, Mario me habló de la enfermedad del tuerto; ni siquiera me predispuso a que actuara contra él o a que informara al Santo Oficio de sus pecados contra el quinto mandamiento, y mucho menos avivó el fuego del odio contra él. Su actitud me maravilló. Su instrucción en los secretos de la escritura oculta habían logrado desenmascarar al padre Benedetto y su compleja firma, pero su extraña moral le impedía cobrarse venganza por el asesinato de sus correligionarios. Qué extraña fe era ésa.
Llegué a creer que los concorezzanos me retendrían para siempre. Comprendí que su respeto extremo por la vida les impedía acabar conmigo, pero no ignoraba que todos en aquel poblado eran conscientes de que si me liberaban, eran sus vidas las que peligrarían.
Ese debate se prolongó durante jornadas enteras. Un tiempo que aproveché para mezclarme entre ellos y aprender de sus hábitos de vida. Me sorprendió saber que jamás pisaban una iglesia para sus oraciones.
Preferían una cueva, o el campo abierto. Confirmé muchas de las cosas que ya sabía de ellos, como que renegaban de la cruz o repudiaban las reliquias, por considerarlas recuerdos impuros del cuerpo material, satánico por tanto, que un día albergó el alma de grandes santos. Pero descubrí cosas que me maravillaron.
Por ejemplo, su alegría ante la muerte. Cada día que pasaba celebraban que ya estaban más cerca del momento en que se desprenderían de su envoltura carnal y se acercarían al espíritu luminoso de Dios. Ellos, que entre sí se llamaban «verdaderos cristianos», me miraban misericordes, y hacían grandes esfuerzos por integrarme en sus ritos.
Un buen día, Mario acudió a mi estancia y me despertó muy agitado; me pidió que me vistiera deprisa y me condujo montaña abajo, hasta el camino empedrado que llevaba a Porta Vercelina. Yo estaba atónito. El joven perfecto había tomado una decisión que comprometía a toda su comunidad: iba a devolver al mundo a un inquisidor que había visto por dentro una comunidad de cátaros, que había presenciado sus oraciones y que conocía a la perfección los puntos débiles de los últimos «hombres puros» de la cristiandad. Y pese a todo, se arriesgaba a liberarme. ¿Por qué? ¿Y por qué ese día, y tan deprisa?
No iba a tardar mucho en descubrirlo.
Al acercarnos a la vía que me llevaría a los dominios del dux, Mario cambió el tono de su conversación por primera y última vez. Se había vestido de blanco inmaculado, con un sayal que lo cubría hasta las rodillas y una cinta en la cabeza que sujetaba su pelo hirsuto. Parecía que me llevaba a un último y extraño ritual.
—Padre Leyre —dijo solemne—, ya habéis conocido a los verdaderos discípulos de Cristo. Habéis visto con vuestros propios ojos que no empuñamos armas ni ofendemos a la naturaleza. Por esa misma razón, y porque los seguidores originales de Jesús jamás hubieran aceptado que os priváramos de libertad, no podemos reteneros por más tiempo. Pertenecéis a un mundo distinto a éste. Un lugar de hierro y oro en el que los hombres viven de espaldas a Dios…
Quise replicar, pero Mario no me dejó. Me miraba con tristeza, como si despidiera a un amigo.
—A partir de ahora —prosiguió—, nuestro destino está en vuestras manos. Vuestros cruzados no lo hubieran dicho mejor: ¡Deus lo volt!, así lo ha dispuesto el Padre. O nos indultáis y os sumáis a nuestras filas convirtiéndoos vos mismo en un parfait, o nos delatáis y buscáis nuestra muerte y la ruina de nuestros hijos. Pero seréis vos, en libertad, quien elegiréis el camino. Nosotros, por desgracia, estamos acostumbrados a ser perseguidos. Es nuestro destino.
—¿Me liberas?
—En realidad, padre, nunca estuvisteis prisionero.
Le miré sin saber qué decir.
—Sólo os pido que reflexionéis sobre una cosa antes de entregarnos al Santo Oficio: recordad que Jesús fue también un fugitivo de la justicia.
Mario se lanzó entonces a mis brazos y me apretó contra él. Después, vigilando la tibia claridad que presagiaba el amanecer, me entregó un saquito con pan y algo de fruta, y me dejó a solas junto al camino de Milán.
—Id al refectorio —ordenó antes de perderse bosque arriba—. A vuestro refectorio. En el tiempo que habéis estado fuera han sucedido muchas cosas que os afectan. Meditadlas y decidid entonces vuestro camino. Ojalá volvamos a vernos algún día y podamos mirarnos a los ojos, como hermanos de la única fe.
Caminé durante cuatro horas antes de distinguir en el horizonte la silueta fortificada de Milán. ¿Qué extraña prueba era aquella a la que me sometía la Divina Providencia? ¿Me devolvía Mario a la corte del dux para que eliminara a su enemigo, fray Benedetto, o por alguna otra oscura razón?
Fue al acercarme al puesto de guardia cuando me di cuenta de lo mucho que me había cambiado la estancia en Concorezzo. De entrada, la guardia del dux no me saludó siquiera. A sus ojos ya no era el respetable dominico que se había tragado el bosque de Santo Stefano casi un mes atrás. No pude reprochárselo. La ciudad creía que ese varón había muerto en una emboscada. Nadie me esperaba. Mi aspecto era vulgar, sucio, y vestía como un campesino. Llevaba calzas negras y un tosco pellote de oveja que me hacía parecer un pastor. Mi rostro estaba cubierto por una barba espesa y negra. Y hasta mi tonsura se había poblado de nuevo, oscureciendo definitivamente mi filiación sacerdotal.
Crucé el puesto de guardia sin mirar a nadie y enfilé las callejuelas que habrían de llevarme hasta el convento de Santa Maria. Pese a no hacer un día de sol y ser sábado, se respiraba cierto ambiente festivo. El entorno del monasterio había sido engalanado con banderines, centros de flores y cintas de tela, y había mucha gente en la calle charlando. Al parecer, el dux acababa de pasar por allí camino de alguna celebración importante.
Fue entonces cuando escuché de labios de una mujer la razón de tanto alboroto: Leonardo había terminado el Cenacolo y Su Excelencia Ludovico el Moro se había apresurado a visitarlo para admirarlo en todo su esplendor.
—¿El Cenacolo?
La mujer me miró divertida.
—Pero ¿en qué mundo vivís? —rió—. ¡Toda la ciudad va a desfilar para verlo! ¡Toda! Dicen que es un milagro. Que parece real. Los frailes abrirán su convento durante un mes para que todos puedan admirarlo.
Una extraña desazón se apoderó de mi estómago. El toscano había concluido una empresa en la que llevaba más de tres años trabajando, pero ¿habría completado también el terrible programa iconográfico que el Agorero pretendía detener a toda costa? ¿Y el prior? ¿Había sucumbido también al hechizo de aquella obra? ¿No debía advertirle de inmediato de la verdadera identidad de su secretario personal? ¿Y cómo me presentaría ante él? ¿Qué le diría de mis captores?
Cuando culminé el ascenso hasta el corso Magenta y logré sortear la enorme cola que rodeaba el convento, me quedé de una pieza. La casa del dux había dispuesto una enorme tarima en la que un espléndido duque de Milán, ataviado con una sobrevesta negra de terciopelo y un sombrero de ala baja con cinta de oro, conversaba con algunos prohombres de la ciudad. Entre ellos distinguí a Luca Pacioli, el matemático, que lucía un gesto relajado. Alguien dijo que hacía sólo unos días que había entregado al Moro su libro De divina proportione, en el que desvelaba los misterios matemáticos de la Creación. O Antonio Billi, cronista de la corte, que parecía deslumbrado por la belleza que acababan de ver sus ojos.