—No lo entiendo. ¿Vais a quedaros ahí parado, esperando a que lo condenen?
El asombro de Bernardino Luini no conmovió en absoluto al maestro Leonardo. Llevaba un buen rato a la intemperie, en su huerta, concentrado en el desarrollo de su próxima máquina, y apenas había prestado atención al regreso de sus discípulos. ¿Para qué? En el fondo albergaba pocas esperanzas de que Elena, Marco y Luini regresaran del Cenacolo iluminados por la sabiduría que tan cuidadosamente había impreso en el lugar. El maestro estaba cansado de esperar. Le aburría contemplar aquel ir y venir de seguidores suyos incapaces de entender su particular modo de escribir en el arte.
Además, como de costumbre, sus pupilos sólo traían noticias desoladoras del convento. Decían que Santa Maria estaba en pie de guerra. Que el padre Bandello había decidido interrogar a sus frailes en busca de herejes, y que había ordenado aislar a su querido fray Guglielmo, el cocinero, acusándolo de conspiración contra la Iglesia.
El maestro escuchó aquellas explicaciones a su pesar, sin saber qué decir.
—Tampoco yo os entiendo, maestro —terció d'Oggiono—. ¿Acaso os complace lo sucedido? ¿Es que no teméis por la suerte de vuestro amigo? ¿Tan insensible os estáis volviendo, meser?
Leonardo alzó su mirada azul de la caja de herramientas, clavándose en su querido Marco:
—Fray Guglielmo aguantará —dijo al fin—. Nadie podrá romper el círculo que representa.
—¡Dejaos de alegorías! ¿Es que no veis el peligro? ¿No os dais cuenta de que no tardarán en venir a por vos?
—De lo único que me doy cuenta, Marco, es de que no me escucháis… —replicó con sequedad—.
Nadie lo hace.
—¡Un momento! —La joven Elena, que hasta entonces había permanecido callada tras Luini y d'Oggiono, dio un paso al frente interponiéndose entre los tres varones—. ¡Ya sé lo que queréis enseñarnos, maestro! ¡Ahora lo entiendo! ¡Todo está en el Cenacolo!
Las pobladas cejas de Leonardo se arquearon ante aquella inesperada reacción. La condesita prosiguió:
—Utilizasteis a fray Guglielmo para representar a Santiago el Mayor. De eso no hay duda. Y en el Cenacolo él encarna la letra «O». La omega. Igual que vos.
Luini se encogió de hombros, mirando al maestro con sonrojo. A fin de cuentas, había sido él quien había enseñado aquello a la jovencita de los Crivelli.
—Eso sólo puede querer decir una cosa —añadió—: que fray Guglielmo y vos sois los únicos que os halláis en posesión del secreto que queréis que encontremos. Y también que estáis tan seguro de su discreción como él de la vuestra. A fin de cuentas, representáis el mismo plan.
—Admirable —aplaudió Leonardo—. Veo que sois tan sagaz como vuestra madre. ¿Y sabéis también por qué elegí la letra «O»?
—Sí… Eso creo —titubeó.
El toscano la miró intrigado. Sus compañeros, aún más.
—Porque la omega es el fin, lo opuesto al alfa, que es el principio —dijo—. De ese modo os situáis en el extremo final de un proyecto que empezó con Cristo, que es la única «A» del mural.
—Admirable —repitió el maestro—. Admirable.
—¡Claro! ¡Fray Guglielmo y vos sois quienes habéis de traernos la Iglesia de Juan! —saltó Luini—.
¡Ése es el secreto!
El sabio se inclinó de nuevo sobre la extraña máquina que acababa de diseñar para su parcela, negando con la cabeza.
—Hay más, Bernardino. Hay más.
Lo que Leonardo tenía frente a sí era un artilugio tremendo. Se había concentrado en él al poco de fracasar en su intento por automatizar la cocina de la fortaleza sforzesca. Sus asadores automáticos, su picadora de vacas, aquellos enormes fuelles que avivaban una olla ciclópea llena de agua hirviendo y la rebanadora de pan accionada por aire, se habían cobrado varios heridos y habían resultado del todo ineficaces para complacer los bárbaros gustos gastronómicos del Moro. Pero su nueva máquina iba a ser distinta. Si todo salía bien, el dux no volvería a burlarse de su recolectora de rábanos gigante y a proponerla como su futura arma de guerra contra los franceses. Era cierto que su primer ensayo en las fincas de Porta Vercellina se cobró tres víctimas, pero tras unos oportunos ajustes la máquina dejaría de ser letal.
—Maestro… —protestó Luini ante la dispersión del toscano—. Hemos dado un paso enorme en la comprensión de vuestro Cenacolo, y fijaos: no parecéis interesaros por ello en absoluto. ¿No veis que ha llegado ya la hora de transmitir vuestro secreto? La Inquisición cierra el cerco en torno a vos. Puede que mañana quieran deteneros e interrogaros. Si lo hacen, todo vuestro proyecto se perderá.
—Os he escuchado, Bernardino. Y con atención —dijo sin quitar la vista de su ingenio—. Y aunque valoro que hayáis encontrado las letras que oculté en el Cenacolo, también veo que no sois capaces de interpretarlas. Y si vosotros, que sabéis dónde buscar, parecéis niños que no saben leer, cuánto más perdidos estarán esos frailes que decís me persiguen.
—Un libro. Toda la clave está ahí, ¿verdad maestro? En un libro en el que vos lo habéis aprendido todo.
El nuevo comentario de Luini sonó a desafío.
—¿Qué queréis decir con eso?
—Vamos, meser. El tiempo de los acertijos ha pasado. Y vos lo sabéis. He visto en ese Cenacolo el rostro de vuestro viejo amigo Ficino, el traductor. ¿No fue con él con quien convinisteis que un retrato así marcaría la llegada de la Iglesia de Juan? ¿No os entregó él un libro destinado a ser la nueva Biblia de esa Iglesia? Leonardo dejó caer sus herramientas junto a la recolectora de rábanos, levantando una polvareda en el jardín.
—¡Qué sabrás tú de eso! —protestó.
—Lo que vos me enseñasteis: que desde los tiempos de Jesús, dos Iglesias luchan por el control de nuestras almas. Una, la de Pedro, fue pensada como Iglesia temporal. Útil para enseñar a los hombres el camino del despertar de la conciencia, pero es sólo la precursora de otra construcción más gloriosa que alimentará nuestro espíritu cuando estemos abiertos a recibirla. Pedro es la Iglesia del pasado, la que ha allanado el camino a la que ha de venir: la Iglesia de Juan. La vuestra.
El toscano quiso intervenir pero su antiguo discípulo aún no había terminado de hablar:
—Ese hombre al que habéis pintado como Mateo en el Cenacolo, Ficino se llama, os confió un libro con textos de Juan para que lo estudiaseis. Lo recuerdo bien. Estuve presente el día que os lo entregó.
Entonces, yo sólo era un niño. Y si ahora os esforzáis por retratarlo, incluso por brindar a otros como nosotros el acceso a vuestra obra, es porque creéis que ha llegado el momento del relevo, ¿verdad? Eso es lo que significa vuestro Cenacolo. Admitidlo. El anuncio de la nueva Iglesia.
Marco y Elena no se atrevieron a pestañear siquiera. Leonardo pidió silencio a Luini con un gesto que usaba a menudo: le gustaba señalar al cielo con su índice levantado, como si le pidiera la venia a Dios para hablar.
—Mi querido Bernardino —dijo, tratando de aplacar el genio que estaba desatándose en su interior—.
Es cierto que Ficino me hizo depositario de unos textos valiosísimos justo antes de que decidiera trasladarme a Milán. Y también son exactas tus apreciaciones sobre las dos Iglesias. Nada de eso te negaré. Llevo años pintando a Juan el Bautista en mis obras, esperando la llegada de un momento como éste. Y creo que, en efecto, ha llegado ya.
—¿Qué os lo hace creer, maestro?
—¿Qué? —respondió a Elena, mucho más tranquilo—. ¿Es que no lo ve todo el mundo? El Papa ha conducido a la Iglesia temporal a un grado de depravación difícil de igualar. Hasta sus propios clérigos, como ese Savonarola de Florencia, se han vuelto contra él. Ha llegado el momento de que la Iglesia del espíritu, la del Bautista, releve a la de Pedro y nos conduzca a la salvación verdadera.
—Pero en el Cenacolo no está el Bautista, maestro.
—El Bautista, no. —Sonrió a Marco d'Oggiono, siempre atento a los pequeños detalles—. Pero Juan, sí.
—No os entiendo…
—Casi todo está en las Escrituras. Si releéis los Evangelios con atención, veréis que Jesús no empezó su vida pública hasta que el Bautista lo bañó en las aguas del Jordán. Los cuatro evangelistas necesitaron justificar la misión de Jesús refiriéndose a él como parte de su preparación como Mesías. Por eso lo pinto siempre con el dedo levantado hacia el cielo: es mi modo de decir que él, el Bautista, llegó el primero.
—Entonces, ¿por qué adoramos a Jesús y no a Juan?
—Todo formó parte de un plan cuidadosamente calculado. Juan fue incapaz de transmitir a aquel puñado de hombres burdos e incultos sus enseñanzas espirituales. ¿Cómo hacer entender a unos pescadores que Dios está dentro de nosotros y no en un templo? Jesús le ayudaría a adoctrinar a esos salvajes.
Diseñaron una Iglesia temporal a imitación de la judía, y otra espiritual, secreta, como jamás se había visto en la Tierra. Y esas enseñanzas se confiaron a una mujer inteligente, María Magdalena, y a un joven despierto al que también llamaban Juan… Y ese Juan, querido Marco, sí está en el Cenacolo.
—¡Y la Magdalena también!
El toscano no pudo ocultar su admiración por aquella joven impetuosa. Luini, sonrojado, se vio forzado a aclararle su reacción: fue él quien le enseñó que allá donde viera pintado un nudo grande y visible, sabría que hallaría una obra vinculada a la Magdalena. La Última Cena lo tenía.
—Dejadme que os explique algo más —añadió el maestro, ya algo fatigado—: Juan es mucho más que un nombre. Así conocieron en su tiempo tanto al Bautista como al Evangelista. Sin embargo, Juan es un título. Se trata del nomen mysticum que llevan todos aquellos depositarios de la Iglesia espiritual. Como la papisa Juana, la de las cartas de los Visconti.
—¿La papisa Juana? ¿No era eso un mito? ¿Una fábula para incautos?
—¿Y qué fábula no enmascara hechos reales, Bernardino?
—Entonces…
—Debéis saber que el hombre que dibujó esas cartas fue Bonifacio Bembo, de Cremona. Un perfecto.
Y éste, viendo peligrar el destino de nuestros hermanos, decidió esconder en ese mazo de cartas para los Visconti algunos símbolos fundamentales de nuestra fe. Como la creencia en que somos descendencia mística de Jesucristo. ¿Y qué mejor símbolo de esa certeza que pintar a una papisa embarazada, sosteniendo en su mano la cruz del Bautista, indicando a quien sepa leerlo que de la vieja Iglesia nacerá pronto la nueva?
Esa carta —añadió el maestro en tono reverencial— es la profecía precisa de lo que está por venir…
No sé por qué extraña razón el padre Bandello decidió enviarme a semejante misión. Si hubiera tenido el don de la profecía y hubiera visto lo que estaba a punto de ocurrirme, es seguro que me habría retenido a su lado. Pero el destino es impredecible, y Dios, en aquella jornada de enero, lanzó los dados de mi devenir fiel a su inescrutable proceder.
Al principio, lo confieso, me dio asco.
Desenterrar, junto con Benedetto el tuerto, Mauro el enterrador y fray Jorge, el fardo funerario del padre Trivulzio, me revolvió las entrañas. Hacía ya más de cincuenta años que el Santo Oficio no exhumaba el cadáver de un reo para proceder a su quema, y aunque le rogué al prior que dejara a los muertos en paz, no pude evitar que fray Alessandro volviera a ver la luz del día. Su cadáver, jabonoso y pálido, desprendía un hedor insoportable. Por mucho que mis compañeros y yo tomamos la precaución de envolverlo en un nuevo sudario y lo atamos como a una salchicha, su peste no dejó de acompañarnos durante todo el viaje. Por suerte, no todo fue tan negro. Me llamó la atención que si bien era imposible respirar junto al cuerpo de fray Alessandro, no ocurría lo mismo con el del sacristán. Fray Giberto no olía a nada. A nada en absoluto. El enterrador atribuyó el fenómeno a que el fuego que lo consumió en la plaza de la Mercadería había acabado con sus partes corruptibles, confiriéndole ese extraño don. Sin embargo, el tuerto defendió con vehemencia otra teoría. Para él, el hecho de haber permanecido a la intemperie en un patio del hospital de la orden, soportando temperaturas de varios grados bajo cero, había evaporado los peores efluvios del sacristán.
Nunca supe a quién de los dos creer.
—Si os fijáis bien, con las bestias pasa lo mismo —trató de convencerme el tuerto—. ¿O es que huele a algo el cuerpo de un caballo abandonado en un camino nevado?
Llegamos al llano de Santo Stefano sin haber concluido nuestra discusión y cuando apenas faltaba una hora y media para las vísperas. Habíamos atravesado el control militar de la Porta della Corte all'Arcivescovado y dejado atrás la sede del Capitano di Giustizia sin haber tenido que dar demasiadas explicaciones a la guardia. La policía sabía de nuestras cuitas, y aprobaba que hubiéramos decidido llevar a los herejes bien lejos de la ciudad. El carromato que conducíamos, cargado de aperos y sogas, pasó todas las inspecciones. Y así llegamos a Santo Stefano, un claro en medio del bosque, solitario y silencioso, con suelo de roca firme, sobre el que no nos iba a ser difícil apilar los fardos de leña que habíamos acarreado y prender con ellos a nuestros difuntos.
Jorge, solícito, dirigió los trabajos.
Fue él quien organizó con señas la montaña de troncos que los reduciría a cenizas, y quien nos enseñó la mejor manera de alzar una pira sólida y calorífera. Para alguien como yo, que había presenciado tantos autos de fe sin levantar siquiera un leño, aquella fue una sensación nueva. Jorge nos mostró cómo colocarlos siguiendo un orden inverso a su tamaño. Había visto ya demasiadas veces cómo se hacía. Fue él quien nos enseñó que la leña más fina debía colocarse en la base, para que al arder prendieran con eficacia las piezas más gruesas. Y una vez terminada la tarea, nos obligó a extender una gran cuerda alrededor de la montaña, afirmarla, e izar con uno de los extremos sobrantes los cuerpos de nuestros hermanos hasta la cumbre.
Cumpliríamos así las órdenes de nuestro prior y regresaríamos antes de que fuera noche cerrada y los soldados del Moro atrancasen las puertas de entrada al burgo.
—¿Sabéis lo mejor de este trabajo? —jadeó fray Benedetto, al terminar de situar el cuerpo de Giberto en el techo de troncos. El tuerto se había encaramado junto al enterrador hasta la cima, para así poder tirar fuerte del fardo de fray Alessandro y depositarlo en su lugar.
—Ah, ¿pero tiene algo bueno?
—Lo bueno, hermano Mauro —oí gruñir a Benedetto—, es que con un poco de suerte las cenizas de estos desgraciados caerán sobre los cátaros que se esconden en estas montañas.