La cena secreta (34 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La cena secreta
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Hallé también al maestro Leonardo, retirado a un segundo plano, comentando algo con un pequeño grupo de admiradores. Todos iban elegantemente ataviados, pero parecían algo nerviosos. Miraban a uno y otro lado, como si aguardaran la llegada de alguien o supieran que alguna cosa en aquella ceremonia no marchaba según lo previsto.

Tan distraído estaba tratando de leer en los labios de aquella comitiva lo que sucedía, que no me percaté de que alguien se había ido abriendo paso entre el gentío y se dirigía directamente hacia mí.

—¡Válgame el cielo! —exclamó cuando estuvo a mi altura y logró tocarme el hombro—. ¡Si todos os daban por muerto, padre Leyre!

Aquel hombre fornido, cubierto por un birrete violeta con pluma de ganso, espada al cinto y botas de montar, era Oliverio Jacaranda. Su acento extranjero lo delataba entre tanto lombardo.

—Nunca olvido una cara. ¡Y mucho menos la vuestra!

—Don Oliverio…

El español me miró de arriba abajo, sin terminar de comprender por qué no lucía los hábitos blanquinegros de santo Domingo. Por su porte, había acudido a la plaza de Santa Maria a visitar la obra de Leonardo. Su condición de mercader de objetos preciosos le garantizaba un acceso privilegiado al recinto y le procuraba estar en el centro del mayor acto social de la ciudad desde el entierro de donna Beatrice.

—Padre… —titubeó—. ¿Me explicaréis qué os ha sucedido? Estáis muy desmejorado. ¿Qué hacéis vestido así?

Traté de componer una excusa creíble que no delatara mi singular situación. No podía decirle que había estado más de dos semanas bajo el techo de quien fuera su prisionero. Lo hubiera considerado una deslealtad, y sólo Dios sabía cómo reaccionaría el español ante una revelación así.

—¿Recordáis mi afición a resolver enigmas en latín?

Jacaranda asintió.

—Vine a Milán para resolver uno de ellos, por encargo de mi superior de la orden. Y para lograrlo, me vi obligado a desaparecer durante un tiempo. Ahora regreso de incógnito para proseguir con mis indagaciones. Por eso os ruego discreción.

—¡Ah, los frailes! ¡Siempre con vuestros secretos! —sonrió—. Así que fingisteis evaporaros para seguir investigando los crímenes de San Francesco II Grande, ¿no es eso?

—¿Y qué os hace pensar semejante cosa? —dije asombrado.

—Vuestro aspecto, naturalmente. Ya os dije un día que son pocas las cosas que se me escapan de esta ciudad. Esa indumentaria vuestra me recuerda a la de los desgraciados que aparecieron muertos bajo la Maesta de los franciscanos.

—Pero…

—¡Nada de peros! —atajó—. Admiro ese método vuestro, padre. Nunca se me hubiera ocurrido hacerme pasar por víctima para llegar al asesino…

Callé.

Había imaginado tantas veces que si alguna vez me reencontraba con él no íbamos a tener una charla agradable, que me sorprendió verlo, de repente, preocuparse por mí. A fin de cuentas me había inmiscuido en sus negocios, había liberado a un prisionero suyo y no había prestado la debida atención a sus intentos por inculpar a Leonardo da Vinci del asesinato de fray Alessandro. Era obvio que don Oliverio tenía cosas más importantes en las que pensar. El anticuario me pareció preocupado. Casi ni comentó la fuga de Forzetta, que se apresuró a disculpar creyéndola parte de mi estrategia para investigar las muertes de fray Alessandro y de los peregrinos de San Francesco. Era como si mi atuendo de parfait le hubiera llamado más la atención que todo lo demás.

—¿Regresasteis a Milán hace mucho? —Quise desviar nuestra conversación.

—Hará unos diez días. Y, la verdad, he estado buscándoos desde entonces. Dijeron que habíais muerto en una emboscada…

—Me alegra que no sea cierto.

—A mí también, padre.

—Decidme entonces, ¿para qué me necesitabais?

—Preciso de vuestra ayuda —dejó escapar lastimero—. ¿Recordáis lo que os dije del maestro Leonardo el día que nos conocimos?

—¿De Leonardo?

Eché un vistazo a mis espaldas, allá donde había visto al toscano por última vez. No me hubiera gustado que escuchara una falsa acusación de asesinato como la que Jacaranda estaba a punto de pronunciar. Luego asentí.

—Bien. Ya sabéis que estuve en Roma, y allí un confidente cercano al Papa me hizo entrega del secreto final que meser Da Vinci ha querido esconder en su Cenacolo.

—¿El secreto final?

La frente despejada del español se arrugó ante mi suspicacia.

—El mismo que se llevó a la tumba vuestro bibliotecario, padre Leyre. Ese que debió de extraer del «libro azul» que donna Beatrice d'Este me encargó que obtuviera para ella, y que nunca pude depositar en sus manos. ¿Lo recordáis?

—Sí.

—Ese secreto, padre, obra en mi poder. Y es otro de esos dichosos acertijos del toscano. Como quiera que vos sois experto en resolver enigmas, y que por vuestra posición no sois sospechoso de ser cómplice de nadie, pensé que me ayudaríais a descifrarlo.

Oliverio dijo aquello con rabia contenida. Aún podía adivinar en su voz el deseo de vengar a su amigo Alessandro. Y aunque se equivocaba de objetivo, no dejaba de intrigarme qué revelación habría recibido de su confidente. Poco podía imaginar que Betania también disponía de aquel secreto y que también llevaba días haciendo lo imposible por encontrarme y hacérmelo llegar.

—¿Me mostraréis el secreto, entonces?

—Sólo ante el Cenacolo, padre.

Capítulo 46

Qué extraña sensación.

Vestido con los harapos que me había entregado Mario Forzetta antes de devolverme a Milán, crucé el umbral de la iglesia de Santa Maria sin que ninguno de los frailes que nos encontramos me reconociese. El olor a incienso me hizo dudar. Me sentí como si pusiera por primera vez los pies en una iglesia. Aquella profusión de motivos florales, rombos rojiazules y diseños geométricos que adornaban el techo se me antojó un exceso impropio de la casa de Dios. Jamás hasta ese día me había fijado en ellos, pero ahora, de repente, me estorbaban.

Oliverio no se percató de mi desazón y tiró de mí hacia el ábside, obligándome a girar después a la izquierda y adelantarme a la enorme hilera de fieles que rezaban y cantaban a la espera de que se les permitiera el acceso al refectorio.

Fray Adriano de Treviglio, con quien no me había cruzado más de dos veces durante mi estancia en el convento, saludó al español y se guardó satisfecho la moneda que éste depositó en su mano. Aunque me lanzó una mirada prepotente, tampoco me reconoció. Mejor así. Aquel refectorio que yo recordaba frío e inerte hervía ahora de actividad. Seguía tan desprovisto de muebles como siempre, pero los frailes lo habían adecentado, ventilado y limpiado en profundidad. No quedaba ya ni rastro de olor a pintura, y el muro recién terminado por el maestro lucía en todo su esplendor.

—La Cena Secreta… —murmuré.

Oliverio no me escuchó. Me empujó hasta el centro de la sala y, una vez se hizo un hueco entre la multitud, dijo algo, medio en español, medio en lombardo, que entonces no supe valorar:

—El misterio de este lugar tiene que ver con los antiguos egipcios. Los discípulos se distribuyen de tres en tres como las tríadas de dioses del Nilo. ¿Lo veis? Pero su auténtico secreto es que cada personaje de esta escena representa una letra.

—¿Una letra? —Las viejas lecciones del Ars Memoria regresaron a mi mente—. ¿Qué clase de letras?

—Sólo una de ellas es clara, padre. Fijaos bien en la gran «A» que forma la figura de Nuestro Señor.

Ésa es la primera pista. Junto a las demás, ocultas en atributos de los Doce recogidos por fray Jacobo de la Vorágine, forman un himno extraño, escrito en egipcio antiguo, que espero sepáis descifrar…

—¿Un himno?

Oliverio asintió, complacido de mi asombro.

—Así es. Juntando las letras que Leonardo ha asignado a cada discípulo, y que me mostraron en Roma, se forma una frase: Mut-nem-a-los-noc.

Mut.

Nem.

A.

Los.

Noc.

Repetí una por una aquellas sílabas, tratando de memorizarlas.

—¿Y decís que es un texto egipcio?

—¿Qué si no? Mut es una divinidad de esa civilización, esposa de Amón «el Oculto», el gran dios de los faraones. Seguramente Leonardo oyó hablar de ella a Marsilio Ficino. ¿O no recordáis ya que el maestro tenía sus libros en su bottega?.

Cómo iba a olvidarlo. Ficino, Platón, fray Alessandro, el tuerto, ¡todos estaban ahí mismo! ¡Delante de mis ojos! Mirándose entre ellos, como si se confabularan para preservar su misterio a aquellos que no merecieran penetrarlo. Todos habían sido representados como verdaderos discípulos de Cristo. Bonhommes, en suma.

—¿Y si no es egipcio el idioma de esa frase?

Mi duda exasperó al español. Se acercó a mi oído y, tratando de hacerse entender entre la turbamulta de curiosos y el rumor de las oraciones, se esforzó por explicarme cuánto había aprendido de aquellos hombres reducidos a letras de la mano de Annio de Viterbo. Contemplé uno por uno aquellos discípulos tan vivos.

Bartolomé, con las manos apoyadas sobre la mesa, observaba la escena como un centinela. Santiago el Menor trataba de calmar los ánimos a Pedro. Andrés, impresionado por la revelación de que un traidor se escondía entre ellos, mostraba sus palmas en señal de inocencia. Y Judas. Juan. Tomás señalando al cielo. El hermano de Cristo, el mayor de los Santiagos, con los brazos en cruz anunciando el futuro suplicio del Mesías. Felipe. Mateo. El Tadeo dando la espalda a Cristo. Y Simón, con las manos extendidas, como invitando a contemplar la escena una vez más, desde su rincón en la mesa.

Contemplarla una vez más.

¡Cristo!

Fue como un relámpago en la noche.

Como si de repente una de aquellas lenguas de fuego que iluminaron a los discípulos el día de Pentecostés hubiera caído sobre mí.

¡Santo Dios! Allí no había enigma alguno. Leonardo no había encriptado nada en el Cenacolo. Nada en absoluto.

Una emoción singular, como la que pocas veces había sentido en mis años en Betania, golpeó con fuerza mis entrañas.

—¿Recordáis lo que me dijisteis un día sobre los peculiares hábitos de escritura de Leonardo?

Oliverio me miró sin saber qué tenía que ver mi pregunta con su revelación.

—¿Os referís a su manía de escribirlo todo al revés? Es otra de sus excentricidades. Sus discípulos necesitan de un espejo para poder leer lo que su maestro les escribe. Lo hace así con todo: sus notas, los inventarios, los recibos, las cartas personales, ¡hasta las listas de la compra!… Es un demente.

—Tal vez.

La ingenuidad de Oliverio me hizo sonreír. Ni él, ni Annio de Viterbo se habían dado cuenta de nada, pese a haber tenido tan cerca la respuesta.

—Decidme, Oliverio: ¿por dónde habéis comenzado a leer vuestra letanía egipcia?

—Por la izquierda. La «M» es Bartolomé, la «U» Santiago el menor, la «T»…

De repente enmudeció.

Giró su cabeza todo lo que pudo hacia el extremo derecho del cuadro y tropezó con Simón, que con sus brazos estirados parecía invitarle a adentrarse en la escena. Por si fuera poco, también allí estaba el nudo del mantel, señalando cuál era el lado de la mesa por el que debía empezar a «leer».

—Santo Dios. ¡Se lee al revés!

—¿Y qué leéis, Oliverio?

El español, dudando de lo que estaba viendo y sin acertar a comprenderlo, pronunció por primera vez el verdadero secreto del Cenacolo. Le bastó con silabear su letanía, aquel misterioso Mut-nem-a-los-noc, tal y como llevaba tres años haciéndolo el maestro Da Vinci:

Con-sol-a-men-tum.

Capítulo 47

Nota final del padre Leyre

Aquella revelación cambió mi vida.

No fue algo brusco, sino una alteración pausada e imparable, semejante a la que vive un bosque cuando se acerca la primavera. Al principio no me di cuenta, y cuando quise reaccionar era ya demasiado tarde.

Supongo que mis charlas sosegadas en Concorezzo y la confusión en la que navegué durante esas primeras jornadas en Milán obraron el milagro.

Aguardé a que pasaran aquellos días de puertas abiertas en Santa Maria delle Grazie para retornar al Cenacolo y colocarme bajo las manos de Cristo. Deseaba recibir la bendición de esa obra viva, que palpitaba, y que había visto crecer casi imperceptiblemente. Aún no sé muy bien por qué lo hice. Ni por qué no me presenté al prior y le conté dónde había estado y qué cosas había descubierto durante mi cautiverio.

Pero, como digo, algo había cambiado muy dentro de mí. Algo que terminaría enterrando para siempre a aquel Agustín Leyre, predicador y hermano de la Secretaría de Claves de los Estados pontificios, oficial del Santo Oficio y teólogo.

¿Iluminación? ¿Llamada divina? ¿O tal vez locura? Es probable que muera en este risco de Yabal al-Tarif sin saber qué nombre poner a aquella actitud.

Poco importa ya.

Lo cierto es que el hallazgo del sacramento de los cátaros expuesto a contemplación y veneración en el centro mismo de la casa de los dominicos, patrones de la Inquisición y guardianes de la ortodoxia de la fe, tuvo un efecto deslumbrante sobre mi alma. Descubrí que la verdad evangélica se había abierto paso entre las tinieblas de nuestra orden, anclándose en el refectorio como un poderoso faro en la noche. Era una verdad bien distinta a la que había creído durante cuarenta y cinco años: Jesús nunca, jamás, instauró la eucaristía como única vía para comunicarnos con Él. Más bien al contrario. Su enseñanza a Juan y a María Magdalena fue la de mostrarnos cómo encontrar a Dios en nuestro interior, sin necesidad de recurrir a artificios exteriores. Él fue judío. Vivió el control que los sacerdotes del templo hacían de Dios al encerrarlo en el tabernáculo. Y luchó contra ello. Quince siglos más tarde, Leonardo se había convertido en el secreto responsable de esa revelación, y la había confiado a su Cenacolo.

Tal vez me volví loco en ese instante, lo admito. Pero todo ocurrió tal y como aquí lo he relatado.

Han pasado ya tres décadas de aquellos hechos y Abdul, que ha subido la cena hasta mi cueva como de costumbre, me ha traído también una extraña noticia: un grupo de ermitaños seguidores de san Antonio ha llegado a su aldea con la intención de afincarse cerca de aquí. He escrutado las riberas del Nilo tratando de localizarlos, pero mis castigados ojos no han logrado distinguir su campamento. Ellos, lo sé, podrían ser mi última esperanza. Si alguno mereciera mis confidencias en esta recta final de la vida, depositaría en sus manos estos pliegos y le haría comprender la importancia de conservarlos en lugar adecuado hasta que llegara el tiempo de darlos a conocer. Pero mis fuerzas flaquean y no sé si seré siquiera capaz de descender este risco y acercarme hasta ellos.

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