—Debes saber que te comprometes ante un inquisidor.
—Y os reitero mi palabra. Dadme la libertad y seré fiel a ella.
¿Qué podía perder? Aquella misma tarde, antes de la hora nona, Mario y yo abandonamos el palacio de los Jacaranda, ante la mirada desconfiada de María. Afuera, en la calle, el muchacho de cabellos negros y cicatriz en el rostro besó mi mano, se acarició sus muñecas libres y echó a correr hacia el centro de la ciudad. Fue curioso: nunca me pregunté si volvería a verlo. En el fondo, me importaba poco. Ya sabía más del Cenacolo que muchos de los frailes que compartían su mismo techo.
A primera hora de la mañana del jueves 19 de enero, Matteo Bandello, el sobrino adolescente del prior, irrumpió en el refectorio de Santa María delle Grazie. Tenía la mirada desencajada y los ojos húmedos.
Llegó jadeando, con el alma en vilo y el miedo dibujado en el rostro. Necesitaba hablar con su tío.
Encontrárselo allí, frente al enigmático mural de Leonardo, lo reconfortó y estremeció a partes iguales. Si lo que le habían dicho cerca de la plaza de la Mercadería era cierto, permanecer demasiado tiempo en aquel lugar, observando los progresos de aquella obra diabólica, podría llevarlos a todos a la tumba.
Matteo se aproximó con cautela, tratando de no interrumpir la conversación que el abad mantenía con su inseparable secretario, el padre Benedetto.
—Decidme una cosa, prior —escuchó—: cuando meser Leonardo pintó los retratos de san Simón y san Judas Tadeo en el refectorio, ¿apreciasteis algo raro en su comportamiento?
—¿Raro? ¿Qué entendéis por raro, padre?
—¡Vamos, prior! ¡Sabéis exactamente qué quiero decir! ¿Visteis si consultó algún apunte o boceto para dotar a esos discípulos de sus rasgos característicos? ¿O tal vez recordáis si lo visitó alguna persona de la que pudiera recibir instrucciones para terminar esos retratos?
—Es una pregunta extraña, padre Benedetto. Ignoro adonde queréis llegar.
—Bueno… —carraspeó el tuerto—. Me pedisteis que averiguara cuanto pudiera sobre el acertijo que fray Alessandro y el padre Leyre se traían entre manos. Y, la verdad, a falta de noticias me distraje averiguando qué hicieron ambos durante los días previos a la muerte del bibliotecario.
Matteo tiritó de terror. El prior y su secretario hablaban del mismo asunto que lo había llevado hasta allí.
—¿Y bien? —insistió su tío, ajeno a su espanto.
—El padre Leyre pasaba aquí sus horas muertas, gracias a la llave que vos le disteis. Lo normal.
—¿Y fray Alessandro?
—Eso es lo extraño, prior Bandello. El sacristán lo sorprendió varias veces hablando con Marco d'Oggiono y Andrea Salaino, los discípulos predilectos de Leonardo. Se reunían en el Claustro de los Muertos, y charlaban allí durante largo tiempo. Quienes se cruzaron con ellos coinciden en haberlos oído hablar de la enorme preocupación del toscano por el retrato de san Simón.
—¿Y eso os llamó la atención? —Matteo vio a su tío gruñir encogiendo la nariz y arrugando la frente, como tantas veces hacía—. El maestro es un enfermo del detalle, del dato, de lo minúsculo… Deberíais saberlo. No conozco a ningún artista que revise tantas veces lo que hace.
—Es tal como decís, prior. Sin embargo, en aquellos días fray Alessandro atendió más que de costumbre los caprichos de Leonardo. Buscó libros y grabados para él. Trabajó fuera de sus horas de biblioteca. Incluso visitó la fortaleza del dux para garantizar el transporte de un bulto muy pesado del que nada he podido averiguar aún.
El prior se encogió de hombros:
—Quizá no sea tan raro como parece, padre. ¿No posó fray Alessandro para él? ¿No lo eligió entre otros muchos para darle rostro a Judas? Está claro que pudieron trabar amistad, y que pudo haberle pedido que le ayudara en las jornadas que precedieron a su óbito.
—¿Vos creéis que fue una casualidad? Creo que el padre Leyre os habló ya de sus sospechas, ¿no?
—El padre Leyre, el padre Leyre —rezongó—. Ese hombre nos guarda algún secreto. Puedo verlo en su cara cada vez que hablamos…
Matteo dudaba si interrumpirlos o no. Cuanto más los escuchaba divagar sobre el Cenacolo y sus secretos, más se impacientaba. ¡Él sabía algo importante de aquel mural!
—Pero él cree que Leonardo pudo participar en el asesinato de fray Alessandro, ¿no es cierto?
—Os equivocáis. Eso fue lo que le dijo Oliverio Jacaranda, un viejo enemigo del maestro. Que Leonardo sea un hombre extravagante, de gustos insólitos, que no lo veamos mucho por misa y que presuma de haber encerrado un misterio en este mural, no lo convierte en un asesino.
—Humm… —el tuerto vaciló—. Eso es cierto. Lo convierte en un hereje. Porque, ¿a quién sino a un hombre de su vanidad se le ocurriría pintarse en La Última Cena?. ¡Y nada menos que como Judas Tadeo!
—Es una ambigüedad interesante. Él se pinta a sí mismo como el Judas «bueno», y a fray Alessandro lo utiliza como Judas «malo».
—Con todos los respetos, prior: ¿os habéis fijado cómo se ha dispuesto Leonardo en La Última Cena?.
—Desde luego —respondió mientras lo ubicaba en la pared—. Está de espaldas a Nuestro Señor.
—¡Exacto! Leonardo, o el Tadeo, como gustéis, conversa con san Simón en vez de prestar atención al anuncio de la traición que Cristo acaba de hacerles. ¿Por qué? ¿Por qué es más importante san Simón que Nuestro Señor para el maestro? Y llevando la duda aún más lejos: si sabemos que cada discípulo representa a una persona significativa para el maestro, ¿quién es ese apóstol en concreto?
—No veo adonde queréis conducirme.
—Muy fácil —replicó Benedetto—. Si los personajes de La Última Cena no son quienes parecen, y el propio meser Leonardo muestra más su predilección por san Simón que por el Mesías, ese san Simón tiene, por fuerza, que ser alguien fundamental para él. Y eso lo sabía fray Alessandro.
—San Simón… san Simón Cananeo…
El prior se acarició las sienes como si tratara de encajar en el mural la pieza que fray Benedetto acababa de brindarle. Matteo, en silencio, se impacientaba. ¡Su mensaje era urgente!
—Ahora que insistís, hermano, recuerdo que algo extraño sucedió cuando Leonardo completó esa parte del Cenacolo —dijo al fin su tío, que continuaba ignorando su presencia en el refectorio.
—¿De veras?
El único ojo de Benedetto se iluminó.
—Fue bastante peculiar. Leonardo llevaba tres años entrevistándose con candidatos para encarnar a los apóstoles. Nos hizo posar a todos, ¿lo recordáis? Luego reclamó a la guardia del dux, a los jardineros, a los orfebres, a sus pajes… De todos sacaba algo de provecho: un gesto, un perfil, el contorno de una mano, un brazo. Pero cuando llegó la hora de pintar la esquina derecha, Leonardo interrumpió sus entrevistas y dejó de guiarse por modelos humanos…
El tuerto se encogió de hombros.
—Lo que trato de explicaros, padre Benedetto, es que para pintar a san Simón, meser Leonardo no utilizó a ninguno de aquellos sujetos.
—¿Lo inventó, entonces?
—No. Utilizó un busto. Una escultura que mandó traer desde el castillo del Moro.
—¡Ahí lo tenéis! ¡La caja de fray Alessandro!
—Recuerdo bien el día que trajeron aquella pieza de mármol al convento —prosiguió sin inmutarse—.
Hacía un sol de justicia y el tiro de dos caballos hizo un esfuerzo memorable para subir hasta aquí el cajón que protegía la pieza. La verdad es que no sé por qué se empeñó tanto en aquella maniobra, pero cuando estaban ya descendiéndolo, llegó donna Beatrice.
—¿Donna Beatrice?
—¡Oh, sí! Estaba radiante, con uno de aquellos trajes cuajados de redecillas que tanto le gustaban, y con los mofletes arrebolados de calor. Llegó escoltada, como siempre, pero rompió el protocolo para acercarse a los operarios que manejaban su busto. ¿Y sabéis algo? Les gritó.
—¿Les gritó? ¿La princesa dio una orden directa a unos porteadores?
—Fue más que eso, hermano. Perdió su regia compostura. Los insultó. Los humilló con palabras soeces y los amenazó con ahorcarlos si le hacían algún daño a su filósofo.
—¿A su… filósofo? Pero ¿no era un busto de san Simón?
—Vos me habéis preguntado si recordaba algo raro, ¿no? Pues eso es lo más raro que recuerdo.
—Perdonad, prior. Proseguid, os lo ruego.
—Leonardo instaló aquel busto cerca de la entrada al refectorio, sobre una pila de sacos de tierra. Era un busto viejo, una antigüedad. Lo movía de tanto en tanto para estudiar cómo influían en él las distintas luces del día, y cuando se lo hubo aprendido de memoria, se apresuró a dibujar sus rasgos sobre la pared. Su técnica era prodigiosa.
—¿Y de dónde había sacado ese busto?
—Eso es lo más curioso: según supe después, donna Beatrice lo había mandado traer desde Florencia sólo para complacer al maestro.
Matteo ya no podía más. Necesitaba interrumpirlos, pero seguía sin atreverse.
—¿Siempre fue tan complaciente donna Beatrice con el maestro? —preguntó el tuerto.
—Desde luego. Leonardo era su artista favorito.
—¿Y podéis aclararme por qué ese interés de Leonardo por un san Simón de Florencia?
—También a mí me extrañó. Que fueran a Florencia para traerse un Bautista, que al fin y al cabo es el patrón de la ciudad, tendría cierto sentido. Pero un Simón…
—¡Ése no es Simón, tío! ¡No lo es!
Matteo, rojo de desesperación, sorprendió a los frailes. Sabía que no debía interrumpir las conversaciones de los mayores, pero no fue capaz de morderse la lengua por más tiempo.
—¡Matteo! —El prior estaba atónito. Su sobrino de doce años se encontraba allí plantado, balanceándose de un lado a otro, la cara manchada por las lágrimas y la mirada desencajada—. ¿Que te ha pasado?
—Yo sé quién es ese apóstol, tío —murmuró, mientras trataba de disimular sus temblores. Después se desmayó.
Fray Benedetto y el prior Bandello tardaron un buen rato en reanimar a Matteo. Se despertó nervioso.
Le era muy difícil articular palabra y, cuando lo hacía, su cuerpo se estremecía de frío y de miedo. Toda su obsesión era que salieran del refectorio lo antes posible. «Es una obra de Satanás», balbuceaba entre sollozos para asombro del tuerto y de su tío. Como era imposible calmarlo, accedieron a sus súplicas buscando refugio en la biblioteca. Allí, al calor de su calefacción, el niño fue volviendo en sí poco a poco.
Al principio no quiso hablar. Se agarraba al brazo del prior con todas sus fuerzas, y negaba con la cabeza cada vez que le dirigían la palabra. El niño no presentaba heridas ni hematomas visibles; aunque sucio y con su hábito manchado de barro, no parecía haber sido agredido. ¿Y entonces? Benedetto bajó a la cocina a por un poco de leche caliente y algo de mazapán de Siena que guardaban para las ocasiones especiales. Con el estómago reconfortado y el cuerpo entrado en calor, Matteo fue soltando la lengua.
Lo que les contó los dejó mudos de asombro.
Como era su costumbre, el novicio había acudido aquella jornada a la plaza de la Mercadería a comprar algunas vituallas para la despensa del convento. Los jueves era el mejor día para aprovisionarse de grano y verduras, así que tomó algunas monedas de la bolsa de fray Guglielmo y se dispuso a resolver su misión lo más veloz posible. Al pasar por delante del palacio de la Razón, el solemne inmueble de piedra y ladrillo de tres plantas que preside la Mercadería, se tropezó con un corro enorme de gente. Parecían extasiados.
Escuchaban sin pestañear las arengas de un orador que había improvisado un escenario justo debajo de los soportales del palacio. Al principio, la escena no le llamó demasiado la atención. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de dar la espalda al gentío, algo terminó por cautivarlo. Matteo conocía a aquel predicador.
—¡Aquí mismo, en estos corredores, dio la vida por Dios un verdadero creyente! —Lo oyó vociferar—.
¡Un bonhomme que se sacrificó por su fe y por vosotros! ¡Como Cristo! ¿Y para qué? ¡Para nada! ¡Ni siquiera os inmutáis cuando lo recuerdo! ¿No advertís que cada vez nos parecemos más a los animales? ¿No veis que con vuestra actitud pasiva estáis dando la espalda a Dios?
El prior y el tuerto ahogaron su asombro. Bajo aquel porche que les estaba describiendo Matteo habían encontrado ahorcado a fray Alessandro. Entre sorbo y sorbo de leche, el novicio continuó con su relato.
Cuando les desveló la identidad de aquel orador, se quedaron todavía más perplejos. Matteo titubeó. El hombre que acusaba a los paseantes de haber perdido su alma por no reconocer a los enviados del Altísimo era fray Giberto. El sacristán germano, el del pelo de calabaza, el hombre que guardaba las puertas de Santa Maria, había abandonado aquella misma mañana sus funciones para lanzarse a predicar justo donde el bibliotecario había puesto fin a sus días. ¿Por qué?
Pero lo más extraño de su descripción estaba aún por llegar:
—¡Vais a condenaros todos si no renunciáis a la Iglesia de Satanás y regresáis a la auténtica religión! —clamaba el sacristán fuera de sí—. ¡No comáis nada que proceda del coito! ¡Rechazad la carne de animales!
¡Abominad de los huevos y la leche! ¡Preservaos de los falsos sacramentos! ¡No comulguéis ni os bauticéis en falso! ¡Desobedeced a Roma y revisad vuestra fe si aún queréis salvaros!
El tuerto sacudió la cabeza. «¿Fray Giberto dijo eso?» El prior lo animó a seguir. Matteo, más sereno, les contó que cuando el sacristán lo descubrió entre la muchedumbre, bajó como una centella de su improvisado altar y lo cogió por el pescuezo, mostrándolo a todo el mundo.
—¿Lo veis bien? —dijo zarandeándole como un saco—. Es el sobrino del prior de Santa Maria delle Grazie. Si ahora que es un niño nadie lo educa en la verdadera fe, ¿qué será de él? ¡Yo os lo diré! —bufó—.
¡Se convertirá en un servidor de Satanás como su tío! ¡En un maldito renegado de Dios! ¡Y arrastrará a cientos de borregos como vosotros a la condenación eterna!
El rostro del prior se arrugó, severo.
—¿Eso dijo? ¿Estás seguro, hijo?
El novicio asintió.
—Luego me desnudó.
—¿Te desnudó?
—Y me levantó en volandas para que todo el mundo pudiera verme.
—¿Y por qué, Matteo? ¿Por qué?
Los ojos del niño se humedecieron al recordar aquella parte.
—No lo sé, tío. Yo… yo sólo le oí gritar al gentío que no creyeran que un niño es puro sólo porque no ha perdido su inocencia. Que todos venimos a este mundo para purgar nuestros pecados y que si no lo hacemos en esta existencia, regresaremos de nuevo a este valle de lágrimas de materia ruin a una vida aún peor que la primera.