Amanecer contigo

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Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

BOOK: Amanecer contigo
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El accidente que despojó temporalmente a Blake Remington de la capacidad de andar le arrebató también el deseo de vivir. Hacía falta una mujer cuya alma estuviera tan paralizada como el cuerpo de Blake para devolverle el gusto por la vida.

Dione Kelley era su última oportunidad. Ella lo sabía, y era consciente del reto que representaba su caso. Pero lo que no sabía era que, al curar al hombre destrozado en el que Blake se había convertido, al ayudarlo a redescubrir su fortaleza, dejaría al descubierto sus dolorosas debilidades y empezaría a sanar de sus propias heridas.

Linda Howard

Amanecer contigo

ePUB v1.0

Alkyria
19.08.12

Título original:
Come lie with me

Linda Howard, 1984.

Título y fecha de publicación en España: Amanecer contigo, 2006.

Traducción: Victoria Horrillo Ledesma

Diseño/retoque portada: Alkyria

Editor original: Alkyria (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1

El océano tenía un efecto hipnótico. Dione se entregaba a él sin resistencia, contemplando plácidamente las olas de color turquesa que ondulaban sobre el blanco cegador de la arena. No era una persona perezosa, pero le gustaba sentarse en la terraza de la casa alquilada con las piernas largas y morenas estiradas y apoyadas sobre la barandilla, sin hacer nada más que mirar las olas y escuchar el fragor sofocado del agua que fluía y refluía. Las blancas gaviotas caían en picado, entrando y saliendo de su campo de visión, y sus agudos chillidos se sumaban a la sinfonía del viento y las olas. A su derecha, la enorme esfera dorada del sol incendiaba el mar al hundirse entre sus aguas. Habría servido para una fotografía memorable, pero Dione se resistía a abandonar su asiento para ir en busca de la cámara. Había sido un día glorioso y, para celebrarlo, sólo había acometido el esfuerzo de pasear por la playa y nadar en el golfo de México, teñido de azul y verde. Dios, qué vida. Era tan dulce, que resultaba casi pecaminosa. Aquéllas eran las vacaciones perfectas.

Durante dos semanas había vagado, felizmente sola e indolente, por las arenas de Panamá City, Florida, blancas como el azúcar. En la casa de la playa no había reloj, ni ella se había puesto el suyo desde su llegada, pues el tiempo no importaba. A cualquier hora que se levantara, sabía que, si tenía hambre y no le apetecía cocinar, siempre podía llegar caminando a algún lugar donde comprar algo de comer. En verano, Miracle Strip no dormía. Era de sol a sol una fiesta que se renovaba constantemente desde el final de las clases hasta el puente del Día del Trabajo. Iban los estudiantes y los solteros que buscaban pasar un buen rato; iban las familias en busca de unas vacaciones sin preocupaciones; y también iban profesionales liberales que sólo buscaban una oportunidad de relajarse y descansar junto a las deslumbrantes aguas del Golfo. Dione se sentía completamente renacida tras aquellas dos deliciosas semanas.

Un velero de colores tan vistosos como los de una mariposa atrajo su atención, y se quedó mirándolo mientras se deslizaba suavemente hacia la orilla. Estaba tan distraída mirando el barco que no reparó en el hombre que se acercaba a la terraza hasta que comenzó a subir los escalones y la alertó el crujir de la madera. Giró la cabeza sin prisa, con un movimiento grácil y despreocupado, pero su cuerpo se tensó de inmediato, listo para ponerse en acción, a pesar de que no había abandonado su postura relajada.

Un hombre alto y de pelo cano la miraba, y lo primero que pensó fue que no encajaba en aquel escenario. PC., como se conocía a aquella ciudad turística, era un lugar tranquilo e informal. Aquel hombre iba vestido con un impecable traje de tres piezas, y llevaba los pies enfundados en zapatos italianos de finísima piel. Dione pensó fugazmente que tendría los zapatos llenos de la arenilla suelta que se metía en todas partes.

—¿Señorita Kelley? —preguntó él amablemente.

Dione enarcó sus finas y negras cejas en un gesto de asombro, pero retiró los pies de la barandilla y se levantó al tiempo que le tendía la mano.

—Sí, soy Dione Kelley. ¿Y usted es…?

—Richard Dylan —dijo y, tomando su mano, se la estrechó con firmeza—. Sé que está de vacaciones, señorita Kelley, pero es importante que hable con usted.

—Siéntese, por favor —dijo Dione indicándole una tumbona junto a la que acababa de desocupar. Volvió a sentarse, estiró las piernas y apoyó los pies descalzos en la barandilla—. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Sí, en efecto —contestó él con vehemencia—. Le escribí hará un mes y medio hablándole de un paciente del que me gustaría que se hiciera cargo: Blake Remington.

Dione frunció el ceño ligeramente.

—Sí, lo recuerdo. Pero contesté a su carta antes de irme de vacaciones, señor Remington. ¿No ha recibido mi carta?

—Sí, sí —reconoció él—. He venido a pedirle que reconsidere la cuestión. Hay circunstancias atenuantes, y su estado se deteriora rápidamente. Estoy convencido de que podría usted…

—Yo no obro milagros —le interrumpió con suavidad—. Y tengo otros casos en espera. ¿Por qué iba a anteponer al señor Remington a otras personas que necesitan mis servicios tanto como él?

—¿Se están muriendo esas personas? —preguntó él sin ambages.

—¿Se está muriendo el señor Remington? Según me decía en su carta, la última operación fue un éxito. Hay otros fisioterapeutas tan cualificados como yo, si es que hay algún motivo por el que el señor Remington necesite terapia en este momento.

Richard Dylan contempló el Golfo de color turquesa, las olas coronadas de oro por el sol poniente.

—Blake Remington no vivirá otro año —dijo, y una expresión sombría cruzó su semblante fuerte y austero—. Al menos, tal y como está ahora. Verá, señorita Kelley, no cree que pueda volver a caminar, y se ha dado por vencido. Se está dejando morir a conciencia. No come; rara vez duerme; se niega a salir de casa.

Dione suspiró. La depresión era a veces el aspecto más difícil del estado de sus pacientes, a los que dejaba sin energías ni determinación. Había visto casos como aquél muchas veces, y sabía que volvería a verlos.

—Aun así, señor Dylan, otro fisioterapeuta…

—Yo creo que no. Ya he contratado a dos, y ninguno ha durado más de una semana. Blake se niega en redondo a cooperar, dice que es una pérdida de tiempo, una treta para mantenerlo ocupado. Los médicos le dicen que la operación fue un éxito, pero sigue sin mover las piernas, de modo que no les cree. El doctor Norwood mencionó su nombre. Dijo que tenía usted un éxito notable con pacientes difíciles, y que sus métodos son extraordinarios.

Ella sonrió con ironía.

—Claro que lo dijo. Tobías Norwood fue mi maestro.

Richard Dylan esbozó a su vez una breve sonrisa.

—Entiendo. Aun así, estoy convencido de que es usted la única oportunidad de Blake. Si sigue pensando que sus otros compromisos son más urgentes, venga conmigo a Phoenix para conocer a Blake. Creo que, cuando lo vea, entenderá por qué estoy tan preocupado.

Dione vaciló mientras sopesaba su proposición. Profesionalmente, se debatía entre aceptar y negarse. Tenía otros casos, otras personas que dependían de ella. ¿Por qué iba a anteponer a aquel tal Blake Remington? Pero, por otro lado, aquel hombre parecía un reto a sus capacidades, y ella era una de esas personas enérgicas que se crecían ante los desafíos, ante la posibilidad de poner a prueba sus límites. Estaba muy segura de sí misma en lo que se refería a su profesión, y le satisfacía completar un trabajo y ayudar a un paciente a moverse mejor que antes. Durante los años que llevaba trabajando como fisioterapeuta particular, viajando por todo el país para atender a los pacientes en sus casas, había acumulado una nómina de éxitos asombrosa.

—Es un hombre extraordinario —dijo el señor Dylan con suavidad—. Ha diseñado varios sistemas aeronáuticos que ahora se usan en todas partes. Diseña sus propios aviones, ha trabajado para el gobierno como piloto de pruebas poniendo a punto algunos aviones de alto secreto, ha escalado montañas, ha pilotado barcos, ha hecho submarinismo en aguas profundas. Es un hombre que se siente en su elemento en la tierra, en el mar y en el aire, y ahora está encadenado a una silla de ruedas y eso le está matando.

—¿Cuál de esas aficiones estaba practicando cuando tuvo el accidente? —preguntó Dione.

—El montañismo. La cuerda se trabó en una roca por encima de él, y los movimientos la cortaron en dos. Cayó desde una altura de trece metros, en un lecho rocoso, rebotó y luego rodó o cayó otros sesenta metros. Es casi la longitud de un campo de fútbol, pero la nieve amortiguó la caída y le salvó la vida. Más de una vez ha dicho que, si se hubiera caído de esa montaña en verano, no tendría que vivir como un tullido.

—Hábleme de las lesiones —dijo Dione, pensativa.

Richard Dylan se puso en pie.

—Puedo hacer algo mejor. Tengo en el coche su historial y sus radiografías. El doctor Norwood me sugirió que se las trajera.

—El doctor Norwood es un viejo zorro —murmuró Dione mientras Dylan doblaba la esquina de la terraza. Tobías Norwood sabía exactamente cómo despertar su interés, cómo presentarle un caso en particular. Ya estaba interesada, tal y como pretendía su mentor. Tomaría una decisión tras ver las radiografías y leer el historial. Si no creía que pudiera ayudar a Blake Remington, no le sometería al estrés de la terapia.

El señor Dylan regresó enseguida con un grueso sobre marrón en la mano. Se lo entregó a Dione y aguardó con expectación. En lugar de abrirlo, ella se puso a tamborilear con las uñas en el sobre.

—Déjeme estudiarlo esta noche, señor Dylan —dijo con firmeza—. No puedo echarle un simple vistazo y tomar una decisión. Le diré algo por la mañana.

Un atisbo de impaciencia cruzó su cara, pero se refrenó rápidamente y asintió con la cabeza.

—Gracias por pensárselo, señorita Kelley.

Cuando se hubo ido, Dione se quedó mirando el Golfo largo rato, contemplando las olas eternas que se precipitaban hacia la playa con su espuma turquesa y verdemar y bullían, blancas, al abalanzarse sobre la arena. Era una suerte que sus vacaciones estuvieran tocando a su fin, que ya hubiera disfrutado casi de dos semanas enteras de perfecto sosiego en aquel enclave de Florida, sin hacer nada más esforzado que pasear por la playa. Ya había empezado a pensar vagamente en su siguiente trabajo, pero, al parecer, sus planes habían cambiado de pronto.

Abrió el sobre, levantó las radiografías a la luz una por una e hizo una mueca al ver que el daño que había sufrido un cuerpo fuerte y lleno de vida. Era un milagro que no se hubiera matado en el acto. Pero las radiografías tomadas tras cada operación mostraban que los huesos habían curado mejor de lo que cabía esperar. Las articulaciones habían sido reconstruidas; los tornillos y las placas metálicas habían recompuesto su cuerpo. Dione inspeccionó minuciosamente las últimas radiografías. El cirujano era un genio, o el resultado era un milagro, o quizá se tratara de una mezcla de las dos cosas. No veía razón física alguna para que Blake no pudiera volver a caminar, siempre y cuando los nervios no hubieran quedado destruidos por completo.

Comenzó a leer el informe del cirujano, concentrándose con denuedo en cada detalle hasta que comprendió exactamente qué lesiones tenía y a qué tratamiento se le había sometido. Aquel hombre volvería a caminar. ¡Ella le obligaría! Al final, el informe mencionaba que la falta de cooperación del paciente y la hondura de su depresión impedían su restablecimiento. Dione casi podía sentir la frustración del cirujano al escribir aquello; después de sus minuciosos esfuerzos, después del éxito inesperado de sus técnicas, el paciente se negaba a cooperar. Lo recogió todo y, cuando se disponía a volver a meterlo en el sobre, vio que había algo más dentro: un trozo de papel rígido que no había sacado. Lo sacó y le dio la vuelta. No era un trozo de papel. Era una fotografía.

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