La casa Rusia (19 page)

Read La casa Rusia Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
10.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

Durante veinte minutos, fue llamando a sus amigos, hablando principalmente de cosas intrascendentes, pero también de algunas más íntimas. En dos ocasiones, al colgar el teléfono, alguien le llamó a ella. El más actual director cinematográfico checo estuvo la noche anterior en casa de Zoya. Alexandra dijo que era devastador y que hoy ella se liaría la manta ala cabeza y le telefonearía, pero ¿qué podía utilizar como pretexto? Katya reflexionó y le hizo una sugerencia. Tres escultores de vanguardia, hasta el momento prohibidos, iban a celebrar su propia exposición en el Sindicato de Ferroviarios. ¿Por qué no invitarle a que le acompañara a la exposición? Alexandra quedó encantada. Katya siempre tenía las mejores ideas.

Los jueves por la noche se podía comprar carne de estraperlo en la trasera de un camión-frigorífico, en la carretera a Sheremetyevo, dijo Lyuba; pregunta por un tártaro llamado Jan, ¡pero no dejes que se te acerque! En una tienda situada detrás de la calle Kropotkin se vendían piñas cubanas, dijo Olga; menciona a Dmitri y paga el doble de lo que pidan.

Al colgar, Katya descubrió que estaba siendo perseguida por el libro americano sobre desarme que le había prestado Nasayan, con sus caracteres latinos. Nasayan era el nuevo director de la colección de no ficción. A nadie le caía bien, nadie comprendía cómo había conseguido el puesto. Pero se observó que él guardaba la llave de la única fotocopiadora, lo que le situaba de lleno en las lóbregas filas del estamento oficial. Katya tenía sus estanterías de libros en el pasillo, abarrotadas desde el suelo hasta el techo y desbordándolo. Empezó a buscado. El libro era un caballo de Troya. Lo quería fuera de su casa, y a Nasayan con él.

—¿Va a traducido alguien, entonces? —le había preguntado ella con tono serio, mientras él paseaba por su despacho, mirando de soslayo sus cartas y hurgando en el montón de manuscritos sin leer—. ¿Por eso quiere que lo lea?

—Pensé que era algo que podría interesarle —había respondido—. Usted es madre. Liberal, cualquier cosa que eso signifique. Usted adoptaba una postura arrogante con respecto a Chernobyl y los ríos y los armenios. Si no quiere, no se lo lleve.

Descubriendo su desdichado libro entre Hugh Walpole y Thomas Hardy, lo envolvió en un periódico, lo metió en la bolsa, y luego, colgó la bolsa del pomo de la puerta de la calle porque, así como lo recordaba todo últimamente, así también lo olvidaba todo.

¡El pomo que compramos juntos en el Rastro!, pensó, con un sentimiento de compasión. ¡Volodya, mi pobre querido e intolerable marido, reducido a alimentar tu nostalgia histórica en un piso comunal con cinco malolientes separados como tú!

Concluidas sus llamadas telefónicas, regó apresuradamente sus plantas y, luego, fue a despertar a los gemelos. Estaban durmiendo diagonalmente en su cama sencilla. En pie ante ellos, Katya los miró intimidada, sin atreverse por un momento a tocados. Luego sonrió para que viesen su sonrisa al despertarse.

Durante la hora siguiente, se dedicó por completo a ellos, cosa que hacía todos los días. Preparó su
kasha
, peló sus naranjas y cantó alegres canciones con ellos, terminando con la
Marcha de los entusiastas
, su favorita, que entonaron al unísono, con la barbilla sobre el pecho como héroes de la Revolución, sin saber, aunque Katya sí lo sabía y no dejaba de sentirse regocijada por ello, que estaban cantando la melodía de un himno de marcha nazi. Mientras tomaban su té, les envolvió el almuerzo, pan blanco para Sergey, pan negro para Anna, y pastel de carne dentro para los dos. Y después, le abrochó el cuello a Sergey y enderezó el pañuelo de Anna y les dio a los dos un beso antes de cepillarles el pelo porque el director de su escuela era un paneslavista que predicaba que la pulcritud era un acto de homenaje al Estado.

Y cuando hubo hecho todo esto, se puso en cuclillas y cogió en brazos a los gemelos, como había venido haciendo cada lunes durante las cuatro últimas semanas.

—¿Qué tenéis que hacer si mamá no viene una noche, si tiene que ir a una conferencia o visitar a alguien que está enfermo? —preguntó animadamente.

—Telefonear a papá y decirle que venga a estar con nosotros —respondió Sergey, soltándose.

—Y yo cuidaré de tío Matvey —dijo Anna.

—Y si papá también está fuera, ¿qué hacéis?

Empezaron a reír nerviosamente, Sergey porque la idea le turbaba y Anna porque le excitaba la perspectiva del desastre.

—¡Ir a casa de tía Olga! —exclamó Anna—. ¡Darle cuerda al canario mecánico de tía Olga! ¡Hacerle cantar!

—¿Y cuál es el número de teléfono de tía Olga? ¿Podéis cantarlo también?

Lo cantaron, retorciéndose de risa, los tres. Los gemelos continuaban riendo todavía mientras bajaban bulliciosamente delante de ella por la maloliente escalera que servía de nido de amor a los adolescentes y de bar a los alcohólicos, y, al parecer, a todos menos a ellos, de urinario. Saliendo a la luz del sol, cruzaron el parque cogidos de la mano, con Katya en medio, en dirección a la escuela.

—¿Y cuál es el objetivo de tu vida hoy, camarada? —preguntó Katya a Sergey con fingida ferocidad mientras le enderezaba una vez más el cuello.

—Servir con todas mis fuerzas al pueblo y al Partido.

—¿Y?

—¡No dejar que Vitaly Rogov me pispe el almuerzo!

Más risas mientras los dos gemelos se separaban de ella y echaban a correr escaleras arriba por los peldaños de piedra, y Katya quedaba despidiéndoles con la mano hasta que desaparecieron.

En el Metro, lo veía todo demasiado brillantemente y desde lejos. Observó el aire sombrío que tenían los pasajeros, como si ella misma no fuese también uno de ellos; y cómo todos parecían estar leyendo periódicos de Moscú, cosa que habría sido inimaginable un año antes, cuando los periódicos no servían más que como papel higiénico y para tapar rendijas. Otros días, Katya podría haber ido leyendo uno también; o, si no, un libro o un manuscrito para el trabajo. Pero hoy, pese a sus esfuerzos por liberarse de su estúpido sueño, estaba viviendo demasiadas vidas a la vez. Le estaba preparando una sopa de pescado a su padre, a fin de compensar algún acto de testarudez. Estaba soportando una lección de piano en casa de la anciana Tatiana Sergeyevna y siendo reprendida por inconstancia. Estaba corriendo por la calle, sin poder despertarse. O la calle estaba corriendo tras ella. Que fue por lo que estuvo a punto de olvidar hacer el trasbordo de tren.

Al llegar a su oficina, que era una fría construcción moderna de escamosa madera y húmedo cemento —más adecuada para una piscina, pensaba siempre, que para una editorial estatal—, le sorprendió ver unos obreros serrando y martilleando en el vestíbulo de la entrada, y por un momento tuvo la desagradable impresión de que estaban construyendo un patíbulo para su ejecución pública.

—Es nuestra
asignación
—susurró el viejo Morozov, que siempre tenía que decirle algo—. El dinero nos fue adjudicado hace seis años. Ahora algún burócrata ha consentido en firmar la orden.

El ascensor estaba siendo reparado, como de costumbre. En Rusia, pensó, ascensores e iglesias estaban siempre en reparación. Se dirigió a la escalera y empezó a subirla rápidamente, sin saber el porqué de la prisa, dando alegre y ruidosamente los buenos días a quienquiera que los necesitase. Pensando después en su apresuramiento, se preguntó si no la habría aguijoneado subconscientemente el timbre de su teléfono, porque, al entrar, allí estaba, sonando furiosamente sobre su mesa.

Cogió el auricular y dijo «Da», jadeante, pero evidentemente, habló demasiado pronto, pues lo primero que oyó fue una voz de hombre preguntando en inglés por Madame Orlova.

—Madame Orlova al habla —respondió, también en inglés.

—¿Madame Yekaterina Orlova?

—¿Quién es, por favor? —preguntó, sonriendo—. ¿Lord Peter Wimsey quizá? ¿Quién es?

Uno de mis estúpidos amigos gastando una broma. Otra vez el marido de Lyuba con la esperanza de conseguir una cita. Y luego se le secó la boca.

—Ah, bien, me temo que usted no me conoce. Soy Scott Blair. Barley Scott Blair, de «Abercrombie Blair», en Londres, editores, y he venido en viaje de negocios. Creo que tenemos un amigo común, Niki Landau. Niki insistió mucho en que la llamara. ¿Qué tal está?

—Muy bien, ¿y usted? —se oyó Katya decir a sí misma, y sintió descender sobre ella una nube ardiente y brotar un dolor en el centro de su estómago, justo debajo de las costillas. En el mismo momento entró Nasayan, con las manos en los bolsillos y sin afeitar, que era su forma de manifestar profundidad intelectual. Al ver que estaba hablando, encorvó los hombros y volvió su feo rostro hacia ella con una mueca de desagrado, queriendo que colgase.


Bonjour
, Katya Borisovna —dijo sarcásticamente.

Pero la voz del teléfono estaba ya hablando de nuevo, imponiéndose sobre ella. Era una voz recia, por lo que supuso que se trataba de alguien alto. Era resuelta, por lo que supuso alguien arrogante, la clase de inglés que lleva trajes caros, carece de cultura y camina con las manos a la espalda.

—Escuche, voy a decirle por qué le llamo —estaba diciendo—. Al parecer, Niki prometió buscarle algunas viejas ediciones de Jane Austen con los dibujos originales, ¿no? —no le dio tiempo a decir si era o no cierto—. Sólo he traído un par de ellas, bastante bonitas realmente, y me preguntaba si podríamos quedar en algún lugar que nos viniese bien a los dos para dárselas.

Cansado de mirarla ceñudamente, Nasayan estaba curioseando en los papeles de su bandeja de entrada, como tenía por costumbre.

—Es usted muy amable —dijo ella al teléfono, utilizando su voz más impersonal. Había cerrado su rostro, haciéndolo inexpresivo y oficial. Eso era para Nasayan. Había cerrado su mente. Eso era para ella misma.

—Niki le manda también como una tonelada de té Jackson —continuó la voz.

—¿Una
tonelada?
—exclamó Katya—. ¿De qué está hablando?

—A decir verdad, ni siquiera sabía que Jackson seguía en el negocio. Antes tenía una tienda maravillosa en Piccadilly, a unos portales de «Hatchard». El caso es que tengo tres clases diferentes de té delante de mí…

Había desaparecido.

Le han detenido, pensó Katya. No ha llamado. Es mi sueño otra vez. Dios del cielo, ¿qué hago ahora?

—… Assam, Darjeeling y Orange Pekoe. ¿Qué diablos es un pekoe? A mí me suena más como un ave exótica.

—No sé. Sospecho que será una planta.

—Y yo sospecho que tiene razón. De todos modos, la cuestión es ¿cómo puedo dárselas? ¿Puedo llevárselas a algún sitio? ¿O puede pasarse por el hotel y tomamos una copa y nos presentamos formalmente?

Ella estaba aprendiendo a apreciar sus divagaciones. Le estaba dando tiempo de reponerse. Se pasó los dedos por entre el pelo, descubriendo con sorpresa que estaba ordenado.

—No me ha dicho en qué hotel se hospeda —objetó severo.

Nasayan volvió vivamente la cabeza hacia ella con gesto de desaprobación.

—Pues también es verdad. ¡Qué ridículo por mi parte! Estoy en el «Odessa», ¿conoce el «Odessa»? ¿Justo arriba de la carretera desde la vieja casa de baños? Me he aficionado a él y es donde siempre pido alojarme, aunque no siempre lo consigo. Tengo los días bastante ocupados con reuniones…, siempre ocurre así cuando viene uno en una visita rápida, pero las noches las tengo relativamente libres por el momento, si es que le parece bien. Quiero decir que qué tal esta noche…, no hay tiempo mejor que el presente…, ¿le vendría bien esta noche?

Nasayan estaba encendiendo uno de sus inmundos cigarrillos, aunque toda la oficina sabía que ella detestaba el humo de tabaco. Tras encenderlo, lo levantó en el aire y le dio una chupada con sus labios de mujer. Katya le hizo una mueca, pero él no se dio por aludido.

—Me parece perfecto —dijo Katya, con su tono más militar—. Esta noche tengo que asistir a una recepción oficial en su distrito. Está organizada en honor de una importante delegación de Hungría —añadió, no muy segura de a quién quería impresionar—. Llevábamos semanas esperando este momento.

—Estupendo. Maravilloso. Diga una hora. ¿Las seis? ¿Las ocho? ¿Cuál le viene mejor?

—La recepción es a las seis. Llegaré quizás a las ocho y cuarto.

—Quizás ocho y cuarto, entonces. Ha cogido el nombre, ¿verdad? Scott Blair. Scott, como el de la Antártida. Soy alto y desgarbado, de unos doscientos años, con gafas a través de las que no puedo ver. Pero Niki me dice que usted es la réplica soviética de la Venus de Milo, así que espero reconocerla de todas formas.

—¡Eso es ridículo! —exclamó ella, riendo aun a su pesar.

—Estaré rondando por el vestíbulo, esperándola, pero ¿por qué no le doy el número de teléfono de mi habitación, sólo por si acaso? ¿Tiene un lápiz?

Cuando colgó, las contradictorias pasiones que habían ido acumulándose en ella rompieron sus diques, y se volvió hacia Nasayan con ojos llameantes.

—Grigory Tigranovich. Cualquiera que sea su posición aquí, no tienen ningún derecho a invadir así mi despacho, inspeccionar mi correspondencia y escuchar mis conversaciones telefónicas. Aquí tiene su libro. Si quiere decirme algo, dígalo más tarde.

Luego cogió un manuscrito de traductor sobre los logros de las cooperativas agrícolas cubanas y, con manos heladas, empezó a pasar las páginas, fingiendo contarlas. Transcurrió una hora entera antes de telefonear a Nasayan.

—Debe usted perdonar mi enfado —dijo—. Este fin de semana ha muerto un íntimo amigo mío. Me he dejado dominar por los nervios.

Para la hora del almuerzo había cambiado de planes. Morozov podía esperar sus entradas, el tendero sus pastillas de jabón de lujo, Olga Stanislavsky su tela. Echó a andar, cogió un autobús, no un taxi. Volvió a caminar, cruzando un patio tras otro hasta encontrar el destartalado edificio que estaba buscando y el callejón que discurría junto a él. «Así es como puede contactar conmigo cuando me necesite —había dicho él—. El portero es amigo mío. No sabrá siquiera quién ha hecho la señal».

Tienes que creer en lo que estás haciendo, se recordó a sí misma.

Creo. Creo absolutamente.

Tenía en la mano la postal pictórica, un Rembrandt del Ermitage de Leningrado. «Recuerdos a todos», decía su mensaje, firmado «Alina», y un corazón.

Había encontrado la calle. Estaba en ella. Era la calle de su pesadilla. Oprimió el timbre, tres veces, y luego echó la tarjeta por debajo de la puerta.

Other books

Marrying the Master by Chloe Cox
Magic Rising by Jennifer Cloud
New America by Poul Anderson
What a Wicked Earl Wants by Vicky Dreiling
Deadly Petard by Roderic Jeffries
Ringworld's Children by Niven, Larry