Una perfecta mañana moscovita, fúlgida y sugerente, el aire alpino, un día para perdonar todos los pecados. Concluida la llamada telefónica, Barley salió de su hotel y, de pie en la cálida acera, relajó la tensión de sus hombros y sus muñecas y volvió a un lado y otro la cabeza en movimiento giratorio mientras volcaba su mente hacia fuera y dejaba que la ciudad ahogara sus temores con sus contradictorios olores y voces. El hedor a petróleo ruso, tabaco, perfume barato y agua de río… ¡hola! Dos días más aquí y no me daré cuenta de que os estoy oliendo. Las esporádicas cargas de caballería de los coches…, ¡hola! Los pardos camiones persiguiéndose sobre los baches entre gigantescos eructos de sus motores. El fantasmal vacío entre unos y otros. Las limusinas con sus ventanillas ennegrecidas, los edificios carentes de todo indicativo resquebrajándose prematuramente…, ¿eres un bloque de oficinas, un cuartel o una escuela? Los muchachos fumando en los portales, esperando. Los chóferes, leyendo periódicos en sus coches aparcados, esperando. El silencioso grupo de hombres solemnes y tocados con sombrero, mirando fijamente una puerta cerrada, esperando.
¿Por qué me atraía siempre?, se preguntó, contemplando su vida en tiempo pasado, según costumbre recientemente adquirida. ¿Por qué seguía volviendo aquí? Se sentía animoso y brillante, no podía evitarlo. No estaba acostumbrado al miedo.
Por su forma de ser, decidió. Porque pueden soportar las penalidades mejor que nosotros. Por su amor a la anarquía y su terror al caos, y la tensión entre ambos.
Porque Dios siempre encontraba excusas para no venir aquí. Por su universal ignorancia y por el esplendor que irrumpe a su través. Por su sentido del humor, tan bueno como el nuestro, y mejor.
Porque ellos son la última gran frontera en un mundo absolutamente descubierto. Porque con tanto ahínco se esfuerzan en ser como nosotros y arrancan desde tan lejos.
Por el enorme corazón que late en el interior de la enorme confusión. Porque la confusión es mía.
Llegaré quizás a las ocho y cuarto, había dicho ella. ¿Qué era lo que había percibido en su voz? ¿Precaución? ¿Precaución para quién? ¿Para ella misma? ¿Para él? ¿Para mí? En nuestra profesión el correo es el mensaje.
Mira al exterior, se dijo Barley a sí mismo. El exterior es el único sitio en que estar.
Un grupo de chicas con vestidos de algodón y chicos con chaquetas de sarga azul trotaban con aire decidido desde el Metro, camino del trabajo o la instrucción. Las sombrías expresiones de sus rostros se trocaban con facilidad en risa a una sola palabra. Al ver al extranjero, le observaron con frías miradas, sus redondas gafas, sus gastados zapatos hechos a mano, su viejo traje imperialista. En Moscú, ya que en ningún otro sitio, Barley Blair observaba la corrección burguesa en el vestir.
Uniéndose a la corriente de personas, se dejó llevar por ella, sin importarle por dónde iba. En contraste con su estado de ánimo resueltamente alegre, las colas ante las tiendas de comestibles tenían un aire inquieto y desasosegado. Los héroes del trabajo y los veteranos de guerra, mal vestidos y con el pecho cubierto de medallas que tintineaban bajo el sol mientras se abrían paso por entre la multitud, tenían aspecto de ir a llegar tarde adondequiera que fuesen. Hasta su lentitud parecía tener un aire de protesta. En el nuevo clima, no hacer nada constituía por sí solo un acto de oposición. Porque no haciendo nada no cambiamos nada. Y no cambiando nada nos aferramos a lo que conocemos, aunque sean los barrotes de nuestra propia cárcel.
Llegaré quizá a las ocho y cuarto.
Al llegar al ancho río, Barley volvió a demorar el paso, haraganeando. En la otra orilla, las cúpulas de cuento de hadas del Kremlin se elevaban en un cielo sin nubes. Una Jerusalén con la lengua arrancada, pensó. Tantas torres, y ni una campana. Tantas iglesias, y apenas una oración pronunciada.
Oyendo una voz junto a él, se volvió demasiado bruscamente y vio a un matrimonio de ancianos vestidos con sus mejores ropas que le preguntaban el camino a alguna parte. Pero Barley el de la memoria perfecta conocía pocas palabras de ruso. Era una música que había escuchado con frecuencia sin hacer acopio del valor necesario para penetrar en sus misterios.
Se echó a reír e hizo un gesto de excusa.
—No lo hablo, amigo. Soy una hiena imperialista. ¡Inglés!
El anciano le agarró la muñeca en señal de amistad.
En toda ciudad extranjera en que había estado alguna vez, personas desconocidas le preguntaban el camino a lugares que no conocía en idiomas que no entendía. Sólo en Moscú le bendecían por su ignorancia.
Volvió sobre sus pasos, deteniéndose ante desaliñados escaparates, fingiendo examinar lo que ofrecían. Muñecas de madera pintada. ¿Para quién? Polvorientas latas de fruta, ¿o eran de pescado? Baqueteados paquetes que colgaban de una cuerda roja y cuyo contenido era un misterio, quizá pekos. Tarros de muestras médicas variadas, iluminados por bombillas de diez vatios. Se estaba aproximando de nuevo a su hotel. Una campesina de mirada turbia le tendió un ramo de tulipanes envuelto en papel de periódico.
—Muy amable por su parte —exclamó, y rebuscando en los bolsillos encontró un billete de un rublo.
Un «Lada» verde estaba aparcado ante la puerta del hotel, con el radiador aplastado. En su parabrisas había una tarjeta con las letras VAAP escritas a mano, El conductor estaba inclinado sobre el capó retirando las hojas del limpiaparabrisas como precaución contra el robo.
—¿Scott Blair? —le preguntó Barley—. ¿Me busca a mí?
El conductor no le prestó la más mínima atención, sino que continuó con su trabajo.
—¿Blair? —dijo Barley—. ¿Scott?
—¿Son para mí, querido? —preguntó Wicklow, acercándosele por detrás—. Todo en orden —añadió en voz baja—. Sin moros en la costa.
Wicklow cubriría las espaldas, había dicho Ned. Wicklow sabrá si está usted siendo seguido. Wicklow ¿y quién más?, se preguntó Barley. La noche anterior, nada más inscribirse en el hotel, Wicklow se había desvanecido hasta después de la medianoche, y, al ir a acostarse, Barley le había visto desde la ventana, hablando en la calle con dos jóvenes vestidos con pantalones vaqueros.
Subieron al coche. Barley echó los tulipanes sobre la repisa posterior. Wicklow se sentó en el asiento delantero, charlando animadamente con el conductor en su perfecto ruso. El conductor lanzó una estruendosa carcajada. Wicklow rió también.
—¿Le importa contármelo? —preguntó Barley.
Wicklow lo estaba haciendo ya.
—Le he preguntado si le gustaría llevar a la reina cuando venga aquí en su visita oficial. Según un proverbio muy popular por aquí, si robas, roba un millón; si jodes, jade con una reina.
Barley bajó la ventanilla y tabaleó rítmicamente con los dedos en el borde. La vida era una fiesta hasta las, quizás ocho y cuarto.
—¡Barley! Bienvenido a Berbería, mi querido amigo. Por amor de Dios, hombre, no me des la mano en el umbral, ya tenemos bastantes problemas. Tienes un aspecto absolutamente saludable —se lamentó, alarmado, Alik Zapadny cuando tuvieron tiempo de examinarse mutuamente—. ¿Por qué no estás con resaca, si me permites que lo pregunte? ¿Estás enamorado, Barley? ¿Te has vuelto a divorciar? ¿Qué has estado haciendo que necesitas confesarte conmigo?
El tenso rostro de Zapadny le examinó con desesperada penetración, estampadas para siempre en sus demacradas mejillas las huellas de la prisión. Cuando Barley le conoció, Zapadny era un dudoso traductor caído en desgracia que trabajaba bajo otros nombres. Ahora era un dudoso héroe de la reconstrucción, vestido con camisa blanca y traje negro.
—He oído la Voz, Alik —explicó Barley, experimentando un acceso del viejo afecto, mientras le entregaba un paquete de números atrasados del
The Times
envueltos en papel marrón—. En la cama a las diez, con un buen libro. Te presento a Len Wicklow, nuestro especialista ruso. Sabe acerca de ti más que tú mismo, ¿verdad, Leonard Carl?
—¡Bueno, gracias a Dios que alguien sabe! —exclamó Zapadny, teniendo buen cuidado de no agradecer el regalo—. Nos estamos volviendo últimamente tan inseguros de nosotros mismos que nuestro gran misterio ruso está siendo exhibido a la luz pública. A propósito, ¿cuánto sabe usted acerca de su nuevo jefe, señor Wicklow? ¿Está enterado, por ejemplo, de cómo emprendió por sí solo la tarea de instruir a la Unión Soviética? Él tenía la fascinante visión de cien millones de trabajadores soviéticos carentes de instrucción adecuada que anhelaban perfeccionarse en sus horas de ocio. Les vendería una amplia diversidad de libros sobre cómo aprender griego y trigonometría y ciencia doméstica básica. Tuvimos que explicarle que el hombre de la calle soviético se considera a sí mismo finito y en sus horas de ocio está borracho. ¿Sabe qué le compramos en su lugar para tenerle contento? ¡Un libro de golf! No imagina cuántos de nuestros dignos ciudadanos se sienten fascinados por su capitalista golf. —Y apresuradamente, todavía una peligrosa broma—. No es que tengamos capitalistas
aquí
. ¡Oh Dios mío!, no.
Se hallaban sentadas diez personas a una mesa amarilla bajo un icono de Lenin hecho de chapa de madera. Hablaba Zapadny, y los otros escuchaban y fumaban. Ninguno de ellos, que Barley supiera, estaba autorizado para firmar un contrato o aprobar un acuerdo.
—Bueno, Barley, ¿quieres decirme qué es toda esa tontería de que has venido aquí para comprar libros soviéticos? —preguntó Zapadny a manera de cortesía inicial, levantando las enarcadas cejas y juntando las yemas de los dedos como Sherlock Holmes—. Los ingleses
nunca
compráis nuestros libros. En lugar de ello, hacéis que nosotros compremos los vuestros. Además, estás arruinado, por lo menos eso es lo que nos dicen nuestros amigos de Londres. «A. B., están viviendo del buen aire de Dios y del whisky escocés, dicen. Personalmente, me parece una dieta excelente. Pero ¿por qué has venido? Yo creo que sólo querías una excusa para visitarnos otra vez».
Pasaba el tiempo. La mesa amarilla flotaba en los rayos de sol. Sobre ella se alzaba una nube de humo de cigarrillos. Por la mente de Barley cruzaban imágenes en blanco y negro de Katya en forma fotográfica. El diablo es la excusa de toda muchacha. Tomaron té en bellas tazas de Leningrado. Zapadny estaba pronunciando su habitual alocución contra la idea de hacer tratos directamente con editores soviéticos, eligiendo a Wicklow como auditorio: evidentemente, se estaba desarrollando bien la permanente guerra entre VAAP y el resto del mundo. Dos hombres de pálida tez entraron unos momentos a escuchar y volvieron a salir. Wicklow se estaba ganando simpatías repartiendo «Gauloises» azules.
—Hemos tenido una inyección de capital, Alik —se oyó a sí mismo explicar Barley desde muy lejos—. Los tiempos han cambiado. Rusia está de moda últimamente. No tengo más que decirles a los chicos de las pelas que estoy formando una lista rusa y vendrán corriendo detrás de mí a toda la velocidad que les permitan sus cortas piernas.
—Pero, Barley, esos
chicos
, como tú los llamas pueden hacerse hombres muy rápidamente —advirtió Zapadny, el gran sofisticado, con una nueva y suave carcajada—. En particular cuando están deseando que se les devuelva el dinero, diría yo.
—Es lo que te describí en mi télex, Alik. Quizá no has tenido tiempo de leerlo —dijo Barley—. Si las cosas se desarrollan conforme a nuestros planes, «A. B». lanzará una nueva serie dedicada íntegramente a cosas rusas este año. Ficción, no ficción, poesía, juveniles, ciencias. Tenemos una nueva línea en medicina popular, todo en rústica. Los temas viajan, y también las reputaciones de los autores. Nos gustaría que colaborasen auténticos médicos y científicos soviéticos. No queremos cría de ovejas en Mongolia Exterior ni piscifactorías en el Círculo Ártico, pero si tenéis temas razonables que sugerir, estamos aquí para escuchar y comprar. Anunciaremos nuestra lista en la próxima feria del libro de Moscú, y, si las cosas van bien, publicaremos nuestros primeros seis títulos en la primavera próxima.
—Y, perdóname, Barley, ¿tienes ahora una organización de ventas, o sigues confiando en la intervención divina como antes? —preguntó Zapadny, con su rebuscada finura.
Resistiendo a la tentación de decirle a Zapadny que cuidara sus modales, Barley continuó:
—Estamos negociando un acuerdo de distribución con varias importantes editoriales y pronto efectuaremos un anuncio. Excepto para la ficción. Para la ficción utilizaremos nuestro propio equipo ampliado —dijo, sin poder recordar en absoluto por qué habían tomado esta extraña decisión ni, de hecho, si realmente la habían tomado.
—La ficción sigue siendo el buque insignia de «A. B»., señor —explicó devotamente Wicklow, ayudando a Barley a salir del trance.
—La ficción
siempre
debería ser el buque insignia de uno —le corrigió Zapadny—. Yo diría que la novela es el más grande de todos los maratones. Eso es sólo mi opinión personal, naturalmente. Es la forma más elevada de arte. Más elevada que la poesía, más elevada que el relato breve. Pero, por favor, no divulgues mis palabras.
—Bueno, digamos que son sólo las superpotencias literarias —dijo aduladoramente Wicklow.
Muy complacido, Zapadny se volvió hacia Barley.
—En la ficción, deberíamos, como en este caso especial, suministrar nuestro propio traductor y percibir un cinco por ciento adicional de derechos sobre la traducción —dijo.
—No hay problema —respondió alegremente Barley en su sueño—. Actualmente, ésa es la clase de dinero que «A. B». pone bajo la bandeja.
Pero, para asombro de Barley, Wicklow intervino vivamente.
—Disculpe, señor, eso significa duplicar el importe de los derechos de publicación. No creo que podamos hacer frente a eso. Seguramente, no ha oído bien lo que estaba diciendo el señor Zapadny.
—Tiene razón —dijo Barley, irguiéndose bruscamente—. ¿Cómo diablos podemos soportar otro cinco por ciento?
Sintiéndose como un mago disponiéndose a realizar su siguiente número de ilusionismo, Barley sacó de su cartera una carpeta y extendió bajo los rayos de sol media docena de satinados prospectos.
—Nuestra conexión americana aparece descrita en la página dos —anunció—. «Potomac Boston» es nuestro socio en el proyecto. «A. B». comprará los derechos en lengua inglesa de cualquier obra soviética y los venderá a «Potomac» para todo el territorio de América del Norte. Ellos tienen una filial en Toronto, así que añadiremos el Canadá. ¿Verdad, Wickers?