La Casa Corrino (76 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La Casa Corrino
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Por fin, los sacerdotes terminaron sus cánticos, y una cortina de silencio cayó sobre los reunidos. Rugi lloró de nuevo, y una niñera intentó calmarla.

El chambelán Ridondo y el Sumo Sacerdote esperaron, hasta que Shaddam comprendió que había llegado su turno de hablar. Había redactado una breve declaración, la cual había sido leída y aprobada de antemano por los magistrados del Landsraad, el presidente de la CHOAM y el Primer delegado de la Cofradía. Aunque las palabras eran inocuas, se le atragantaron, un insulto a su Majestad Imperial.

Habló con toda la tristeza que pudo fingir.

—Me han despojado de mi amada esposa Anirul. Su muerte prematura dejará para siempre una cicatriz en mi corazón, y solo confío en poder gobernar con compasión y benevolencia a partir de este momento, aun sin el sabio consejo y el generoso amor de mi dama.

Shaddam alzó la barbilla, y sus cansados ojos verdes destellaron con la ira imperial que había exhibido muchas veces.

—Mis equipos de investigación continúan examinando las pruebas concernientes a su muerte violenta. No descansaremos hasta que el culpable sea detenido, y descubierta la conspiración.

Fulminó con la mirada al mar de rostros afligidos, como si pudiera localizar al asesino entre ellos.

La verdad era que no quería investigar el crimen a fondo. El asesino y secuestrador se había volatilizado, y si no suponía ninguna amenaza al trono, a Shaddam no le interesaba demasiado la identidad del culpable. De hecho, le tranquilizaba que la entrometida bruja ya no pudiera interferir en sus decisiones diarias. Dejaría su trono vacío en su sitio durante unos cuantos meses, en señal de respeto, y luego ordenaría que lo retiraran y destruyeran.

La Cofradía y el Landsraad se sentirían satisfechos de que se ciñera al discurso aprobado. Terminó a toda prisa, en un esfuerzo por eliminar el regusto amargo de su boca.

—De momento, ay, no tenemos otro remedio que soportar nuestro dolor y seguir adelante, para conseguir que el Imperio sea un lugar mejor para todos.

A su lado, la Decidora de Verdad Gaius Helen Mohiam se erguía con la cabeza gacha. Daba la impresión de que Mohiam sabía más sobre el asesinato de Anirul que cualquiera, pero se negaba a divulgar sus secretos. No quería presionarla en exceso.

Dejó que la copia impresa del discurso revoloteara hasta el suelo, y dirigió un cabeceo al Sumo Sacerdote de Dur, vestido con un hábito verde, que en tiempos mejores había oficiado la coronación de Shaddam. Dos acólitas apuntaron con sus bastones láser, similares al que su hermanastro bastardo Tyros Reffa había utilizado para disparar sobre él durante la representación teatral.

Rayos de energía alcanzaron los fragmentos de cristal esmeralda, y activaron los fuegos de ionización controlada que contenían. Se elevó una columna de llamas incandescentes. Humo perfumado surgió de las rejas que rodeaban la pira, hasta fundir las facciones céreas y calmas de la muerta. El calor provocó que todo el mundo se protegiera los ojos.

La hoguera siguió ardiendo hasta que los láseres se atenuaron y las luces moduladas se apagaron. Solo quedaron cristales siseantes y chisporroteantes, y una fina película de cenizas blancas en forma de cuerpo.

Mohiam, que prestaba escasa atención al emperador, contempló la cremación de lady Anirul, que había guiado en secreto el programa de reproducción a largo plazo en sus etapas finales. La infortunada muerte de la madre Kwisatz en la última generación del plan de la Hermandad, dejaba a Mohiam como protectora de Jessica y su hijo.

La reverenda madre estaba preocupada por la actitud desafiante y traicionera de su hija…, y por el secuestro del bebé y el asesinato de Anirul. Demasiadas cosas se torcían en un momento crítico del programa de reproducción.

De todos modos, el bebé estaba a salvo, y la genética no era una ciencia exacta. Existía una posibilidad. Tal vez este hijo del duque Atreides sería el Kwisatz Haderach.

O algo diferente por completo.

120

El bienestar humano es relativo. Algunos consideran determinado entorno austero e infernal, mientras otros lo llaman su hogar.

Planetólogo Imperial P
ARDOT
K
YNES
,
Manual de Arrakis

El conde Hasimir Fenring se erguía en un balcón de su residencia de Arrakeen, aferrado a la barandilla, mientras contemplaba los edificios castigados por el clima de la ciudad.
Exiliado de nuevo.
Aunque conservaba su título oficial de ministro imperial de la Especia, deseaba estar en cualquier otro lugar que no fuera este.

Por otra parte, era mejor alejarse de la confusión que reinaba en Kaitain.

En las sucias calles, los últimos aguadores del día pasaban ante las puertas abiertas, vestidos con el colorido atuendo tradicional. Sus cacerolas y cucharones tintineaban con ruido metálico, sonaban las campanillas atadas a su cintura, y sus voces emitían el conocido grito de «¡Su-su-suk!». Al calor del atardecer, los mercaderes cerraban sus tiendas y puertas, para poder beber café especiado al frescor de las sombras, rodeados de sus cortinas abigarradas.

Fenring vio que se alzaba una nube de polvo cuando un camión terrestre entró en la ciudad, lleno de contenedores de especia etiquetados para ser trasladados a las naves de la Cofradía. Todos sus registros pasarían por las oficinas del ministro de la Especia, pero no tenía la menor intención de examinarlos. En el futuro cercano, el barón Harkonnen estaría tan preocupado por su roce con el desastre que no se atrevería a falsificar los datos.

La esbelta esposa del conde se acercó y le dedicó una sonrisa de consuelo. Llevaba un vestido fresco y diáfano, que se ajustaba a su piel como un fantasma amoroso.

—Esto es muy diferente de Kaitain. —Margot acarició su pelo, y Fenring se estremeció de deseo—. Pero sigue siendo nuestro palacio. No me sabe mal estar aquí, amor mío.

El conde recorrió con los dedos la manga de su vestido.

—Ummm, ya lo creo. De hecho, es más seguro para nosotros estar alejados del emperador en este momento.

—Tal vez. Debido a todos los errores que ha cometido, dudo que un chivo expiatorio sea suficiente.

—Ummm, Shaddam no se contenta con poco.

Margot cogió a Fenring del brazo y le guió por el pasillo que comunicaba con el balcón. Diligentes empleadas de hogar fremen, silenciosas como de costumbre, se dedicaban a sus tareas con circunspección, la vista gacha. El conde resopló cuando las vio encadenar una tarea con otra, como secretos móviles.

El conde y lady Fenring se detuvieron ante una estatuilla adquirida en un mercado popular, una figura sin rostro cubierta con un hábito. El artista había sido fremen. Fenring alzó la pieza con aire pensativo y estudió el atavío arrugado de un hombre del desierto, tan bien plasmado por el escultor.

Ella le dedicó una mirada calculadora.

—La Casa Corrino todavía necesita tu ayuda.

—Pero ¿me escuchará Shaddam, ummm?

Fenring devolvió la estatuilla a la mesa.

Caminaron hasta la puerta del invernadero que había construido para ella. Margot activó la cerradura a palma y retrocedió cuando se iluminó para abrir la puerta. Fenring percibió el olor húmedo a abonos y vegetación. Era un olor que le gustaba, puesto que era muy diferente de la árida desolación del planeta.

Suspiró. Habría podido irle mucho peor. Y también al emperador.

—Shaddam, nuestro león Corrino, necesita lamerse las heridas un tiempo, y reflexionar sobre los errores cometidos. Un día, ummm, aprenderá a valorarme.

Pasearon entre las altas plantas de anchas hojas y enredaderas colgantes, bajo la luz difusa de los globos que colgaban cerca del techo. En aquel momento, los irrigadores se conectaron como serpientes siseantes. Flotaron sobre suspensores ingrávidos de planta en planta. El agua mojó la cara de Fenring, pero no le importó. Respiró hondo.

El conde Fenring descubrió un brote de hibisco púrpura, una mancha brillante de pétalos rojos como la sangre que se aferraba a una enredadera, y llevado por un impulso lo arrancó para ella. Lady Margot aspiró el perfume.

—Convertiremos en un paraíso el lugar en el que vivamos —dijo la mujer—. Incluso Arrakis.

121

Los préstamos e intercambios culturales que nos han conducido hasta este momento cubren inmensas distancias y un enorme lapso de tiempo. Presentados en una panoplia tan impresionante, solo podemos inferir una sensación de gran movimiento y corrientes poderosas.

Princesa I
RULAN
C
ORRINO
,
En la casa de mi padre

El retorno de los héroes Atreides a su planeta natal señaló el principio de una semana de festejos. En el patio del castillo de Caladan, y a lo largo de los muelles y calles estrechas de la ciudad vieja, los vendedores ofrecían los mejores mariscos y delicias de arroz pundi. En las playas, ardían hogueras día y noche, mientras la gente bebía, bailaba y daba rienda suelta a su alegría. Los taberneros desenterraban los vinos locales más caros de sus bodegas particulares, y servían suficiente cerveza de especia para inundar una flota de botes.

Nuevas leyendas nacieron, con historias sobre Leto, el Duque Rojo, el príncipe cyborg Rhombur, el trovador y guerrero Gurney Halleck, el maestro espadachín Duncan Idaho y el mentat Thufir Hawat. La treta utilizada por Thufir para aterrar a las naves desconocidas que se acercaban a Caladan consiguió tantos vítores que el viejo mentat se quedó muy turbado.

La biografía de Leto, recién llegado de una batalla y una victoria merecida, se fue embelleciendo, gracias a la ayuda de Gurney. La primera noche de su regreso, ebrio de alcohol y buen humor, el guerrero ocupó un lugar junto a la hoguera más grande con su baliset y entonó una canción, en la mejor tradición de un Jongleur.

¿Quién puede olvidar el emocionante relato

del duque Leto el Justo y sus valientes hombres?

Rompió el bloqueo de Beakkal y burló a los Sardaukar,

guió a sus fuerzas hasta Ix y enmendó un entuerto.

Ahora os digo, y escuchad bien,

que nadie dude de sus palabras y su juramento:

¡Libertad… y justicia… para todos!

Mientras Gurney continuaba bebiendo vino, añadía versos a la canción, prestando más atención a la música que a los hechos.

El día del bautizo de su hijo, una gran multitud se congregó en los jardines del palacio contiguos a una glorieta cubierta de glicina plateada aromática y calarrosas. En una plataforma situada dentro del recinto, Leto llevaba ropas sencillas para demostrar a su pueblo que era uno más de ellos: pantalones anchos, camisa a rayas azules y blancas y gorra azul de pescador.

A su lado, lady Jessica acunaba al bebé en sus brazos. El niño iba vestido con un diminuto uniforme Atreides, mientras Jessica llevaba la indumentaria de una sencilla aldeana, falda de lino marrón y verde, y una blusa blanca de manga corta. Un broche hecho a base de madera flotante y conchas ceñía su cabello rojizo.

El duque Leto tomó al niño en sus fuertes manos y lo levantó.

—Ciudadanos de Caladan, os presento a vuestro próximo gobernante: ¡Paul Orestes Atreides!

El nombre había sido elegido en honor del padre de Leto, en tanto el segundo nombre, Orestes, conmemoraba al hijo de Agamenón, de la Casa de Atreus, de quien se creía que era el antecesor de la Casa Atreides. Jessica le miró con amor y aceptación, sonrió a su hijo y se alegró de que estuviera sano y salvo.

Cuando la multitud prorrumpió en vítores, Leto y Jessica cruzaron la plataforma y bajaron a los jardines, donde se mezclaron con los invitados.

Rhombur, que se había desplazado desde Ix, estaba sobre un montículo cubierto de hierba con su esposa Tessia. Aplaudió con más fuerza que nadie, gracias a sus manos mecánicas. Había dejado al embajador Pilru en la ciudad subterránea para que supervisara los trabajos de restauración y reconstrucción, y así el nuevo conde ixiano y su dama Bene Gesserit pudieron asistir a la ceremonia.

Cuando Rhombur escuchó que el duque describía sus esperanzas para el recién nacido, recordó algo que su padre Dominic le había dicho en cierta ocasión: «Ninguna gran victoria se consigue a cambio de nada».

Tessia frotó la nariz contra su hombro. Rhombur la rodeó con sus brazos, pero no notó su calor corporal. Era una de las deficiencias de su cuerpo cyborg. Aún se estaba acostumbrando a su mano nueva.

En apariencia, estaba feliz y contento, y había recuperado su antigua personalidad optimista. Pero en el fondo de su corazón, lamentaba todo cuanto su familia había perdido. Ahora, aunque había limpiado el nombre de sus padres y ocupado de nuevo el Gran Palacio, Rhombur sabía que sería el último del linaje Vernius. Estaba resignado al hecho, pero esta ceremonia de bautizo le resultaba muy difícil.

Miró a Tessia, y una dulce sonrisa se formó en la boca de su esposa, aunque sus ojos sepia revelaban incertidumbre, y tenues arrugas de preocupación se dibujaban en su rostro. Rhombur esperó.

—No sé cómo abordar cierto tema —dijo ella por fin—, esposo mío. Espero que lo consideres una buena noticia.

Rhombur le dedicó una sonrisa animosa.

—Bien, la verdad es que no podré soportar ninguna mala noticia más.

Ella apretó su mano nueva.

—¿Te acuerdas de cuando el embajador Pilru te habló de tu hermanastro, Tyros Reffa? Llevó a cabo toda clase de análisis genéticos para demostrar sus afirmaciones, y trató las pruebas con mucho cuidado.

Rhombur la miró sin comprender.

—Yo… conservé las muestras celulares, amor mío. El esperma es genéticamente viable.

—¿Me estás diciendo que podríamos utilizarlo, que sería posible…? —dijo Rhombur, pillado por sorpresa.

—Debido a mi amor por ti, deseo engendrar un hijo de tu hermanastro. La sangre de tu madre correría por las venas del bebé. Un hijo putativo de la rama femenina. Tal vez no fuera un verdadero Vernius, pero…

—¡Infiernos carmesíes, lo suficiente, por los dioses! Podría adoptarlo y nombrarlo heredero oficial. Ningún hombre del Landsraad osaría llevarme la contraria.

La estrechó entre sus poderosos brazos.

Tessia le dedicó una sonrisa tímida.

—Estoy dispuesta a cumplir cualquier deseo tuyo, mi príncipe. Rhombur lanzó una risita.

—Ya no solo soy un príncipe, amor mío… Soy el conde de la Casa Vernius. ¡Y la Casa Vernius no se va a extinguir! Parirás muchos hijos. El Gran Palacio se llenará de sus risas.

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