La vio parpadear, entreabriendo la boca. Por un momento, advirtió retorcidamente satisfecho, la sonrisa parecía desconcertada. Touch\, cabroncita. Luego volvió a enfrentarse a la mirada serena, la mueca irónica, el metal azul marino reflejando la luz de la vela.
—¿Por qué te gusta alardear de grosero y de duro?
—No alardeo —bebió lo que quedaba en el vaso de vino. Lo hizo tomándose su tiempo, y después alzó un poco los hombros—. Uno puede ser grosero, puede ser duro y además puede ser idiota… En esa isla tuya, todo parece compatible.
—¿Y has decidido ya si soy caballero o escudero?
Se quedó pensativo, tocando el vaso vacío.
—Lo que tú eres —dijo— es una maldita bruja mala.
No se trataba de un insulto, sino de un comentario. La enunciación de una circunstancia objetiva, que ella encajó sin mover un músculo de la cara. Lo miraba tan fijamente que Coy terminó preguntándose si lo miraba a él.
—¿Quién es el Torpedero Tucumán?
—Era.
—¿Quién era el Torpedero Tucumán?
Dios mío, pensó. Qué templada y qué lista es. Qué condenadamente lista. Después puso otra vez los brazos sobre la mesa y sacudió la cabeza, riendo casi para sus adentros. Una risa resignada que se llevó su irritación del mismo modo que el viento disipa la niebla. Cuando alzó los ojos vio que seguía mirándolo, pero que su expresión había cambiado. También sonreía, mas esta vez el sarcasmo ya no estaba allí. Era una sonrisa franca. No es nada personal, marinero. Y él sabía que en el fondo era cierto; no se trataba de nada personal. Así que le pidió a la camarera una ginebra azul con tónica, y luego puso cara de recordar: de Popeye evocador ante una copa. Aquellas noches con Olivia, etcétera. Y como se trataba exactamente de eso, y ella aguardaba, y no había nada que inventar porque todo estaba allí, en su memoria, situó sobre el mantel, sin esfuerzo, al propio personaje, dejándolo correr al hilo del sabor de la ginebra en su lengua. Así habló del Torpedero, y de la Tripulación Sanders, y del caballito de feria que una noche robaron en una atracción de Nueva Orleans, y del Anita.s de Guayaquil y el Happy Landers de El Callao, y del burdel más austral del mundo, que era el bar La Turca de Ushuaia. Y de la bronca de Copenhague, y de otra con policías en Trieste, cuando el Torpedero y el Gallego Neira también se dieron a la fuga tras hundirle la mandíbula a un guardia: piernas para qué os quiero, con Coy suspendido como de costumbre entre ambos, uno por cada brazo, y él movía los pies en el aire sin tocar el suelo, y así llegaron a salvo al barco. Y además le habló a Tánger, que escuchaba muy atenta e inclinada hacia adelante en la mesa, de la más fabulosa pelea que vieron nunca los puertos del mundo: la del remolcador de Rotterdam que llevaba marinos y estibadores de muelle a muelle y de barco a barco, sentados en bancadas largas, cuando un estibador holandés muy mamado cayó sobre el Torpedero, y la pelea corrió como un reguero de pólvora —viva Zapata, gritaba el Gallego Neira—, y ochenta hombres cargados de alcohol se enzarzaron a puñetazos abajo, en la gran cámara; y Coy se fue a cubierta a tomar el aire, y de vez en cuando el Torpedero asomaba por un portillo, respiraba y volvía a meterse dentro. Y todo terminó con el remolcador arriando al final del viaje marinos y estibadores inconscientes, tumefactos y oliendo a alcohol; echándolos como fardos aquí y allá, cada uno en su muelle y en su barco, igual que un repartidor de telepizzas.
De telepizzas, repitió. Luego se quedó callado, una vaga sonrisa en la boca. Tánger estaba muy quieta, como si temiera tirar un castillo de naipes.
—¿Qué ha cambiado, Coy?
—Todo —dejó de sonreír, bebió un poco más, y el aroma de la ginebra azul fue deslizándose por su garganta, analgésico—. Ya no hay viaje, porque apenas quedan barcos de verdad… Ahora un barco es como un avión: no viajas, te transportan del punto A al punto B.
—¿Y antes era distinto?
—Claro que sí. La soledad del viajero era posible: estabas entre A y B, suspendido en lo intermedio, y el trayecto era largo… Ibas ligero de equipaje y no importaba el desarraigo.
—El mar sigue siendo el mar. Tiene secretos y peligros.
—Pero no como antes. Ahora es como llegar demasiado tarde a un muelle vacío, y ver el humo de la chimenea alejándose en el horizonte… Cuando eres alumno usas el vocabulario correcto, babor y estribor y todo lo demás. Intentas conservar tradiciones, confías en capitanes como de niño confiabas en Dios… Pero ya no funciona… Yo soñaba con tener un buen capitán, como el MacWhirr de
Tifón
. Y serlo yo también algún día.
—¿Qué es un buen capitán?
—Alguien que sabe lo que hace. Que nunca pierde la cabeza. Que sube al puente en tu guardia y ve un barco cerrándote por la banda, y en vez de decir mete todo a estribor que nos la vamos a pegar, se calla y te mira y espera a que tú hagas la maniobra correcta.
—¿Tuviste buenos capitanes?
Coy hizo una mueca. Aquélla era una buena pregunta. Pasó mentalmente las páginas de un álbum de fotos viejas con manchas de agua de mar. También había manchas de mierda.
—Tuve de todo —dijo—. Miserables y borrachos y cobardes, y también gente estupenda. Pero siempre confié en ellos. Toda mi vida, hasta hace muy poco, la palabra capitán me inspiró respeto. Ya te he dicho que la asociaba con ese capitán que describe Conrad:
«El temporal se había cruzado con aquel hombre taciturno y sólo consiguió arrancarle algunas palabras»
… Recuerdo un temporal duro del noroeste, el primero de mi vida, en el golfo de Vizcaya, con olas enormes que cubrían la proa del
Migalota
hasta el puente. Llevábamos escotillas McGregor con problemas de juntas que no encajaban bien; entraba agua con cada cáncamo, y la carga era de mineral, que al mojarse se corre fácil… Y cada vez que hundíamos la proa en el agua y parecía que ya no iba a salir, el capitán don Ginés Sáez, que iba agarrado a la timonera, murmuraba ‘Dios’ muy bajito, entre dientes… En el puente había cuatro o cinco personas; pero yo, que estaba a su lado, era el único que podía oírlo. Nadie más se dio cuenta. Y cuando miró de reojo y vio que yo andaba cerca, no volvió a abrir la boca.
Los tres artistas habían terminado su actuación y se despedían entre aplausos. Tomó el relevo música enlatada, a través de altavoces situados en el techo. Una guitarra hizo cling, cling, cling. Alguna pareja salió a bailar. Te vas porque yo quiero que te vayas. Bolero. Por una milésima de segundo tuvo la tentación de invitarla a la pista. Ja. Los dos allí, abrazados, las caras cerca. Y quiero que te besen otros labios, decía la canción. Se imaginó con una mano en su cintura, pisándole los pies como un pato. Además, seguro que ella era de las que interponían los codos.
—Antes —prosiguió, olvidándose del bolero— un capitán tenía que tomar decisiones. Ahora está firmando los documentos en puerto, hay una diferencia de media tonelada, y ya lo tienes telefoneando al armador. ¿Firmo los papeles, no firmo los papeles?… Y en un despacho hay tres tíos, tres basuras con corbata, que le dicen no firmes. Y él no firma.
—¿Y qué queda del mar?… ¿Cuándo te sientes todavía marino?
En los problemas, explicó él. Cuando tenían un herido a bordo, o cuando se cascaba algo, la gente solía portarse bien. Una vez, contó, un golpe de mar había arrancado la pala del timón del
Palestine
, frente a El Cabo. Estuvieron día y medio al garete, hasta que llegaron los remolcadores. Y los tripulantes volvieron a parecer marinos de verdad. Por lo general no eran más que camioneros del océano y funcionarios sindicados; pero con las crisis retornaba el compañerismo. Un corrimiento de carga, una avería grave. El mal tiempo y todo eso. Las borrascas.
—Suena terrible esa palabra: borrasca.
—Las hay malas y las hay peores. Lo desagradable para un marino es cuando calcula su rumbo y el de la borrasca, y se produce un empate… Quiero decir que llegan los dos al mismo tiempo al mismo sitio.
Hizo una pausa. Había cosas que nunca podría explicarle a ella, decidió. Vientos de fuerza 11 frente a Terranova, murallas de agua gris y blanca hirviendo en una niebla de espuma que la funde con el cielo, pantocazos y crujidos del casco, tripulantes gritando de miedo atados a las literas de sus camarotes, la radio saturada de maydays de barcos en apuros. Y unos pocos hombres con la cabeza tranquila en el puente, o trincando la carga suelta en las bodegas, o abajo en las máquinas entre calderas, turbinas y tuberías, sin saber lo que ocurre arriba, pendientes de los controles y las luces de alarma y las órdenes, preocupados por el chapoteo del gasóleo en los depósitos, por la fisura en el casco que meta agua en el combustible, por la avería en los quemadores que los deje a merced del mar. Marinos intentando salvar un barco y con él sus vidas, acelerando en las bajadas para mantener el control, moderando justo antes de las crestas, buscando espacios entre las olas más grandes para virar cuando el barco ya no aguanta de proa. Y el momento angustioso en que, en plena maniobra, llega una rompiente asesina que golpea el casco de través y lo inclina cuarenta grados mientras la gente, sujeta donde puede, se mira con ojos aterrados, preguntándose si el barco terminará adrizándose o no.
—En esos casos —concluyó Coy en voz alta— todo vuelve a ser como antes.
Sonaba demasiado nostálgico, se temía. Era imposible sentir añoranza del horror. Él se refería a la nostalgia del comportamiento de ciertos hombres en el horror; pero eso resultaba imposible explicarlo en la mesa de un restaurante, ni en ningún otro sitio. Así que resopló un poco, mirando molesto a uno y otro lado. Estaba hablando en exceso, pensó de pronto. No tenía nada de malo hablar, pero él no estaba acostumbrado a contar su vida de esa manera. Se dio cuenta de que Tánger era de los que hacían charlar con facilidad; aquellos cuya conversación consistía en plantear preguntas adecuadas y silencios suficientes para que el otro corriera a cargo del asunto. Truco hábil: aprendes y encima quedas bien sin soltar prenda. Al fin y al cabo, a todo el mundo le encantaba charlar de sí mismo. Es un conversador estupendo, decían luego. Y no había abierto la boca. Cretinos. Él mismo era un bocazas y un cretino, de la quilla a la perilla. Y sin embargo, aun consciente de todo eso, notaba que hablar de aquello, incluso hablar a secas, con Tánger delante y escuchando, le sentaba bien.
—Ahora —dijo un momento después— la navegación romántica con la que uno soñaba de chico va quedando reducida a esos pequeños barcos de pabellón raro que todavía andan haciendo cabotaje por ahí, oxidados, el nombre repintado encima del anterior, con capitanes grasientos y mal pagados… Yo anduve en uno, recién titulado segundo piloto, porque no encontraba trabajo en otro: se llamaba
Otago
, y pocas veces navegué tan a gusto como entonces. Ni siquiera en los barcos de la Zoeline… Pero eso lo supe después.
Ella dijo que tal vez porque en esa época Coy era joven. Y él meditó un momento y luego se mostró de acuerdo. Si, admitió, era probable que entonces fuera feliz porque era joven. Pero con las banderas de conveniencia, los capitanes funcionarios y los armadores para quienes un barco no se diferenciaba gran cosa de un camión tráiler, todo se había ido al carajo. Algunos barcos iban tan cortos de tripulación que necesitaban a bordo gente de tierra para amarrar. Filipinos e hindúes eran ahora tripulantes de élite, y capitanes rusos hasta arriba de vodka partían sus petroleros un poco por aquí y por allá. La única posibilidad de que el mar siguiera pareciéndose al mar era un velero. Así todavía se trataba de él y de ti. Pero de un velero ya no se podía vivir, añadió. Ahí estaba como ejemplo el Piloto.
En el vaso de ella sólo quedaba hielo. Sus dedos de uñas romas jugueteaban dentro, haciéndolo tintinear. Coy hizo ademán de llamar a la camarera, pero Tánger negó con la cabeza.
—La otra noche, en la proa con la bengala, me impresionaste.
Después de decir eso se calló, mirándolo; y era más intensa su sonrisa. Él se rió bajito: otra vez de sí mismo.
—No me extraña. Más impresionado quedé yo cuando caí al agua.
—No hablo de eso. Estaba paralizada viendo aquellas luces que se nos venían encima. Ignoraba cómo actuar… Pero tú ibas haciendo cosas una detrás de otra, sin pensarlas siquiera. Una especie de rutina ante el desastre. No perdiste la calma, ni se te alteró la voz. Y al Piloto, tampoco. El vuestro era una especie de fatalismo. Como si fuese parte del juego.
Coy encogía un poco los hombros, con sencillez. Miraba sus propias manos anchas y torpes. Nunca había imaginado tener que hablar de esas cosas con nadie. En su mundo, o en el mundo acuático del que había sido expulsado hacía poco, todo era demasiado obvio. Sólo en tierra te pedían explicarlo.
—Son las reglas —dijo—. Allá afuera asumes que el desastre va incluido. No de buen grado, claro. Rezas o blasfemas, y si tienes casta luchas hasta el final. Pero lo aceptas. El mar es eso. Puedes ser el mejor marino del mundo, y él va y te liquida. El único consuelo es hacerlo todo lo mejor que sabes… Imagino que así debió de sentirse el capitán del
Dei Gloria
.
La mención del bergantín oscureció la expresión de Tánger. De pronto inclinaba a un lado la cabeza, distraída. Tenía los codos sobre la mesa, el mentón apoyado en las manos. El recorte del cabello le rozaba un hombro.
—No parece un gran consuelo —opinó.
—A mí me vale. Quizá a él le valió también.
Se habían encendido las farolas que iluminaban el contorno de la bahía, y el agua de la orilla tenía reflejos amarillentos bajo la llovizna, rotos por estremecimientos plateados como si bancos de peces minúsculos nadaran cerca de la superficie. La luz del faro era más precisa, con el prolongado haz, que la humedad hacía casi corpórea, girando una y otra vez hacia la negrura cerrada que reptaba sobre el mar.
—Debe de estar muy oscuro allá afuera —dijo ella.
Apuntaba un estremecimiento involuntario en su voz, y eso hizo que la observase con atención: tenía los ojos fijos en la noche.
—Caer al mar en la oscuridad —añadió ella, tras unos instantes— tiene que ser terrible.
—No es agradable.
—Tuviste mucha suerte.
—Sí que la tuve. Cuando caes así, lo normal es que no te encuentren.
Tánger puso la mano derecha sobre la mesa, con tintineo del semanario de plata. La puso muy cerca del brazo de Coy, sin llegar a tocarlo; pero éste sintió erizarse el vello de su piel.