La carta esférica (41 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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Amarraron en el puerto deportivo y caminaron por los muelles, sintiendo, como ocurría cada vez al pisar tierra, que ésta oscilaba levemente bajo sus pasos. En el muelle comercial, al otro lado del club náutico, había un carguero de palos: el
Felix von Luckner
de la Zeeland Ship, que Coy conocía por hacer habitualmente la ruta Cartagena—Amberes. Su mera visión evocaba largas esperas bajo la lluvia, el viento y la luz amarillenta del invierno, las siluetas fantasmagóricas de las grúas sobre la tierra llana, la esclusa y las interminables maniobras en el Escalda. Y pese a que había conocido rincones del mundo mucho más confortables, Coy no pudo evitar una punzada de nostalgia.

Fueron los tres a la terraza del bar Valencia, junto al centenario azulejo con los versos que Miguel de Cervantes había dedicado a la ciudad en su
Viaje del Parnaso
, al pie de la muralla construida por Carlos III cuando el
Dei Gloria
llevaba sólo tres años yaciendo en el fondo del mar, y bebieron grandes jarras de cerveza fría ante el reloj del ayuntamiento, las palmeras agitadas por el lebeche que refrescaba a mediodía, y el pináculo del monumento a los marinos muertos en Cuba y Cavite, con docenas de nombres grabados en placas de mármol junto a los de barcos que llevaban, como ellos, cien años singlando el silencio de las profundidades. Después el Piloto acudió a encargarse de la sonda, y Tánger acompañó a Coy por las calles estrechas y desiertas de la ciudad vieja, bajo los balcones con geranios y macetas de albahaca y los miradores acristalados donde aún, a veces, una mujer sentada con una labor en las manos los veía pasar con curiosidad. Ahora la mayor parte de aquellos balcones estaban cerrados y los miradores vacíos, con cristales desprovistos de cortinas, en casas de ventanas condenadas y puertas donde se acumulaba la suciedad; y Coy buscaba en ellas, inútilmente, una cara conocida, una música familiar tras las persianas verdes, un niño jugando en la esquina o en la plaza más próxima, en el que reconocer a alguien, o reconocerse.

—Fui feliz aquí —dijo él de pronto.

Estaban parados en una calle oscura, ante el solar de una casa derribada entre otras dos que aún se mantenían en pie. Los lienzos de pared desnuda conservaban jirones de papel, clavos oxidados de los que no colgaba cuadro alguno, huellas de muebles, deshilachados cables eléctricos. Las recorrió con la mirada, intentando recobrar lo que en otro tiempo encerraron: estantes con libros, muebles de nogal y caoba, pasillos de azulejos, habitaciones con tragaluces ovales en lo alto, amarillentos retratos rodeados de un aura blanquecina que intensificaba su aire fantasmal. Ya no estaba la relojería de la planta baja, ni las tiendas de carbón y ultramarinos al extremo de la calle, ni tampoco la taberna con una fuente de mármol en el centro, anuncios de Anís del Mono y carteles taurinos en la pared, que olía a vino al pasar frente a su puerta, y en cuyo mostrador espaldas de hombres taciturnos, inclinados sobre vasos rojos, dejaban correr las horas. Y al niño de pantalón corto que caminaba por aquella misma calle con una botella de sifón en cada mano, o pegaba la nariz, maravillado, ante los escaparates llenos de juguetes iluminados para la Navidad, hacía mucho tiempo que se lo había llevado el mar.

—¿Por qué te fuiste? —preguntó Tánger.

Su voz sonaba extrañamente dulce. Coy seguía contemplando las paredes de la casa inexistente. Hizo un gesto hacia atrás, en dirección al puerto al otro lado de la ciudad.

—Había un camino allí —se volvió despacio—. Quise hacer lo que otros sueñan.

Ella inclinó la cabeza, en señal de asentimiento. Lo observaba de aquel modo singular que tenía a veces, como si estuviera viéndolo por primera vez.

—Anduviste lejos —susurró.

Parecía envidiarlo, al decir aquello. Coy se encogió de hombros con una sonrisa de tiempo y de naufragios. Una mueca deliberada, consciente de sí misma.

—Hay unas líneas —dijo, y luego contempló de nuevo las paredes de la casa que ya no estaba—. Una página que leí ahí arriba.

Recordó en voz alta, sin dificultad:

Ven aquí, tú el del corazón roto. Aquí hay otra vida sin el intermedio de la muerte. Aquí pueden conocerse, sin morir, maravillas sobrenaturales. Yo doy más olvido que la Parca. Ven, levanta tu lápida sepulcral en el cementerio y despósate conmigo. Oyendo esta voz al este y al oeste, desde al alba al anochecer, el alma del herrero respondió: «Sí, allá voy». Y así, Perth se fue a la caza de la ballena…

Encogió otra vez los hombros, al terminar, y ella seguía mirándolo del mismo modo. Los iris azul marino estaban fijos en su boca.

—Fuiste lo que querías ser —dijo.

Su voz sonaba todavía como un susurro pensativo. Coy alzó un poco las palmas de las manos.

—Fui Jim Hawkins, y luego fui Ismael, y durante un tiempo creí ser Lord Jim… Después supe que nunca fui ninguno de ellos. Eso me alivió, en cierto modo. Como si me librase de amigos molestos. O de testigos.

Les dirigió una última ojeada a las paredes desnudas. Había sombras oscuras que lo saludaban desde arriba: mujeres enlutadas conversando en la luz decreciente de la tarde, una lamparilla de aceite ante la talla de una virgen, el chasquido apacible de bolillos tejiendo un encaje, una petaca de cuero negro con iniciales de plata y el olor a tabaco de un mostacho blanco. Grabados de barcos que navegaban velas al viento, entre el crujido de papel de las páginas de un libro. He huido, pensó, a un lugar que ya no existía, desde un lugar que ya no existe. Volvió a sonreírle al vacío:

—Como suele decir el Piloto, nunca sueñes con la mano en el timón.

Ella guardó silencio después de oír aquello, y ya no dijo nada más. Había sacado del bolso el paquete con la efigie de Héroe, y encendía un cigarrillo con la cajetilla todavía en las manos, tan despacio como si ese trozo de cartulina pintada la consolara de sus propios fantasmas.

Cenaron michirones y huevos fritos con patatas en la Posada de Jamaica, al otro lado del antiguo túnel de la calle Canales. Allí se les unió el Piloto, con las manos manchadas de grasa y la noticia de que la sonda estaba instalada y funcionaba bien. Había rumor de conversaciones, humo de tabaco formando estratos grises en el techo, y Rocío Jurado cantaba de fondo, en la radio,
La Lola se va a los puertos
. La veterana casa de comidas había sido reformada, y en vez de los manteles de hule que Coy recordaba de toda la vida, había ahora mantelería y cubiertos nuevos, azulejos, adornos y hasta cuadros en las paredes; aunque la clientela seguía siendo la misma, sobre todo a mediodía: vecinos del barrio, albañiles, mecánicos de un taller cercano, jubilados atraídos por la comida casera y económica. De cualquier modo, como le dijo a Tánger sirviéndole más vino tinto con gaseosa, sólo el nombre del local hacía que valiese la pena ir allí.

A los postres, mientras el Piloto pelaba una mandarina, definieron el plan de búsqueda. Largarían amarras de madrugada, para empezar a peinar la zona a media mañana. El sector de búsqueda inicial quedaba definitivamente establecido entre los 1º 20’ y 1º 22’ de longitud oeste y los 37º 31,5’ y 37º 32,5’ de latitud norte. Abordarían ese rectángulo de una milla de alto por dos de ancho por su parte exterior, desde más profundidad a menos, en sondas que irían disminuyendo a partir de los cincuenta metros. Como apuntó Coy, eso tenía la ventaja de que, al empezar lejos de la costa, los movimientos del
Carpanta
tardarían más en llamar la atención vistos desde tierra, a la que se irían acercando poco a poco. A una velocidad de dos a tres nudos, la Pathfinder les permitía sondar con detalle franjas paralelas de unos cincuenta a sesenta metros de anchura. La zona de exploración estaba dividida en setenta y cuatro de esas franjas; así que, contando el tiempo perdido en las maniobras, recorrer cada una de ellas llevaría una hora; y cubrir el área completa, unas ochenta. Eso situaba las horas reales de trabajo en unas cien o ciento veinte, y necesitarían de diez a doce días para cubrir el área de búsqueda. Siempre y cuando el tiempo acompañase.

—La previsión meteorológica es buena —dijo el Piloto—. Pero seguro que perdemos algunos días.

—Dos semanas —calculó Coy—. Ése es el plazo mínimo.

—Quizá tres.

—Quizá.

Tánger escuchaba atenta, los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados bajo la barbilla.

—Has dicho que podemos llamar la atención, vistos desde tierra… ¿Eso despertaría sospechas?

—Al principio, no lo creo. Pero a medida que nos acerquemos, tal vez. En esta época ya hay gente que va a la playa.

—También hay pesqueros —apuntó el Piloto, con un gajo de mandarina en la boca—. Y Mazarrón está cerca.

Tánger miró a Coy. Había cogido una de las cáscaras del plato del Piloto y la partía en trocitos. El aroma perfumaba la mesa.

—¿Hay forma de justificarnos?

—Supongo que sí. Podemos estar pescando, o buscando algo perdido.

—Un motor —sugirió el Piloto.

—Eso es. Un motor fuera borda caído al mar. Tenemos a favor que el Piloto y el
Carpanta
son muy conocidos en la zona, y llamarán poco la atención… En lo que se refiere a tierra, no hay problema. Podemos amarrar alguna noche en Mazarrón, otra en Águilas, otras en Cartagena, y el resto fondear lejos de la zona. Una pareja que alquila un barco para quince días de vacaciones no tiene nada de extraño.

Bromeaba al decir aquello, pero Tánger no pareció encontrar divertido el comentario. O tal vez era la palabra pareja. Inclinaba la cabeza con la piel de mandarina entre los dedos, considerando la situación. Se había lavado el pelo por la tarde, antes de bajar a tierra, y las puntas rubias y asimétricas volvían a rozarle el mentón.

—¿Hay patrulleras? —preguntó, impasible.

—Dos —dijo el Piloto—. La de vigilancia aduanera y la de la guardia civil.

Coy explicó que la Hache Jota de Aduanas solía operar de noche, y se ocupaba de vigilar el contrabando. No debían de preocuparse por ella. En cuanto a la guardia civil, su misión era vigilar la costa y hacer cumplir las leyes sobre pesca. El
Carpanta
no era asunto suyo, en principio; pero cabía la posibilidad de que, al verlo allí un día tras otro, se acercaran a curiosear.

—La ventaja es que el Piloto conoce a todo el mundo, incluidos los guardias. Ahora las cosas han cambiado, pero en su juventud se asoció con algunos. Ya te puedes imaginar: tabaco rubio, licores, un porcentaje de las ganancias —lo miró con afecto—… Siempre supo ganarse la vida.

El Piloto hizo un gesto fatalista y sabio, antiguo como el mar que navegaba; herencia de innumerables generaciones de vientos adversos.

—Vive y deja vivir —dijo con sencillez.

El propio Coy lo había acompañado un par de veces en otros tiempos, haciendo funciones de grumete en expediciones clandestinas y nocturnas cerca del cabo Tiñoso o hacia el cabo de Palos, y recordaba aquellos episodios con la excitación propia de los pocos años. A oscuras, con el destello del faro cercano en la noche, a la espera de las luces de un mercante que aminoraba la marcha, deteniéndose el tiempo necesario para que un par de fardos bajasen a la cubierta del
Carpanta
. Cajas de rubio americano, botellas de whisky, electrónica japonesa. Y luego, el camino de regreso en la oscuridad, tal vez el desembarco del alijo en una cala discreta, pasándolo a manos de sombras que se adelantaban con el agua hasta el pecho. Para el joven que Coy era entonces no había diferencia entre eso y lo leído, bastando para justificar la aventura. Desde su punto de vista, aquellas viejas páginas,
Moonfleet
y
David Balfour
y
La flecha de oro
y todas las otras —esperar una andanada en la oscuridad fue mucho tiempo su más íntimo anhelo— aportaban pretextos suficientes. El caso era que luego, al volver a puerto y echar a tierra un cabo inocente para encapillarlo al noray, siempre había algún guardia civil o un suboficial de marina que mordía la parte del león; y al Piloto le quedaba, tras arriesgar su barco y su libertad, lo justo para llegar a fin de mes mientras otros se enriquecían a su costa. Vive y deja vivir: pero siempre hay alguien que vive mejor que uno. O a costa de los otros. Cierta vez, en el bar Taibilla, mientras comían bocadillos de magro con tomate, alguien se llevó aparte al Piloto y le propuso hacer un viaje algo más complicado, yendo al encuentro, una noche sin luna, de un pesquero procedente de Marruecos. Ketama pura, dijo. Cincuenta kilos. Y aquello, explicó el sujeto a media voz, podía hacerle ganar mil veces lo que sacaba de sus esporádicas excursiones nocturnas. Desde la mesa, con el bocadillo en la mano, Coy vio cómo el Piloto escuchaba con atención, terminaba sin apresurarse la cerveza, y luego dejaba el vaso vacío sobre el mostrador antes de sacar al otro del bar, a bofetadas, hasta la calle Mayor.

Tánger pagó la cena y salieron. La temperatura era agradable, y caminaron despacio en dirección a las puertas de Murcia y la ciudad vieja. Había un soldado de infantería de marina inmóvil ante la puerta blanca de capitanía: el mismo edificio, comentó Tánger, en el que fue interrogado el pilotín del
Dei Gloria
. También había luciérnagas verdes de taxistas aburridos en la puerta del cine Mariola, y gente sentada en las terrazas. A veces Coy se cruzaba con un rostro conocido, e intercambiaba un silencioso saludo, un movimiento de cabeza, hola, hasta luego, qué tal te va, pronunciados por uno y otro sin intención de verse luego ni nunca, ni conocer la respuesta. Ya no había nada en común de lo que hablar. Vio a una antigua novia de juventud convertida en respetable matrona, con dos niños de la mano y otro en un cochecito, acompañada de un marido de pelo escaso y gris, que a Coy le recordaba vagamente a un compañero de colegio. Pasó inexpresiva a la luz de las espantosas farolas postmodernas que obstaculizaban las aceras, sin mostrar señal de reconocimiento. Pero sí me conoces, pensó él, divertido. LQTHVQTV: Ley de Quién Te Ha Visto y Quién Te Ve. Yo esperándote en la puerta de San Miguel, los roces de manos en el café Mastia. Aquel guateque de Nochevieja en casa de tus padres que estaban de viaje:
Je t’aime, moi non plus
, y las parejas abrazadas con poca luz mientras Serge Gainsbbourg y Jane Birkin se lo hacían en el tocadiscos. Y el rincón oscuro, y la cama de tu hermano con un banderín del Atlético de Madrid clavado con chinchetas en la pared, y cómo se puso tu padre cuando llegó de improviso a reventar la fiesta y nos encontró allí, jugando a los médicos. Pues claro que me conoces.

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