La carta esférica (44 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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La sonda registro una alteración en el tono rojizo del fondo, y Tánger se inclinó para anotar latitud y longitud. Pero se trataba de una falsa alarma. Se echó de nuevo hacia atrás en el asiento de la mesa de cartas, el lápiz entre los dedos de uñas mordisqueadas que ahora, en sus intensas guardias, roía a cada momento. Conservaba aquel gesto grave, concentrado, de alumna modelo de la clase, que a Coy le divertía observar. A menudo, viéndola absorta en el bloc de notas, en la carta o en la pantalla, intentaba imaginarla con calcetines blancos y uniforme, y trenzas rubias. Estaba seguro de que antes de esconderse en los lavabos a fumar cigarrillos y volverse insolente con las monjas, antes de soñar con el tesoro de Rackham el Rojo, con cartas esféricas y con presas de corsarios, alguien le había puesto alguna vez la banda de niña ejemplar. No era difícil entrever su expresión obstinada recitando rosa—rosae, SO4H2, en un lugar de la Mancha y todo lo demás. Con flores a María.

Se apoyó en la mesa junto a ella, para mirar las cuadrículas en que habían dividido el área de búsqueda marcada en la carta. En el mamparo carraspeaba la radio a poco volumen, conectada en doble escucha: una fragata de la Armada pedía amarradores, y los amarradores no aparecían por ninguna parte.

De vez en cuando, marineros ucranianos o pescadores marroquíes echaban largas parrafadas en su lengua. El patrón de un pesquero se quejaba de que un vapor le había cortado los palangres. Una patrullera de la guardia civil estaba bloqueada por avería del puente en el puerto Tomás Maestre.

—Podemos perder dos o tres días —dijo Coy—. En realidad nos sobra tiempo.

Ella anotaba algo y dejó de hacerlo, el lápiz en suspenso, a unos milímetros de la carta.

—No nos sobra nada. Necesitamos hasta la última hora disponible.

El tono era severo, casi de reproche; y Coy volvió a sentirse irritado. A la meteorología, pensó, le importa un huevo que tú necesites las horas disponibles.

—Si entra viento fuerte, no podremos trabajar —explicó—. La mar estará picada, y la sonda perderá eficacia.

La vio entreabrir la boca para replicar y luego morderse los labios. Ahora el lápiz tamborileaba sobre la carta. En el mamparo, junto al barómetro, dos relojes indicaban la hora local y la hora del meridiano de Greenwich. Ella se los quedó mirando, y luego consultó el reloj de acero en su muñeca derecha.

—¿Cuándo ocurrirá eso?

Coy se tocó la nariz.

—No es seguro… Tal vez esta noche. O mañana.

—Entonces, de momento seguiremos aquí.

Volvía a concentrarse en la pantalla de la Pathfinder para dar por resuelta la cuestión. Coy alzó los ojos, encontrando la mirada del Piloto. Tú mismo, decían los ojos plomizos. Tú decides. Había mucha zumba en aquella mirada, y Coy hurtó la vista con el pretexto de subir a cubierta. Allí se puso a observar de nuevo el cielo, a lo lejos, donde las nubes altas mostraban flecos fibrosos y deshilachados como colas de yegua blanca. Ojalá, pensaba, empeore el tiempo de verdad, y salten marejada y un levante asesino, y tengamos que largarnos de aquí a toda leche mientras a ella se le acaba la biodramina, y yo pueda verla en la borda, echando los higadillos. La muy perra.

Las previsiones se cumplieron, al menos en parte. A Tánger no se le acabó la biodramina; pero al día siguiente el sol brilló poco rato entre un halo de nubes rojizas que luego fueron oscuras y grises, y el viento roló al sudeste levantando borreguillos blancos en el mar. A mediodía la marejada era molesta, la presión había bajado otros cinco milibares y el anemómetro indicaba fuerza 6. Y a esa misma hora, tras haber anotado cuidadosamente la última posición en la zona de búsqueda cuadriculada sobre la carta —franja 56—, el
Carpanta
navegaba con un rizo en la mayor y otro en el génova, amurado a babor, rumbo al puerto de Águilas.

Coy había desconectado el piloto automático y gobernaba a mano, sudoeste cuarta al sur en el compás y la gran piedra de cabo Cope en el horizonte gris, las piernas abiertas para contrarrestar la escora, sintiendo en las cabillas de la rueda la presión de la pala en el agua y la fuerza del viento en las velas, con el poderoso cabeceo del velero al hendir la marejada. Sobre la bitácora, el anemómetro marcaba 22—24 nudos de viento real. A veces la proa del
Carpanta
embestía una cresta, y un roción saltaba hasta la bañera, llenando de espuma el quitavientos. Olía a sal y a mar, y el silbido subía de octava en octava en la jarcia, haciendo repiquetear en cada cabezada las drizas contra el mástil.

Era obvio que Tánger no necesitaba biodramina. Estaba sentada en la brazola de la bañera con las piernas hacia fuera, en la banda de barlovento, vestida con el pantalón de aguas rojo que le había prestado el Piloto, y sin duda disfrutaba de la navegación. Para sorpresa de Coy no había mostrado excesiva contrariedad cuando el viento los obligó a interrumpir la búsqueda; parecía como si en los últimos días se hubiera adaptado mejor a los avatares del mar, asumiendo el fatalismo relacionado con la cambiante suerte del marino. En el mar, lo que no podía ser, no podía ser; y además era imposible. Ahora, sentada allí, el peto holgado, los anchos tirantes, la camiseta, el pañuelo anudado en torno a la frente, los pies descalzos, le daban un aspecto singular; y a Coy le costaba apartar los ojos de ella para prestar atención al rumbo y las velas. Recostado en la bañera, a cubierto, el Piloto fumaba tranquilamente. De vez en cuando, después de estar un rato observando a Tánger, Coy encontraba los ojos de su amigo fijos en él. Qué quieres que te diga, respondía en silencio. Las cosas son como son, y no como uno querría que fueran.

El anemómetro marcó 25-29 nudos, y una racha endureció el tacto del timón entre las manos de Coy. Fuerza 7. Era fuerte, pero no era demasiado. El
Carpanta
se había enfrentado a temporales de fuerza 9, con 46 nudos aullando en la jarcia y olas de seis metros cortas y rápidas; como aquella vez que el Piloto y él tuvieron que correr veinte millas con mar de popa y a palo seco tras rifárseles el tormentín: pese al motor, pasaron la bocana de Cartagena abatiendo muy justos, a sólo cinco metros de las piedras, y una vez amarrados el Piloto se arrodilló muy serio para besar la tierra. Comparado con todo eso, veintinueve nudos no era mucho. Pero cuando Coy miraba arriba, al cielo gris sobre el palo oscilante, veía que los cirros altos avanzaban desde la izquierda del viento que soplaba a nivel del mar, y que hacia levante empezaba a definirse una línea de nubes oscuras, de aspecto amenazador, bajo y sólido. De ahí vendría el viento dentro de poco. Así que, concluyó, más valía andarse con ojo.

—Yo tomo el segundo rizo, Piloto.

Lo dijo cuando el otro miraba la vela mayor, consciente de que pensaba lo mismo. Pero el Piloto era el patrón a bordo y le correspondía ese tipo de decisiones; así que Coy estuvo a la expectativa hasta que lo vio hacer un gesto con la cabeza, tirar el cigarrillo a sotavento y ponerse en pie. Encendieron el motor para poner proa a la mar y al viento, el génova flameando con un tercio de su lona enrollada en el estay. Tánger cogió el timón, manteniendo el rumbo, y mientras el Piloto cazaba la botavara al centro y luego amollaba la driza de la mayor, dejándola caer gualdrapeando hasta el segundo rizo, Coy se metió unos cuantos matafiones en los bolsillos, sujetó otro entre los dientes y se fue al pie del palo, procurando que los violentos cabeceos del barco no lo enviaran al mar por segunda vez en una semana. Allí, sosteniéndose con las rodillas contra el quitavientos de la bañera, encajó el ollao del segundo rizo en el gancho de barlovento. Después, cuando el Piloto tensó de nuevo, Coy se movió hacia popa acompasando el cuerpo a los movimientos del barco, y pasó un matafión por cada ollao de la vela, anudándolos bajo la botavara para aferrar la lona sobrante. En ese momento un roción espeso rompió sobre cubierta, empapándole la espalda, y Coy huyó de un salto hacia la bañera, junto a Tánger. Sus cuerpos chocaron en el balanceo, y tuvo que agarrarse al timón para no caer, en torno a ella, abarcándola en un involuntario abrazo.

—Ya puedes arribar —dijo él—. Déjalo caer poco a poco a sotavento.

El Piloto los miraba divertido, adujando la driza de la mayor. Ella giró las cabillas del timón hacia estribor y las velas dejaron de flamear; y un poco antes de que el
Carpanta
ganase velocidad, la mar lo sacudió de través, oscilando el palo, y haciendo también que Tánger se estremeciera entre los brazos y el pecho de Coy, que la ayudaba a conseguir el giro exacto de la rueda. Por fin la roca del cabo Cope, gris entre las nubes bajas, estuvo de nuevo en la amura de estribor, bajo la vela henchida del génova; y la aguja de la corredera se estabilizó en cinco nudos. Entonces vino un roción más fuerte que los anteriores, que rompió sobre ellos mojándoles la cara, las manos y la ropa. Y Coy vio que el agua fría erizaba la piel en el cuello y los brazos desnudos de la mujer; y que ésta, vuelto el rostro hacia él, más cerca de lo que había estado nunca, sonreía de un modo extraño, muy feliz y muy dulce, como si por alguna razón le debiera a él ese momento. Las salpicaduras de agua multiplicaban hasta el infinito las manchas de su rostro, y la boca se entreabría como si fuese a pronunciar palabras que ciertos hombres esperan escuchar desde hace siglos.

En la terraza del restaurante, un cobertizo de madera, cañas, yeso y hojas de palma cuyas dos plantas se alzaban sobre la playa, la orquesta tocaba música brasileña. Eran dos chicos y una chica que hacían una buena imitación de Vinicius de Moraes, Toquinho y María Bethania. Cantaban haciendo que algunos clientes que ocupaban las mesas se moviesen en sus sillas al ritmo de la melodía. La chica, una mulata bastante guapa, de ojos grandes y boca africana, golpeaba rítmicamente los bongos mientras cantaba mirando a los ojos del guitarrista, un joven barbudo y sonriente:
A tonga da mironga do kabuleté
. Había caipiriñas y ron en las mesas, y palmeras bordeando el mar, y Coy pensó que la escena podía corresponder a Río, o Bahía.

Miró al otro lado de la balaustrada de madera abierta a la playa, donde aún veían al Piloto alejándose camino del puerto deportivo cuyo bosquecillo de palos se alzaba un poco más allá, detrás de un pequeño espigón. Al fondo de la ensenada, sobre la alta roca que protegía los muelles y la lonja pesquera, el castillo de Águilas estaba rodeado de un penacho gris que el atardecer oscurecía poco a poco. En el otro extremo, la marejada rompía en la punta de tierra y en la isla cuya forma daba nombre al puerto; pero el viento había cesado, y una fina llovizna cálida imprimía reflejos en la arena gris oscura de la playa, donde el agua estaba en calma. En ese momento vio encenderse el faro principal, visible todavía en la luz incierta su torre pintada con bandas blancas y negras, y estuvo observando la cadencia hasta que pudo establecerla: dos destellos blancos cada cinco segundos.

Cuando se volvió de nuevo a Tánger, ella lo miraba. Él había estado hablando, contándole una historia casual relacionada con la música y la playa. Había empezado a contarla sin excesiva convicción, para llenar un silencio incómodo después que el Piloto bebiera su café y se despidiera, dejándolos el uno frente al otro con la música y la última claridad cenicienta apagándose despacio en la bahía. Tánger parecía esperar que él continuase con su historia; pero estaba terminada hacía rato, y Coy no sabía qué traer a cuento para llenar el silencio. Por suerte quedaba la música, las voces de la chica y sus acompañantes, el clima de la melodía intensificado por la proximidad de la playa y la llovizna que susurraba en las hojas de palma del techo. Podía callar sin hacerse violencia, así que alargó una mano hacia el vaso de vino blanco y lo llevó a los labios. Tánger sonrió. Movía un poco los hombros al compás de la música. Ella se había pasado hacía rato a la caipiriña, y ésta le brillaba en los iris azul marino que mantenía fijos en Coy.

—¿Qué miras?

—Te observo.

Él se volvió de nuevo hacia la playa, incómodo, y luego puso más vino en el vaso, aunque estaba casi lleno. Los ojos seguían frente a él, escrutadores.

—Cuéntame —dijo ella— qué es lo que ha cambiado en el mar.

—Yo no he dicho nada de eso.

—Sí lo has dicho. Cuéntame por qué ahora es diferente.

—No es ahora. Ya era diferente cuando empecé a navegar.

Seguía mirándolo con atención; parecía realmente interesada. Llevaba su falda larga y amplia de algodón azul, y una blusa blanca que resaltaba el bronceado de los últimos días. El pelo estaba sedoso y limpio igual que una escueta cortina de oro; la había visto lavárselo por la tarde. Para la ocasión sustituía el reloj masculino por un semanario de plata, cuyos siete aros relucían a la luz de la vela que ardía en el cuello de una botella, a un lado de la mesa.

—¿Eso quiere decir que el mar ya no sirve?

—Tampoco es eso —Coy hizo un gesto vago—. Sirve. Lo que pasa es que… Bueno. Ya no es fácil mantenerse lejos.

—¿Lejos de qué?

—Hay teléfono, y fax, e Internet… Ingresas en la escuela náutica porque… No sé. Porque quieres irte. Quieres conocer muchos sitios, y muchos puertos, y muchas mujeres…

Sus ojos distraídos se posaron en la cantante mulata. Tánger siguió la dirección de su mirada.

—¿Has conocido a muchas mujeres?

—No recuerdo en este momento.

—¿Muchas putas?

Se encaró con ella, irritado. Cómo te gusta tu maldito juego, pensaba. Ahora tenía delante unos ojos de hierro pavonado que lo miraban implacables. Parecían divertidos, pero también curiosos. Se tocó la nariz.

—Algunas —respondió.

Tánger estudió de soslayo a la cantante.

—¿Negras?

Él bebió un trago de vino, vaciando medio vaso de golpe. Hizo ruido al ponerlo otra vez sobre la mesa.

—Sí —dijo—. Negras. Y chinas. Y mestizas… Como decía el Torpedero Tucumán, lo bueno de las putas es que te piden dólares, no conversación.

Tánger no parecía molesta. Miró de nuevo a la cantante. Sonreía pensativa, y él no encontró nada agradable en aquella sonrisa.

—¿Y cómo son las negras?

Ahora observaba los fuertes antebrazos de Coy, desnudos bajo los puños remangados de la camisa. Éste la estuvo contemplando unos segundos y luego se echó hacia atrás, recostándose en la silla. Intentaba imaginar alguna barbaridad adecuada.

—No sé qué decirte. Algunas tienen el coño color de rosa.

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