La carta esférica (43 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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Dong, dong. Dong. Charlie Parker, que iba a morirse de allí a nada, había dejado el saxo en el suelo y descansaba exhausto bebiendo una copa en la barra, o —lo más probable— se metía algo en los servicios de caballeros. Ahora destacaba solitario el punteo del bajo de Billy Hadnott, que en esa última parte era de nuevo dueño de la melodía; y fue en aquel momento cuando el Piloto subió de la camareta a reunirse con Coy, sentándose en la otra silla de teca sujeta al balcón de popa. Tenía en la mano la botella de coñac que se habían traído de la taberna del Macho para terminarla a bordo. Se la ofreció con un gesto, y cuando Coy negó con la cabeza al compás de la música que iba extinguiéndose en sus oídos, el otro bebió un trago antes de colocársela muy derecha en el regazo. Coy desconectó el auricular, quitándoselo de las orejas.

—¿Qué hace Tánger?

—Lee en su camarote.

Los faros de San Pedro y Navidad parpadeaban al otro lado del espigón del muelle, balizando la embocadura del puerto. Verde y rojo, grupos de destellos cada catorce y diez segundos, luces familiares que para Coy siempre habían estado allí, desde que podía recordar. Miró hacia arriba, sobre los muros de sombras que circundaban el puerto. En las montañas, los castillos iluminados de San Julián y Galeras parecían suspendidos en el aire como en los cuadros de los pintores antiguos. El resplandor de la ciudad mataba las estrellas.

—¿Qué opinas, Piloto?

El reloj del ayuntamiento dio once campanadas antes de que el otro respondiera.

—Sabe lo que hace. O al menos se porta como si lo supiera… La pregunta es si lo sabes tú.

Coy enrollaba en torno a la grabadora el cable de los auriculares. Sonreía a medias en el reflejo de las luces oleosas del agua.

—Me ha traído de vuelta al mar.

El Piloto se lo quedó mirando.

—Si es un pretexto, vale —dijo—. Pero a mí no me hagas frases.

Bebió otro trago y le pasó a Coy la botella. Éste se puso el gollete en los labios.

—Ya te lo dije una vez: quiero contarle esas pecas —se limpiaba la boca con el dorso de una mano—. Contárselas todas.

El otro no dijo nada, limitándose a recuperar la botella. Un vigilante nocturno pasó por el pantalán, haciendo resonar las tablas del muelle flotante. Cambió un saludo con ellos y siguió camino.

—Oye, Piloto. Los hombres vamos por la vida a trompicones, de aquí para allá… Solemos envejecer y morir sin comprender bien lo que pasa. Pero ellas son distintas.

Hizo una pausa, estirándose hacia atrás en la silla, los brazos extendidos. Su cabeza rozó la bandera que colgaba flácida del mástil, junto a la antena en forma de seta del GPS. La noche era tan tranquila que casi podía oír oxidarse los tornillos del balcón de proa.

—A veces la miro y pienso que sabe cosas de mí que yo mismo no sé.

El Piloto reía, bajito, la botella entre las manos.

—Eso mismo dice mi mujer.

—Hablo en serio. Ellas son distintas. Lúcidas como si la lucidez fuera una enfermedad, ¿comprendes?

—No.

—Es algo genético… Hasta a las estúpidas les pasa.

El Piloto escuchaba atento, con buena voluntad; pero el gesto de su cabeza inclinada un poco hacia adelante era escéptico. De vez en cuando daba una ojeada alrededor, al mar y a las luces de la ciudad, como en busca de alguien que aportase sensatez a todo aquello.

—Están ahí calladas, mirándonos —prosiguió Coy—. Llevan siglos mirándonos, ¿comprendes?… Han aprendido mirándonos.

Se quedó callado, y el Piloto también. Del barco de los suecos llegaba el rumor de sus voces recogiendo la mesa antes de irse a dormir. Luego, el reloj del ayuntamiento dio la primera campanada de los cuartos. El agua estaba tan quieta que parecía sólida.

—Ésta es peligrosa —dijo por fin el Piloto—. Como ese mar donde se atrancaban los buques hasta pudrirse…

—El mar de los Sargazos.

—Tú me dijiste que es mala. Yo sólo digo que es peligrosa.

Le había pasado otra vez la botella de coñac, que Coy sostenía en una mano, sin beber.

—Eso mismo dijo Nino Palermo, Piloto. ¿Qué te parece?… El día que hablé con él en Gibraltar.

El Piloto encogió los hombros. Aguardaba, paciente.

—No sé qué te dijo.

Coy le dio un trago a la botella.

—Los hombres somos malos por estupidez, Piloto. Por torpeza. Lo somos por ambición o por lujuria, o ignorancia… ¿Comprendes?

—Más o menos.

—Quiero decir que ellas son distintas.

—Ellas no son distintas. Sólo son supervivientes.

Coy se quedó callado, sorprendido por la exactitud del comentario.

—También fue eso lo que dijo Palermo.

Luego apuntó al otro con la mano en que sostenía la botella, pero no dijo nada más. El Piloto se inclinó para quitarle la botella de la mano:

—Demasiados libros.

Tras decir aquello bebió un último trago, puso el tapón y dejó la botella sobre cubierta. Ahora miraba a Coy, esperando que dejara de reír.

—¿De qué se defiende ella? —preguntó.

Coy alzó las manos, evasivo. Cómo diablos, decía el gesto, te lo cuento.

—Ella lucha —dijo— por una niña que conoció hace tiempo. Una niña protegida, soñadora, que ganaba concursos de natación. Que creció feliz hasta que dejó de serlo y supo que todos morimos solos… Ahora se niega a dejarla desaparecer.

—¿Y qué pintas tú en esto?

—Se me pone tan dura como a cualquiera, Piloto.

—Es mentira. Eso tiene arreglo, y nada que ver con ella.

Tiene razón, se dijo Coy. A fin de cuentas ya se me ha puesto dura otras veces, y nunca he ido por ahí haciendo el idiota. No más de lo corriente.

—Quizá haya cierta relación con los barcos que pasan de noche —dijo—. ¿Te has fijado?… Estás en la borda y pasa un barco del que ignoras todo: nombre, bandera, adónde se dirige… Sólo ves unas luces, y piensas que también habrá alguien apoyado en la borda que en ese momento mira tus luces.

—¿De qué color son las luces que ves?

—Qué más da el color —Coy encogía los hombros, irritado—. Yo qué sé… Rojas, blancas.

—Si son rojas, el otro tiene prioridad de paso. Mete a estribor.

—Hablo en metáfora, Piloto… ¿Comprendes?

El Piloto no dijo si comprendía o no. Su silencio resultaba elocuente, poco favorable a las metáforas de barcos, o de noches, o de cualquier otra cosa. No marees la aguja, decía su parquedad de palabras. Estás encoñado, y punto. Antes o después todo termina pasando por ahí. La causa es asunto tuyo, y a mí lo que me inquietan son las consecuencias.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó por fin.

—¿Hacer? —Coy se tocó la nariz—. No tengo ni idea… Estar aquí, supongo. Observarla.

—Pues recuerda el refrán: a la mujer y al viento, con mucho tiento.

Tras decir aquello, el Piloto se sumió en otro silencio huraño. Contemplaba las luces del puerto en el agua aceitosa.

—Fue una lástima lo de tu barco —añadió al cabo de un rato—. Allí todo estaba resuelto. En tierra sólo hay problemas.

—Estoy enamorado de ella.

El otro se había levantado. Oteaba el cielo, interrogándolo sobre el tiempo que haría mañana.

—Hay mujeres —dijo como si no hubiera oído nada— que tienen cosas extrañas en la cabeza, igual que otras tienen gonorrea. Y resulta que van y te las pegan.

Se había inclinado a coger la botella; y al incorporarse, las luces de la ciudad iluminaron sus ojos, muy cerca.

—A fin de cuentas —dijo— quizá no sea culpa tuya.

Con las arrugas haciéndole sombras en la cara, y el pelo corto y canoso que la penumbra tornaba ceniciento, parecía un Ulises cansado; indiferente a las sirenas y las arpías, y las jovencitas púberes al acecho en playas tentadoras, y las miradas turbias, ven o vete, despectivas o indiferentes. De pronto Coy lo envidió con todas sus fuerzas: a su edad, ya era difícil que una mujer le costase a un hombre la vida o la libertad.

XII. Sudoeste cuarta al sur

Este camino difiere de los de tierra en tres cosas: el de la tierra es firme, éste flexible. El de la tierra es quedo, éste móvil. El de la tierra señalado, el de la mar, ignoto.

Martín Cortés.
Breve compendio de la esfera

Al amanecer del cuarto día, el viento que había estado soplando suave del oeste empezó a rolar al sur. Inquieto, Coy miró la oscilación del anemómetro y luego el cielo y el mar. Era un día anticiclónico convencional, de principios de verano. Todo estaba en apariencia tranquilo, el agua rizada y el cielo azul, con algunos cúmulos; pero podían distinguirse cirros medios y altos moviéndose en la distancia. También el barómetro mostraba tendencia a bajar: tres milibares en dos horas. Al despertar, después de darse un chapuzón en el agua azul y fría, y oír el parte meteorológico, había anotado en el cuaderno de la mesa de cartas la formación de un centro de bajas presiones que se desplazaba en cuña por el norte de África, vecino a una alta de 1.012 inmóvil sobre Baleares. Si las isobaras de una y otra se aproximaban demasiado, los vientos soplarían duros desde mar adentro, y el
Carpanta
tendría que refugiarse en un puerto e interrumpir la búsqueda.

Desconectó el piloto automático, empuñó el timón e hizo maniobrar al velero ciento ochenta grados. La proa apuntó de nuevo al norte, a la costa iluminada por el sol bajo la falda oscura del cabezo de las Víboras, iniciando la exploración del sector que, sobre la carta de búsqueda, estaba designado como franja número 43. Aquello significaba que la Pathfinder había cubierto ya más de la mitad del área, sin resultado. La parte positiva era que así quedaba descartado el sector de mayores fondos, donde las inmersiones habrían sido complicadas y profundas. Coy miró por el través de babor hacia Punta Percheles, donde un pesquero calaba redes tan cerca de tierra que parecía dispuesto a llevarse las conchas de la playa. Calculó rumbo y distancia, concluyendo que no se acercarían demasiado el uno al otro, aunque el errático comportamiento de los pesqueros era imprevisible. Después echó un nuevo vistazo al cielo, conectó el piloto automático y bajó a la camareta, donde el monótono ronroneo del motor situado bajo la escala se hacía más intenso.

—Franja cuarenta y tres —dijo—. Rumbo norte.

El sol estaba en la meridiana, y hacía calor pese a los portillos abiertos. Sentada ante la mesa de cartas, junto a la sonda, el radar y el repetidor del sistema de posicionamiento por satélite GPS, Tánger vigilaba la pantalla en actitud de alumna aplicada, anotando latitud y longitud cada vez que el fondo mostraba alguna irregularidad. Coy miró el indicador de sonda y velocidad: 36 metros, 2,2 nudos. A medida que el
Carpanta
seguía la ruta trazada por el piloto automático, en la pantalla de la Pathfinder se modificaba el preciso dibujo del fondo del mar. Se habían turnado allí el tiempo suficiente para identificar ya, sin dificultad, los distintos tonos que el instrumento atribuía a las características del fondo: naranja suave era arena y fango, naranja oscuro algas, rojo pálido indicaba piedra suelta y cascajo. Los bancos de peces constituían manchas móviles marrón rojizo con vetas verdes y bordes azulados; y las irregularidades importantes, grandes piedras sueltas, incluso los restos metálicos de un viejo pesquero hundido y señalado en las cartas, se detallaban con la apariencia de lomas picudas de color rojo intenso.

—Nada —dijo ella.

Arena y algas, señalaba la pantalla. Sólo en dos ocasiones el eco se había vuelto rojo sangre, con crestas significativas en el relieve submarino, ecos duros en sondas respectivas de cuarenta y ocho y cuarenta y tres metros. No fueron capaces de esperar; de modo que anotaron las posiciones, regresando a la mañana siguiente, muy temprano, tras haber pasado la noche, como de costumbre, fondeados entre Punta Negra y la Cueva de los Lobos. Coy estaba bajo los últimos efectos de un resfriado, recuerdo leve del chapuzón nocturno, pero suficiente para impedirle compensar la presión en los tímpanos y en los senos frontales; de modo que fue el Piloto quien se equipó con su remendado traje de neopreno negro y se dejó caer al mar, la botella de aire comprimido a la espalda, chaleco autoinflable, cuchillo en la pantorrilla derecha y un cabo de cien metros atado con un as de guía a la cintura. Coy se quedó arriba, nadando en la superficie con aletas, tubo y máscara, vigilando el rastro de burbujas que ascendía de la arcaica reductora Snark Silver III con doble tráquea de caucho que el Piloto seguía empeñado en usar, porque no se fiaba del plástico moderno, y aquellos chismes de antes, decía, no te dejaban tirado nunca. Los ecos del fondo, informó al emerger, procedían de una roca enorme con restos de redes enganchadas, y de tres bidones metálicos grandes, cubiertos de óxido y algas. En uno aún podía leerse
Campsa
.

Por encima del hombro de Tánger, Coy miró el trazado plano del fondo que iba dibujando la sonda. Ella mantenía los ojos fijos en la pantalla de cristal líquido, su lápiz de plata entre los dedos, la carta cuadriculada delante, los brazos moteados bajo las mangas cortas de la camiseta de algodón blanco, la espalda mojada de sudor. El balanceo del barco hacía oscilar, como de costumbre, las puntas húmedas de su cabello, que sujetaba con un pañuelo alrededor de la frente. Llevaba un pantalón corto caqui, y cruzaba los muslos bajo la mesa. Sentado al fondo de la camareta, junto a un portillo que le movía una mancha de sol entre los cortos rizos grises, el Piloto entalingaba en el sedal un anzuelo de curricán, con un plumero artesanal que acababa de fabricar con restos de driza. De vez en cuando alzaba la vista de su labor y los miraba.

—Puede cambiar el tiempo —dijo Coy.

Sin apartar los ojos de la pantalla, Tánger preguntó si eso les obligaría a interrumpir la búsqueda. Coy respondió que tal vez. Si entraba viento o fuerte marejada, la sonda daría ecos falsos; y además iban a estar muy incómodos bailando allá afuera. En tal caso, lo mejor era descansar en Águilas o Mazarrón. O volver a Cartagena.

—Cartagena está a veinticinco millas —dijo ella—. Prefiero quedarme por aquí.

Seguía pendiente de la Pathfinder y la carta cuadriculada. Aunque se turnaban ante la sonda, era ella quien pasaba la mayor parte del tiempo mirando las curvas y los colores que evolucionaban en la pantalla, hasta que los ojos enrojecidos se le inyectaban en sangre y tenía que ceder el puesto. Cuando la marejadilla se hacía un poco más intensa, se levantaba pálida, el pelo pegado a la cara por el sudor y visibles señales de que el balanceo y el ronroneo constante del motor de gasóleo la afectaban más de la cuenta. Pero nunca decía nada, ni se quejaba. Se obligaba a sí misma a comer cualquier cosa, sin ganas, y la veían desaparecer camino del cuarto de baño, donde se echaba agua por la cara antes de tumbarse un rato en su camarote. Su paquete de biodramina, observó Coy, tenía cada vez más espacios vacíos. Otras veces, al finalizar una serie de franjas o cuando ya estaban todos demasiado hartos del calor y ruido continuo, detenían el barco y ella se lanzaba al mar desde la popa, nadando lejos, en línea recta, con largas brazadas de crawl, lentas y seguras. Nadaba con ritmo y correcta respiración, sin levantar agua innecesaria con los pies, clavando las palmas de las manos como cuchillos en cada brazada. A veces Coy se tiraba al mar para acompañarla un trecho, pero ella procuraba mantenerse a distancia, de un modo que sólo en apariencia era casual. En ocasiones la veía bucear entre dos aguas, con amplios movimientos de los brazas y el cabello ondulante junto a bancos de peces que se apartaban a su paso. Nadaba con un bañador de una pieza, de color negro y tirantes finos que le sentaba muy bien; con un profundo escote en la parte de atrás que estrechaba en V su espalda de tonos cobrizos. Después subía a bordo por la escala de popa para secarse a conciencia, sacudiendo el pelo que goteaba sobre sus hombros. Tenía unas piernas largas y esbeltas, quizá un poco delgadas —demasiado alta y flacucha, había dictaminado aparte el Piloto—. Los pechos no eran grandes, pero sí tan arrogantes como ella misma. Cuando se quitaba el bañador en su camarote y tenía el cuerpo mojado, sus puntas imprimían en el algodón de la camiseta cercos de humedad que al evaporarse dejaban un rastro de sal. Y por fin Coy pudo averiguar lo que pendía al extremo de la cadena que ella llevaba al cuello: una chapa de identificación de acero, con su nombre, su DNI y su grupo sanguíneo. Cero negativo. Una chapa de soldado.

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