Aresuna se sumergió debajo de mis manos. Cerré los ojos y perseveré. Llegó un breve y seco sonido, un jadeo convulsivo y de pronto en la habitación resonó el llanto de una criatura viva. Abrí bruscamente los ojos y miré incrédulo a mi niñera y al objeto que sostenía
cabeza
abajo con una mano, una cosa horrible y resbaladiza que se agitaba, removía y gritaba de manera escandalosa, algo con pene y escroto abultados bajo la envoltura de una membrana. ¡Un hijo! ¡Tenía un hijo vivo!
Tetis estaba inmóvil, inexpresiva y tranquila, pero no me miraba. Fijaba sus ojos en mi hijo, al que Aresuna limpiaba, cortaba el cordón umbilical y envolvía en limpias y blancas ropas.
—¡Un hijo que alegrará tu corazón, Peleo! —reía Aresuna—. ¡La criatura más grande y sana que he visto en mi vida! ¡Y la he sacado por su talón derecho!
Me sentí presa del pánico.
—¡El talón! ¡El talón derecho, anciana! ¿Está roto o deformado?
Levantó las ropas que lo envolvían para mostrar un pie perfecto, el izquierdo, y otro pie y tobillo hinchados y magullados.
—Ambos están intactos, señor. El derecho sanará y desaparecerán las marcas.
Tetis rió con un sonido débil y siniestro.
—Su talón derecho, de ese modo respiraba el aire de la tierra. Primero apareció su pie… No es de sorprender que me haya desgarrado. Sí, las marcas desaparecerán, pero el talón derecho será su perdición. Cuando lo necesite firme y fibroso, le recordará el día de su nacimiento y le traicionará.
No hice caso de sus palabras y tendí los brazos.
—¡Dámelo, Aresuna! ¡Déjame verlo! ¡Corazón de mi corazón, hijo de mis entrañas! ¡Mi hijo!
Informé a la corte de que tenía un hijo vivo. ¡Cuánta exaltación y alegría! Todo Yolco, toda Tesalia habían sufrido conmigo en el transcurso de los años.
Pero cuando ellos se hubieron marchado me quedé sentado en mi trono de puro mármol blanco con la cabeza entre las manos, tan agotado que no podía pensar. Las voces se extinguieron de manera gradual en la distancia y comenzaron a tejerse las más sombrías y solitarias telarañas de la noche. Un hijo, tenía un hijo vivo, pero podría haber tenido siete. Mi esposa estaba loca.
Tetis entró descalza en la cámara tenuemente iluminada, vestida de nuevo con la túnica transparente y flotante que llevaba en Esciro. Su rostro estaba arrugado y envejecido y cruzaba lentamente el frío embaldosado con pasos que revelaban el dolor de su cuerpo.
—Peleo —dijo desde el fondo del dosel.
La había vislumbrado entre los dedos, aparté las manos del rostro y lo levanté.
—Regreso a Esciro, esposo.
—Licomedes no te quiere, mujer.
—Entonces iré a algún otro lugar donde sea bien recibida.
—¿Como Medea, en una carroza tirada por serpientes?
—No. Cabalgaré en el lomo de un delfín.
No volví a verla. Al amanecer, Aresuna apareció con dos esclavas y me obligó a levantarme y a meterme en el lecho. Durante todo el circuito de un infinito viaje de Febo alrededor de nuestro mundo dormí sin recordar un solo sueño y por fin desperté pensando que tenía un hijo. Subí la escalera que conducía a la habitación del niño calzado con las aladas sandalias de Hermes y encontré a Aresuna con una nodriza, una joven saludable que había perdido a su propio hijo, según me explicó la anciana. Se llamaba Leucipa, «la yegua blanca».
Era mi ocasión. Cogí al pequeño en brazos y comprobé que pesaba bastante. Nada sorprendente en alguien que parecía estar hecho de oro. Sus cabellos eran dorados y rizados al igual que su cutis, pestañas y cejas. Los ojos que me miraban abiertamente y con fijeza eran negros, pero imaginé que cuando adquirieran visión tendrían algún matiz áureo.
—¿Cómo lo llamarás, señor? —preguntó Aresuna.
No lo sabía. Debía darle un nombre especial, no cualquiera. Pero ¿cuál? Observé su naricilla, sus mejillas, barbilla, frente y ojos y me pareció delicadamente formado, más parecido a Tetis que a mí. En cuanto a sus labios, muy personales porque carecía de ellos, formaban una línea recta en un rostro que denotaba enérgica decisión aunque dolorosa tristeza.
—Aquiles —dije.
La mujer asintió aprobadora.
—«Sin labios.» Un nombre muy apropiado para él, queridísimo señor. —Suspiró—. Su madre profetizó su futuro. ¿Consultarás a Delfos?
Negué con la cabeza.
—No. Mi mujer está loca, no creo en sus predicciones. Pero la pitonisa no miente y no deseo saber lo que le aguarda a mi hijo.
M
i asiento preferido se hallaba ante mi cueva, tallado en la roca por los eones divinos antes de que los hombres llegaran al monte Pelión. Estaba en el mismo borde del acantilado y allí pasaba yo muchos ratos sentado. Cubría la piedra con una piel de oso para proteger mis viejos huesos de su dureza y contemplaba la tierra y el mar como el rey que nunca fui.
Era demasiado viejo. Y más que nunca en otoño, cuando sentía comenzar mis dolores, presagio del invierno. Nadie recordaba cuál era mi edad y aún menos yo: llega un momento en que la realidad del tiempo se congela, en que todos los años y estaciones no son más que un largo día de espera a que llegue la muerte.
La aurora prometía una jornada bella y apacible, por lo que antes de que saliera el sol realicé mis escasas tareas domésticas y salí a respirar el aire fresco y gris. Mi cueva estaba en lo alto del monte Pelión, casi en su cumbre por la ladera sur, al borde de un vasto precipicio. Me dejé caer en la piel de oso para ver salir el sol. Nunca me cansaba de contemplar el paisaje; durante innumerables años había divisado desde lo alto de aquel monte el mundo que tenía a mis pies, la costa de Tesalia y el mar Egeo. Y mientras veía surgir el sol, de la caja de alabastro donde guardaba mis dulces, cogí un pedazo del chorreante panal y lo mordí con mis desdentadas encías, chupándolo con avidez. El bocado me supo a flores silvestres, a suaves brisas y al denso perfume de los pinares.
Mi pueblo, los centauros, reside en Pelión desde el comienzo de los tiempos y hemos servido como tutores a los hijos de los soberanos griegos porque éramos profesores insuperables. Y hablo en pasado porque soy el último centauro: después de mí, mi raza se extinguirá. En pro de nuestra labor, la mayoría practicamos el celibato y tampoco nos unimos con otras mujeres que no fueran las de nuestra raza, por lo que cuando ellas se cansaron de llevar una existencia tan insignificante recogieron sus pertenencias y se marcharon. Cada vez nacían menos individuos entre nosotros porque la mayoría de centauros no se molestaban en viajar hasta Tracia, donde nuestras mujeres se habían unido a las ménades y adoraban a Dioniso. Y gradualmente la leyenda se convirtió en realidad: los centauros eran invisibles porque temían mostrar a los hombres sus personas, semihumanas y semiequinas. Hubiera sido una criatura realmente interesante si hubiera existido, pero no era así. Los centauros éramos simplemente hombres.
Mi nombre era conocido por toda Grecia: soy Quirón, y he instruido a la mayoría de muchachos que llegaron a ser héroes famosos, entre otros a Peleo, Telamón, Tideo, Heracles, Atreo y Tiestes. Sin embargo, de eso había transcurrido ya mucho tiempo y yo no pensaba en Heracles ni en su especie mientras contemplaba el nacimiento del día.
En Pelión abundan los bosques de fresnos, más altos y enhiestos que ninguno; un resplandeciente mar de intenso color dorado en esta época del año porque todas sus hojas brillantes y muertas se estremecen y agitan al menor soplo de viento. A mis pies se distinguía el escarpado descenso de la roca, quinientos codos desprovistos incluso de la menor pincelada de verde o amarillo, y más abajo aún, de nuevo los bosques de fresnos que se erguían hacia el cielo y el canto de muchos pájaros. Nunca percibía el sonido de voces humanas porque no había ningún otro mortal entre mí y las cumbres del Olimpo. Mucho más abajo, y reducido al tamaño de un reino de hormigas, se encontraba Yolco, denominación bastante acertada: a sus habitantes, los mirmidones, se los califica de hormigas.
Entre todas las ciudades del mundo (salvo las de Creta y Thera antes de que Poseidón las arrasase), Yolco era la única que carecía de murallas. ¿Quién se atrevería a invadir la sede de los mirmidones, guerreros sin par? Yo aún quería más a Yolco por ello: las murallas me horrorizaban. En los viejos tiempos, cuando viajaba, no soportaba verme encerrado en Micenas o Tirinto más de uno o dos días. Las murallas eran estructuras construidas por la muerte con piedras extraídas del Tártaro.
Tiré el pedazo de panal y cogí mi odre de vino, deslumbrado por el sol que teñía de rojo la bahía de Págasas en toda su extensión y se reflejaba en las figuras doradas del techo del palacio e iluminaba los colores de las columnas y las paredes de los templos, el palacio y los edificios públicos.
Desde la ciudad hasta mi fortificado recinto se extendía un camino serpenteante nunca utilizado. Sin embargo, aquella mañana se produjo una excepción: advertí que se aproximaba un vehículo. La ira disipó mi estado contemplativo y me impulsó a levantarme cojeando para enfrentarme al supuesto intruso y despedirlo. Se trataba de un noble que conducía un rápido carro de caza arrastrado por una pareja de bayos tesalios y que lucía en su blusa el emblema de la casa real. Tenía ojos claros y expresión viva y sonriente. El hombre saltó del carro con la gracia inherente a la juventud y vino hacia mí. Retrocedí, en aquellos tiempos el olor humano me disgustaba.
—El rey te envía saludos, mi señor —dijo el joven.
—¿De qué se trata? —inquirí descubriendo con desagrado que mi voz era ronca y áspera.
—Nuestro soberano me ha ordenado que te traiga un mensaje, señor Quirón. Él y su real hermano vendrán mañana a confiar sus hijos a tu cuidado hasta que alcancen la madurez. Tendrás que enseñarles todo cuanto deban conocer.
Me envaré. ¡El rey Peleo no sabía qué hacía! Yo ya no instruía porque me sentía demasiado viejo para soportar a muchachos alborotadores, aunque fuesen retoños de una casa tan ilustre como la de Eaco.
—¡Dile al rey que me disgusta, que no estoy dispuesto a servir de preceptor a su hijo ni al hijo de su real hermano Telamón! Dile que si mañana sube a la montaña, perderá el tiempo, que Quirón se ha retirado.
El joven me miró simulando consternación.
—Señor Quirón, no me atrevo a transmitirle tal mensaje. Se me ordenó que te anunciara su visita y así lo he hecho. No me han encargado que lleve respuesta.
Cuando el carro hubo desaparecido regresé a mi silla y descubrí que el panorama se había ocultado tras un velo de color escarlata, fruto de mi enojo. ¿Cómo osaba el rey imaginar que yo fuera preceptor de su hijo ni mucho menos del de Telamón? Años atrás el mismo Peleo había enviado heraldos por todos los reinos de Grecia para anunciar que Quirón el centauro se había retirado. Y ahora él mismo quebrantaba tal decreto.
Telamón, Telamón… Tenía muchos hijos, pero sólo dos privilegiados. Teucro, dos años mayor, era un bastardo de la princesa troyana Hesíone, y el otro, Áyax, su heredero legítimo. Por otra parte, Peleo sólo había tenido un hijo con la reina Tetis, que sobrevivió milagrosamente tras otros seis hermanos fallecidos al nacer. ¿Cuántos años tendrían Áyax y Aquiles? Serían pequeños, desde luego. Altivos, malolientes y apenas humanos. ¡Uf!
Regresé a mi cueva, disipada toda alegría y con los rescoldos de ira en la mente. No había modo de eludir la tarea, pues Peleo era el gran soberano de Tesalia y yo su subdito y tenía que obedecerlo. De modo que contemplé mi vasto y ventilado retiro temeroso de los días y años que se me avecinaban. Mi lira yacía en una mesa en el fondo de la gran cámara con las cuerdas cubiertas de polvo por su prolongada inactividad. La contemplé hoscamente, de mala gana, y la cogí para hacer desaparecer las pruebas de mi descuido. Las cuerdas estaban flojas, tendría que tensarlas una tras otra y afinarla para poder utilizarla.
¿Y mi voz? ¡Había desaparecido! Mientras Febo cruzaba de oriente a occidente en su carro solar toqué y canté, ejercitando mis entumecidos dedos para hacerlos más ágiles, tensando las manos y las muñecas, subiendo y bajando la escala. Puesto que no sería oportuno practicar ante mis alumnos, tendría que volverme competente antes de que llegasen. De modo que sólo cesé, inmensamente cansado, cuando mi cueva estuvo sumida en la oscuridad y las negras y silenciosas sombras de los murciélagos aletearon por ella hasta sus refugios en algún lugar más profundo de la montaña. Sentí que tenía frío, y estaba hambriento y malhumorado.
Peleo y Telamón llegaron a mediodía en el carruaje real, seguidos por otro carruaje y una pesada carreta tirada por bueyes. Bajé a su encuentro hasta el camino y permanecí con la cabeza inclinada. Hacía años que no veía al gran rey, pero muchos más a Telamón. Los observé con mejor talante mientras se aproximaban. Sí, se veía que eran reyes, ambos irradiaban fuerza y poder. Peleo seguía tan corpulento como siempre; en cuanto a Telamón, no había perdido su agilidad. Ambos habían visto desvanecerse sus problemas, pero tras largas épocas de conflictos, guerras y preocupaciones. Y tales forjadores del metal en las almas humanas habían dejado en ellos su marca indeleble. El oro se decoloraba en sus cabellos ante la invasión de la plata, pero no advertía señales de decadencia en sus fuertes cuerpos ni en sus graves y firmes rostros. Peleo se apeó el primero y acudió hacia mí sin darme tiempo a retroceder. Se me puso la carne de gallina ante su afectuoso abrazo y descubrí que mi repugnancia se desvanecía ante su cálida acogida.
—Supongo que llega un momento en el que es imposible verse más viejo, Quirón. ¿Estás bien?
—Dentro de lo posible, muy bien, señor. Mientras nos alejábamos un trecho de los carros le dirigí a Peleo una mirada rebelde.
—¿Cómo puedes pedirme que sirva otra vez de instructor, señor? ¿Acaso no he hecho bastante? ¿No hay nadie más capaz de cuidar de vuestros hijos?
—Nadie como tú, Quirón.
Me miró desde su altura y me cogió del brazo.
—Sin duda debes saber cuánto significa Aquiles para mí. Es mi único hijo, no habrá otros. Cuando yo muera deberá asumir ambos tronos y tiene que estar preparado para ello. Yo puedo hacer mucho por mi parte, pero no sin una base adecuada. Sólo tú lograrás infundirle los rudimentos necesarios, y te consta que es así, Quirón. Los monarcas hereditarios tienen una posición precaria en Grecia, pues siempre aparecen rivales dispuestos a enfrentárseles. —Suspiró—. Además, quiero a Aquiles más que a mi propia vida. ¿Cómo negarle, pues, la educación que yo tuve?