En el transcurso de los años me dio seis hijos y todos nacieron muertos. Cuando Aresuna me comunicó la muerte del segundo niño estuve a punto de enloquecer y no pude soportar la visión de Tetis durante varias lunas porque sabía lo que me diría: que nuestro hijo muerto era un dios. Pero al final el amor y el deseo siempre me devolvían junto a ella y repetíamos aquel ciclo fantasmal una y otra vez.
Cuando nació muerta la sexta criatura -¿cómo era posible si el embarazo había llegado a su término y el pequeño yacía en su carrito funerario con aspecto robusto pese a su azulada piel?— me prometí que no obsequiaría al Olimpo con más hijos. Hice consultar a la pitonisa de Delfos y la respuesta fue que Poseidón estaba enojado, que se sentía ofendido por haberle robado a su sacerdotisa. ¡Vaya hipocresía! ¡Qué locura! ¡Primero no la quería y luego se resentía por haberla perdido! Ciertamente que los hombres no pueden comprender las mentes ni los hechos de los dioses, antiguos ni nuevos.
Durante dos años no cohabité con Tetis, pese a que me estuvo rogando que engendráramos más hijos para el Olimpo. Luego, al final del segundo año, sacrifiqué a Poseidón hacedor de caballos un potro blanco ante todo mi pueblo, los mirmidones.
—¡Retira tu maldición y concédeme un hijo vivo! —le rogué.
La tierra retumbó en sus entrañas, la sagrada serpiente salió disparada de debajo del altar como un relámpago marrón y la tierra se estremeció espasmódicamente. Una columna se desplomó a mi lado mientras yo permanecía impasible, se abrió una grieta entre mis pies y me sentí asfixiar con el hedor a azufre, pero me mantuve imperturbable hasta que el temblor se extinguió y la fisura se cerró. El potro blanco yacía en el altar exangüe y patéticamente inmóvil. Al cabo de tres meses Tetis me comunicó que estaba embarazada de nuestro séptimo hijo.
Durante todo aquel tiempo agobiante la hice vigilar más estrechamente que un halcón a los polluelos en su nido. Ordené a Aresuna que durmiera en su mismo lecho y amenacé a las mujeres de la casa con indecibles torturas si la dejaban sola un instante a menos que mi antigua niñera se hallara presente. Tetis soportó aquellos «caprichos», como ella los calificaba, con paciencia y buen humor, jamás discutió ni trató de desafiar mis dictados. En una ocasión se me erizaron los cabellos y me provocó escalofríos al oírla entonar un extraño e inarmónico cántico de la Antigua Religión. Pero cuando le ordené que callase me obedeció y jamás volvió a cantarlo. El parto era inminente y yo comencé a abrigar esperanzas. ¡Siempre había sido temeroso de los dioses! ¡Sin duda me debían un hijo vivo!
Tenía una armadura completa que había pertenecido a Minos y que constituía mi más preciado tesoro. Era un objeto maravilloso. Estaba laminado en oro sobre cuatro capas separadas de bronce y tres de estaño, con incrustaciones de lapislázuli, ámbar, coral y cristal que configuraban un dibujo extraordinario. El escudo, de similar construcción, tenía proporciones humanas y era como dos escudos unidos uno sobre otro, por lo que se estrechaba en el centro a modo de cintura. En cuanto a la coraza, las grebas, el casco, el faldellín y los protectores de los brazos estaban destinados para un hombre de mayores proporciones que yo, Minos, que la había llevado cuando paseaba por su reino de Creta confiando en que nunca la necesitaría para protegerse y que sólo deseaba demostrar su riqueza a su pueblo. En su caída le fue inútil, porque Poseidón lo aplastó a él y a su mundo por no suscribirse a la Nueva Religión. En Creta y Thera siempre había reinado madre Kubaba, la gran diosa de la Antigua Religión, reina de la tierra y todopoderosa.
Con la armadura de Minos guardaba una lanza de fresno de las laderas del monte Pelión, rematada por una pequeña cabeza forjada de un metal llamado hierro, tan raro y precioso que muchos lo creían una leyenda, pues pocos lo habían visto. La experiencia me había demostrado que la lanza volaba de modo infalible hasta su objetivo y sin embargo pesaba como una pluma en mi mano, por lo que cuando dejé de necesitarla para su uso bélico la guardé con la armadura. Se llamaba Viejo Pelión.
Cuando debía nacer mi primer hijo había desenterrado aquellas curiosidades para limpiarlas y pulirlas, convencido de que la criatura crecería hasta convertirse en un hombre bastante grande para utilizarlas. Pero al ver que mis descendientes seguían naciendo muertos las devolví a las cámaras del tesoro para sumirlas en una oscuridad menos negra que mi desesperación.
Unos cinco días antes de que Tetis debiera recluirse para alumbrar a nuestro séptimo hijo cogí una lámpara, bajé los desiguales peldaños de piedra que conducían a las entrañas de palacio y me interné por los pasadizos hasta la gran puerta de madera tras la que se ocultaba el tesoro. Me preguntaba a mí mismo por qué me encontraba allí y no hallaba respuesta satisfactoria. Abrí y traté de vislumbrar algo entre las tinieblas, pero descubrí un haz de luz dorada en el otro extremo del inmenso recinto. Apagué la llama que me iluminaba y me deslicé sinuoso con la mano en la daga. El lugar estaba atestado de urnas, baúles y cofres que contenían objetos sagrados, por lo que debía escoger cuidadosamente mi camino.
A medida que me aproximaba distinguí el inconfundible sonido de llanto femenino. Mi niñera Aresuna estaba sentada en el suelo y abrazaba el casco áureo que había pertenecido a Minos, cuyas delicadas plumas surgían entre sus arrugadas manos. Lloraba queda pero amargamente, gemía y prorrumpía en la cantinela plañidera de Egina, la isla de la que ambos procedíamos, reino de Eaco. ¡Oh Coré! ¡Aresuna ya lloraba por mi séptimo hijo!
No podía dejar de consolarla, escabullirme y simular que nada había visto ni oído. Cuando mi madre le ordenó que me diera su seno ella ya era una mujer madura, me crió ante su distraída mirada y me siguió como un perro fiel por una docena de naciones. Y al conquistar Tesalia la elevé a un alto rango en mi casa. Así pues, me acerqué a ella, la toqué suavemente en el hombro y le rogué que no llorara. Le quité el casco y estreché su rígido y anciano cuerpo contra mi pecho mientras le decía muchas tonterías para tratar de consolarla pese al sufrimiento que yo mismo sentía. Por fin se tranquilizó y aferró sus huesudos dedos a mis ropas.
—¿Por qué se lo permites, querido señor? —dijo con voz ronca.
—¿Qué le permito? ¿A quién?
—A la reina —repuso entre hipos.
Entonces comprendí que su dolor la había transtornado un poco: de no ser así no hubiera podido consentírselo. Aunque me era mucho más querida que mi propia madre, ella siempre había sido consciente de la diferencia de nuestros rangos. La así con tal fuerza que gimió y se retorció.
—¿Qué pasa con la reina? ¿Qué es lo que hace?
—¡Mata a tus hijos!
Me sobresalté.
—¿Que Tetis mata a mis hijos? ¿Cómo es eso? ¡Explícate!
La mujer se contuvo y me miró con repentino horror al comprender que yo no sabía nada.
La agité violentamente.
—Será mejor que prosigas, Aresuna. ¿Cómo mata a mis hijos? ¿Y por qué? ¿Por qué?
Pero ella apretó los labios y no respondió, fija en la llama la aterrada mirada. Desenfundé mi daga y apreté su punta contra la piel flaccida de la anciana.
—¡Habla, mujer, o por el poderoso Zeus te juro que te arrancaré los ojos y las uñas… lo que sea necesario para desatar tu lengua! ¡Habla, Aresuna, habla!
—¡Ella me maldecirá y eso es mucho peor que cualquier tortura, Peleo! —repuso temblorosa.
—La maldición sería perversa y se volvería contra quien la profiriese. ¡Cuéntamelo, por favor!
—Estaba convencida de que tú lo sabías y lo consentías, señor. Tal vez ella esté en lo cierto… Tal vez la inmortalidad sea preferible a vivir en la tierra si uno no envejece.
—Tetis está loca —respondí.
—No, señor, es una diosa.
—No lo es, Aresuna. ¡Apostaría mi vida en ello! Es una mujer corriente y mortal.
La mujer no parecía convencida.
—Ha matado a todos tus hijos, Peleo. Con la mejor intención, pero así ha sido.
—¿Cómo ha hecho semejante cosa? ¿Ingiere alguna poción?
—No, querido señor. Es mucho más sencillo. Cuando la instalamos en la silla paritoria despide a todas las mujeres de la sala menos a mí. Entonces me ordena que coloque un cubo de agua de mar debajo de ella, y en cuanto aparece la cabeza del pequeño la sumerge en el agua y la mantiene hasta que no le es posible respirar.
Abrí y cerré los puños con fuerza.
—¡Por eso están azules! —exclamé.
Me levanté y le ordené:
—Regresa con ella para que no te eche de menos. Te doy mi palabra real de que nunca divulgaré lo que me has dicho y que cuidaré de que no pueda causarte daño. Vigílala y, cuando comience el parto, comunícamelo inmediatamente. ¿Está claro?
La mujer asintió. Había interrumpido su llanto y había perdido su terrible sensación de culpabilidad. Me besó las manos y marchó apresuradamente.
Permanecí sentado, inmóvil, con las lámparas apagadas. Tetis había matado a mis hijos. ¿Por qué? Por alguna insensata y quimérica pesadilla, por superstición, por capricho. Los había privado del derecho a ser hombres, había cometido crímenes tan horribles que deseaba ir a su encuentro y atravesarla con mi espada. Pero aún llevaba en su seno a mi séptimo hijo: la espada tendría que aguardar. Y la venganza correspondía a los dioses de la Nueva Religión.
Cinco días después de haber hablado con Aresuna, la anciana corrió a mi encuentro con el cabello alborotado por el viento. Anochecía y yo había bajado a las cuadras para ver a mis sementales porque se aproximaba la época de apareamiento y los dueños de los caballos deseaban darme el programa para formar las parejas.
Regresé rápidamente a palacio con la anciana colgada de mi cuello, como si yo mismo fuera un corcel.
—¿Qué te propones? —me preguntó cuando la dejé ante la puerta de Tetis.
—Entrar contigo —repuse.
—¡Pero eso está prohibido, señor! —exclamó con un grito sofocado.
—También lo está el crimen —repuse.
Y abrí la puerta.
El nacimiento es un misterio femenino que no debe ser profanado por ninguna presencia masculina. Es un mundo terreno que carece de cielo. Cuando la Nueva Religión superó a la Vieja algunas cosas no cambiaron: madre Kubaba, la gran diosa, aún rige los asuntos femeninos. En especial todo cuanto tiene que ver con el crecimiento del nuevo fruto humano y de arrebatarlo, aún prematuro, en perfecta madurez o marchito por la edad.
De modo que, cuando entré, por unos momentos nadie me vio: tuve tiempo para observar, oler y escuchar. La habitación apestaba a sangre, sudor y otras cosas horribles y extrañas para un hombre. Era evidente que el parto se hallaba ya muy avanzado porque, en aquellos momentos, las mujeres trasladaban a Tetis del lecho a la silla paritoria entre las maniobras, órdenes y ajetreo de las comadronas. Mi mujer estaba desnuda y su abdomen, hinchado de modo grotesco, parecía casi luminoso a causa de la distensión. Las mujeres dispusieron sus piernas cuidadosamente sobre la dura superficie de madera, a ambos lados del amplio hueco del asiento destinado a despejar el fin del canal del nacimiento, el lugar por donde aparecería la cabeza de la criatura seguida de su cuerpo.
Cerca de la silla se encontraba un cubo de madera rebosante de agua, pero las mujeres no le dirigieron ninguna mirada porque no imaginaban para qué se encontraba allí.
Al verme se abalanzaron contra mí indignadas, pensando que el rey se había vuelto loco y decididas a echarme de allí. Empujé a la que tenía más próxima y la tiré al suelo, y las demás retrocedieron asustadas. Aresuna estaba inclinada sobre el cubo murmurando sortilegios para alejar el mal de ojo y no se movió cuando las eché y atranqué la puerta.
Tetis lo observaba todo con el rostro brillante de sudor y sombría mirada, pero controlando su furia.
—Sal de aquí, Peleo —dijo quedamente.
Por toda respuesta aparté a Aresuna a un lado, fui hacia el cubo de agua marina y lo volqué arrojando su contenido en el suelo.
—¡Basta de crímenes, Tetis! ¡Este hijo es mío!
—¿Crímenes? ¿Crímenes? ¡Oh insensato! ¡No he matado a nadie! ¡Soy una diosa y mis hijos, inmortales!
La así por los hombros mientras ella seguía sentada y me incliné sobre la silla paritoria.
—¡Tus hijos están muertos, mujer! ¡Condenados a convertirse en sombras inútiles porque no les diste la oportunidad de realizar las grandes hazañas que les granjearan el amor y la admiración de los dioses! Para ellos no existen Campos Elíseos, condición heroica, ni lugar entre las estrellas. ¡No eres una diosa, sino una mujer mortal!
Respondió con un grito agudo y atormentado, arqueó la espalda y se aferró a los brazos del sillón con tanta fuerza que se le blanquearon los nudillos.
De pronto Aresuna se animó.
—¡Ha llegado el momento! —exclamó—. ¡Está a punto de nacer!
—¡No lo tendrás, Peleo! —masculló Tetis.
Y apretó sus piernas una contra otra rechazando el instinto que las obligaba a separarse.
—¡Aplastaré su cabeza hasta convertirla en pulpa! —gruñó. Luego se echó a gritar ininterrumpidamente—: ¡Oh padre; ¡Padre Nereo! ¡Me está desgarrando!
Aunque las venas se tensaban en su frente en cordones morados y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, aún se esforzaba por cerrar las piernas. Estaba enloquecida por el dolor pero realizaba un supremo esfuerzo de voluntad para mantener unidas las piernas; las cruzaba y las retorcía una sobre otra para no separarlas.
Aresuna se había agachado sobre el suelo empapado y asomaba la cabeza bajo la silla. La oí gritar y proferir una risita.
—¡Ah! —chilló—. ¡Asoma el pie, Peleo! ¡Viene de culo, es su pie!
Refunfuñó, se levantó y me obligó a volverme, de pronto con fuerza juvenil en su viejo brazo.
—¿Quieres tener un hijo vivo? —me preguntó.
—¡Sí, sí!
—¡Pues ábrele las piernas, señor! ¡La criatura sale de pie y la cabeza está ilesa!
Me arrodillé, puse la mano izquierda sobre la rodilla de Tetis, deslicé la derecha debajo para asir su otra rodilla y tiré con fuerza de ambas. Sus huesos crujieron peligrosamente, echó la cabeza atrás y lanzó maldiciones y saliva como una lluvia corrosiva. Juro que su rostro —mientras ambos nos mirábamos— se había convertido en las escamas de una serpiente. Comenzaban a separarse sus piernas: yo era demasiado fuerte para ella. ¿Y qué otra cosa podía demostrar su mortalidad?