Mojé un paño en agua fría, lo escurrí y me subí en un taburete junto al baño para humedecerle el rostro. A sus ojos asomó cierta expresión de conciencia. Levantó la mano y la apoyó en mi hombro.
—¿Eres Laodica? —preguntó.
—Sí, señor. Ven, te acompaño a la cama. Cógete de mi mano.
Me asió con fuerza. Sin necesidad de mirarlo comprendí que él reconocía mi voz. Me escabullí de su contacto y cogí un tarro de ungüento de la mesa. Al echarle una rápida mirada al rostro advertí que me sonreía; era una sonrisa que casi le confería una boca adecuada y que era inesperadamente amable.
—Gracias —dijo.
—No hay de qué —respondí sin apenas oír mis propias palabras entre los latidos de mi corazón.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
No podía mentirle.
—Desde el principio.
—Entonces me has visto.
—Sí.
—Y por consiguiente no tenemos secretos.
—Compartimos el secreto —dije.
Y entonces me encontré en sus brazos sin saber cómo. Salvo que no me besó; después me explicó que como carecía de labios los besos le proporcionaban escaso placer. ¡Pero su cuerpo sí lo experimentaba! El suyo y el mío. No quedó fibra en mí que aquellas manos no hicieran vibrar como una lira. Permanecí en silencio sintiendo la cegadora intensidad que era Aquiles. Y yo, que había ansiado en vano durante tantas lunas sin saber lo que deseaba, conocí por fin el poder de la diosa. No estábamos ni divididos ni consumidos; por un breve espacio sentí vivir a la diosa en él y en mí.
Después me confesó que me amaba, que me había amado desde el principio. Porque aunque no era como ella, había visto a Ifigenia en mí. Y más tarde me contó aquella terrible historia, ya satisfecho, imaginé, por vez primera desde que ella murió. Y me pregunté cómo tendría valor para enfrentarme a Patroclo, que por la pureza del amor había intentado encontrar la cura pero que había fracasado. Y las piezas del rompecabezas coincidieron.
L
levé conmigo a Troya mil carros y quince mil soldados de infantería. Príamo se tragó la antipatía que me profesaba y me trató muy bien, abrazó a mi pobre y demente padre y dispensó una cálida acogida a mi esposa Creusa, hija suya y de Hécuba. Al ver a nuestro hijo Ascanio sonrió radiante y lo comparó con Héctor. Lo que me complació mucho más que si le hubiera recordado a Paris, al que se asemejaba en gran manera.
Mis tropas fueron alojadas por la ciudad y a mi familia se le asignó un palacete dentro de la Ciudadela. Yo sonreía amargamente cuando no me veían, pues no había sido un error negarles mi ayuda durante tanto tiempo. Príamo estaba tan ansioso de liberarse de la sanguijuela griega que chupaba la sangre troyana que se hallaba dispuesto a simular que Dardania era un don de los dioses.
La ciudad había cambiado. Sus calles eran más tristes y estaban menos conservadas que antaño; el ambiente de ilimitada riqueza y poder había desaparecido. Al igual, advertí, que algunos clavos de oro de las puertas de la Ciudadela. Antenor, que se mostró encantado al verme, me confesó que gran cantidad del oro troyano había sido destinado a comprar los mercenarios a los hititas y a los asirios, pero que ninguno de ellos se había presentado ni habían devuelto el oro.
Durante todo aquel invierno, entre los años noveno y décimo del conflicto, recibimos mensajes de nuestros aliados costeros prometiendo cuanta ayuda pudieran reunir. En aquella ocasión nos sentimos inclinados a creer que vendrían los reyes de Caria, Lidia, Licia y los demás. La costa había sido arrasada de un extremo al otro, los colonos griegos la invadían y no quedaba nadie en las ciudades para intentar protegerlas. La última esperanza de Asia Menor consistía en unirse a Troya y luchar contra los griegos allí establecidos. La victoria les permitiría regresar a su patria y expulsar a los intrusos.
Recibimos noticias de todos, incluso de algunos de los que habíamos perdido toda esperanza. El rey Glauco se presentó y, también en nombre de su compañero en el trono, el rey Sarpedón, informó a Príamo de que actuarían como jefes de las fuerzas restantes: veinte mil efectivos reunidos de entre los en otro tiempo populosos estados desde Misia hasta la lejana Cilicia. Príamo lloró cuando Glauco le expuso la situación.
Pentesilea, reina de las amazonas, prometió diez mil guerreras de caballería; Memnón, pariente consanguíneo de Príamo sometido a la infuencia de Hattussili, rey de los hititas, acudía con cinco mil hititas de infantería y quinientos carros; ya contábamos con cuarenta mil soldados troyanos; si se presentaban todos cuantos lo habían prometido, en el verano superaríamos con creces a los griegos.
Los primeros en llegar fueron Sarpedón y Glauco. Su ejército estaba muy bien equipado, pero cuando paseé la mirada por sus filas me fue sencillo comprobar cuán gravemente había castigado Aquiles la costa. Sarpedón se había visto obligado a reclutar a jóvenes inexpertos y a hombres maduros que se resentían de sus años, a toscos campesinos y a pastorcillos de las montañas que nada sabían de la vida militar. Pero eran entusiastas, y Sarpedón no era ningún necio sabría moldearlos.
Héctor y yo comentamos la situación en su palacio ante unas copas de vino.
—Tus quince mil soldados de infantería, veinte mil efectivos costeros, cinco mil hititas, diez mil guerreras amazonas y cuarenta mil troyanos de infantería, más diez mil carros de guerra en conjunto… ¡Podemos conseguirlo, Eneas! —comentó Héctor.
—Son cien mil… ¿Cuántos griegos calculas que quedan para luchar? —pregunté.
—Eso sería difícil de calcular salvo por las informaciones recibidas de algunos esclavos que han huido del campamento en el transcurso de los años —repuso Héctor—. Uno en particular, que he llegado a apreciar, llamado Demetrio, egipcio de nacimiento. Por él y por otros me he enterado de que las tropas de Agamenón se han quedado reducidas a cincuenta mil efectivos. Y que tan sólo cuenta con mil carros de guerra.
—¿Cincuenta mil? —repuse con el entrecejo fruncido—. Parece imposible.
—En realidad no es así. Cuando llegaron eran sólo ochenta mil. Demetrio me explicó que diez mil griegos han envejecido demasiado para empuñar las armas y que Agamenón nunca ha pedido que vengan más hombres de Grecia para incorporarse a sus filas, que en lugar de ello los ha enviado a la costa para colonizarla. Cinco mil soldados fallecieron por causa de una epidemia hace dos años; diez mil miembros del segundo ejército han muerto o están discapacitados, y cinco mil regresaron a Grecia por nostalgia hogareña. De ahí mis cálculos: cincuenta mil y ni uno más, Eneas.
—Entonces podríamos aniquilarlos —repuse.
—Estoy de acuerdo —dijo Héctor, entusiasmado—. ¿Me apoyarás ante mi padre, en la asamblea, cuando le proponga salir con el ejército?
—¡Pero aún no han llegado los hititas ni las amazonas!
—¡No los necesitamos!
—Tendrías que ponderar su experiencia contra nuestra falta de ella, Héctor. Los griegos están curtidos en la lucha y nosotros no. Y sus tropas acatan fielmente a sus dirigentes.
—Aunque reconozco nuestra inexperiencia no puedo aceptar tu argumento acerca de sus dirigentes. Contamos con una considerable participación de famosos guerreros… Tú, por ejemplo. ¡Y por añadidura, Sarpedón, hijo de Zeus, cuyas tropas lo adoran! —Tosió cohibido—: Y aquí está Héctor.
—No es lo mismo —repuse—. ¿Qué piensan los dárdanos de Héctor o los troyanos de Eneas? ¿Y quién, aparte de los licios, conoce el nombre de Sarpedón, sea o no hijo de Zeus? ¡Recuerda los nombres griegos! Agamenón, Idomeneo, Néstor, Aquiles, Áyax, Teucro, Diomedes, Ulises, Meriones… y tantos y tantos otros. Incluso Macaón, su principal cirujano, lucha con brillantez. Todos los soldados griegos conocen esos nombres y probablemente podrían decirte los caprichos culinarios de cada uno o sus colores preferidos. No, Héctor, los griegos son una nación que lucha bajo las órdenes de Agamenón, un rey de reyes. Mientras que nosotros constituimos facciones que se debaten entre mezquinas rivalidades y envidias.
Héctor me miró largamente y suspiró.
—Tienes razón, desde luego. Pero una vez incorporados a la lucha, nuestro ejército políglota sólo pensará en expulsar a los griegos de Asia Menor. Lucharán para vencer, lo haremos por nuestras vidas.
Me eché a reír.
—¡Eres un idealista incurable, Héctor! Cuando un hombre se encuentra con su lanza en tu garganta no se detiene a razonar si lucha por vencer, lo hace por salvar su existencia al igual que todos.
Héctor rellenó las copas de vino sin preocuparse en responder.
—¿Así que quieres proponer atacar con el ejército? —le dije.
—Sí —respondió—. Hoy mismo. ¡Contemplo estas murallas y las veo como barreras, y mi hogar, como una prisión!
—A veces lo que más queremos es lo mismo que nos destruye —repliqué.
Esbozó una sonrisa carente de alegría.
—¡Qué extraño eres, Eneas! ¿Acaso crees en algo? ¿Amas algo?
—Creo y me amo a mí mismo —repuse yo mismo.
Príamo vacilaba, el sentido común pugnaba contra su abrumador deseo de expulsar a los griegos. Pero al final escuchó a Antenor en lugar de a Héctor.
—¡No lo hagas, señor! —le rogó el sacerdote—. Enfrentarnos prematuramente a los griegos representaría el fin de nuestras esperanzas. ¡Aguarda a que lleguen Memnón con los hititas y la reina de las amazonas! Si Agamenón no contara con Aquiles y los mirmidones sería diferente, pero no es así y los temo enormemente. Desde que nacen, los mirmidones sólo viven para la lucha, sus cuerpos están formados de bronce; su corazón, de piedra; y su espíritu es tan obstinado como las hormigas de las que reciben el nombre. Sin contar con las guerreras amazonas para enfrentarse a los mirmidones, harán pedazos tu vanguardia. ¡Aguarda, señor!
Y Príamo decidió esperar. Héctor pareció aceptar el veredicto paterno filosóficamente, pero yo lo conocía mejor que nadie. Él ansiaba enfrentarse a Aquiles y, sin embargo, el temor que inspiraba a su padre aquel mismo hombre lo derrotaba.
Aquiles… recordaba nuestro encuentro en las afueras de Lirneso y me preguntaba quién sería mejor, Aquiles o Héctor. Eran de similar corpulencia e igualmente marciales. Pero en cierto modo yo abrigaba el presentimiento de que Héctor estaba condenado. En mi opinión, la virtud se sobrestimaba y Héctor era muy virtuoso. De todos modos, yo estaba encendido por otras causas.
Salí de la sala del trono presa del desasosiego. Por causa de aquella vieja profecía según la cual yo reinaría algún día en Troya, Príamo se había distanciado de mí y de mi pueblo. Pese a toda la cortesía que había desplegado hacia mí desde mi llegada, seguía presente un velado desprecio. Sólo mis tropas me acogían de modo favorable. Pero ¿cómo podía imaginar que yo sobreviviera a sus cincuenta hijos? A menos que Troya perdiese la guerra, en cuyo caso sería factible que Agamenón decidiera colocarme a mí en el trono. Un curioso dilema por tratarse de alguien que tenía la misma sangre que Príamo.
Salí al gran patio y paseé arriba y abajo por él odiando a Príamo y deseando Troya. De pronto advertí que alguien me observaba entre las sombras y sentí una fría sensación en la nuca. Príamo me odiaba. ¿Pecaría hasta el punto de asesinar a un pariente próximo?
Después de decidir que sí sería capaz de hacerlo, desempuñé mi daga y me deslicé tras el altar cubierto de flores que allí se encontraba dedicado a Zeus. Cuando casi podía tocar con el brazo al espía, salté sobre él, le cubrí la boca con la mano y apoyé la hoja en su garganta. Pero los labios que oprimía suavemente en mi palma no eran masculinos, como tampoco el desnudo seno en el que se apoyaba mi daga. Solté a la mujer.
—¿Me has creído una asesina? —inquirió jadeante.
—Has sido muy necia al ocultarte, Helena.
Al pie del altar encontré un farol que encendí con la llama eterna, luego lo levanté y la examiné a su luz. Habían transcurrido ocho años desde la última vez que la vi. ¡Era increíble! Debía de tener treinta y dos, pero las lámparas son benignas; más tarde, con mejor luz, pude distinguir los leves estragos del tiempo en forma de tenues arrugas alrededor de sus ojos, el sutil descenso de los senos.
¡Dioses, qué hermosa era! ¡Helena, Helena de Troya y Amiclas! ¡Helena la sanguijuela! De su persona fluía toda la gracia de Artemisa la cazadora, su rostro irradiaba la delicadeza de rasgos y la sensual atracción de Afrodita. ¡Helena, Helena, Helena…! En aquellos momentos, mientras la contemplaba, comprendí plenamente cuántas noches su imagen había interrumpido mis sueños, cuántas veces en ellos la mujer había soltado su faja incrustada en gemas y había dejado caer sus faldas sobre sus marfileños pies. Helena era Afrodita encarnada en forma mortal, en ella yo reconocía la forma y el continente de la diosa madre jamás vista, que únicamente había oído en los desvarios de mi padre, enloquecido tras su amoroso encuentro con la diosa del amor.
Helena era la encarnación de todos los sentidos, una Pandora que sonreía y guardaba sus secretos, esclavizada y esclavizante; era la tierra y el amor; humedad y aire; fuego mezclado con un hielo capaz de hacer estallar las venas de los hombres. Dejaba entrever toda la fascinación de la muerte y del misterio, provocaba.
Posó la mano en mi brazo y sus pulidas uñas brillaron como el interior de una concha.
—Llevas cuatro meses en Troya y ésta es la primera vez que te veo, Eneas.
Aparté su mano, rebelde y exasperado.
—¿Por qué tenía que buscarte? ¿Qué pensaría Príamo de mí si me viera merodeando en torno a la gran prostituta?
Me escuchó impasible, con la mirada baja. Levantó después las negras pestañas y me observó gravemente con sus ojos verdes.
—Estoy de acuerdo con todo eso —dijo al tiempo que se acomodaba en un asiento, agitando sus volantes y adornos como campanillas tintineantes—. A los ojos de un hombre, una mujer es un mueble, una pieza de su propiedad —prosiguió tranquilamente—. Puede abusar de ella como lo crea oportuno sin temor a represalias. Las mujeres somos criaturas pasivas. No tenemos expresión de autoridad porque no se nos considera capaces de pensar lógicamente. Y aunque se olvida, parimos a los hombres.
—No te favorece la autocompasión —dije bostezando.
—Me gustas porque te hallas inmerso en tus propias ambiciones —repuso sonriente—. Y porque eres igual que yo.
—¿Como tú?
—¡Oh, sí! Yo soy una imitación de Afrodita, y tú, su hijo.