—Ni siquiera Agamenón lo sabe —dijo Ulises.
—¿A causa de Calcante? —le pregunté.
—Acertada suposición, Patroclo. Ese hombre no me inspira confianza.
—Bien, ni él ni Agamenón sabrán nada por nosotros —dijo Aquiles.
Durante toda aquella luna permanecimos en Troya. Aquiles sólo pensaba en una cosa: encontrarse con Héctor.
—Será mejor que lo olvides, muchacho —le dijo Néstor al final de una cena que Agamenón dio en nuestro honor—. Podrías pasarte aquí todo el verano sin verlo. Sus apariciones son fortuitas, impredecibles, pese a los singulares conocimientos de Ulises acerca de cuanto sucede en Troya. Y por el momento tampoco nosotros planeamos ninguna salida.
—¿Salidas? —preguntó Aquiles al parecer alarmado—. ¿Vais a tomar la ciudad en mi ausencia?
—¡De ningún modo! —exclamó Néstor—. No estamos en condiciones de asaltar Troya, aunque la Cortina Occidental se desplomase mañana en ruinas. Tienes la mejor parte de nuestro ejército en Aso y lo sabes perfectamente. ¡Regresa allí! No aguardes en la confianza de ver a Héctor.
—No hay esperanzas de que Troya caiga en tu ausencia, príncipe Aquiles —dijo el sacerdote Calcante en tono quedo a nuestras espaldas.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Aquiles evidentemente alterado ante aquellos ojos bizcos y rosados.
—Troya no puede caer sin que tú te halles presente, pues los oráculos así lo predicen.
Y tras estas palabras se alejó con su túnica de color púrpura resplandeciente de gemas y de oro. Ulises obraba bien al mantener algunas de sus actividades en secreto. Nuestro gran soberano apreciaba enormemente a aquel hombre, cuya residencia, contigua a la de él, era suntuosa y quien escogía libremente entre las mujeres que enviábamos de Aso. Diomedes me dijo que en una ocasión Idomeneo se irritó de tal modo cuando Calcante le arrebató a la mujer que a él le gustaba que expuso su caso ante el consejo y obligó a Agamenón a quitársela a Calcante y entregársela a su compañero de mando.
De modo que Aquiles marchó decepcionado de Troya. Y lo mismo le sucedió a Áyax. Ambos habían vagado por la ventilada llanura troyana confiando incitar a Héctor a salir, pero no se vieron indicios de él ni de las tropas troyanas.
Los años transcurrían inexorables, siempre iguales. Las naciones de Asia Menor se convertían lentamente en cenizas mientras los mercados de esclavos del mundo desbordaban de licios, carios, cilicios y demás. Nabucodonosor aceptaba todo cuanto le enviábamos a Babilonia, y el asirio Tiglat Pileser olvidó los vínculos troyano-hititas hasta el punto de aceptar miles de ellos. Descubrí que ningún país parecía contar jamás con suficientes esclavos y hacía ya mucho tiempo que no se obtenían resultados tan fructíferos como los de Aquiles.
Aparte de nuestras incursiones, la vida no siempre era apacible. Había ocasiones en que la madre de Aquiles lo atormentaba con su maldito hechizo día tras día; luego se ausentaba a cualquier otro lugar y lo dejaba tranquilo durante lunas y lunas. Pero yo había aprendido a hacerle más cómodos aquellos períodos y él había llegado a depender de mí para todas sus necesidades. ¿Y qué hay más consolador que el amado dependa de uno?
En una qcasión llegó una nave de Yolco portadora de mensajes de Peleo, Licomedes y Deidamía. Gracias al constante flujo de mercancías que cruzaban el Egeo procedentes de nuestros saqueos, nuestra patria prosperaba en gran manera. Mientras Asia Menor se desangraba mortalmente, Grecia se enriquecía. Según informaciones de Peleo, se habían congregado los primeros colonos en Atenas y Corinto.
Para Aquiles, la cuestión más importante de las noticias recibidas se refería a su hijo Neoptólemo, que alcanzaba rápidamente la virilidad. ¡Cómo pasaban los años! Deidamía le explicaba que el muchacho era casi tan alto como él y que demostraba iguales aptitudes para el combate y las armas. Aunque más salvaje, era inquieto por naturaleza y un conquistador de féminas, amén de poseer genio vivo y cierta tendencia a beber vino puro. Según Deidamía, en breve cumpliría los dieciséis años.
—Ordenaré a Deidamía y a Licomedes que envíen al muchacho junto a mi padre —dijo Aquiles tras despedir al mensajero—. Necesita que lo guíe un hombre experimentado.
Su rostro se contrajo al añadir:
—¡Oh Patroclo, qué hijos hubiéramos tenido Ingenia y yo!
Sí, aquello seguía torturándolo… Pensé que aún más que su madre y el hechizo.
Tardamos nueve años en acabar con Asia Menor. Al concluir el noveno verano no quedaba nada por hacer. Llegaban naves cargadas de colonos griegos a lugares como Colofón y Appasas, deseosos todos ellos de iniciar una nueva vida en un lugar nuevo. Unos cultivarían la tierra, otros se dedicarían al comercio, y algunos probablemente se internarían hacia el este y el norte. Ninguno se uniría a nosotros, que formábamos el núcleo del segundo ejército en Aso. Nuestra tarea había concluido, salvo efectuar en otoño un ataque a Lirneso, núcleo del reino de Dardania.
D
ardania era la ciudad de Asia Menor más próxima a Aso, pero la había dejado deliberadamente en paz durante los nueve años de nuestra campaña y había reducido a ruinas las ciudades costeras. En parte por tratarse de un territorio interior que compartía frontera con Troya y, por otra razón más sutil, puesto que deseaba infundir una falsa sensación de seguridad a los dárdanos, hacerles creer que su distancia del mar los hacía inviolables. Por añadidura, Dardania no confiaba en Troya. Mientras no los molestara, el viejo rey Anquises y su hijo Eneas se mantendrían distantes de nuestro enemigo.
Pero ahora todo iba a cambiar, pues nos disponíamos a invadir Dardania. En lugar de emprender el largo desplazamiento habitual, preparé a mis tropas para un viaje largo y difícil. Si Eneas esperaba algún ataque, supondría que rodearíamos la punta de la península por mar y que desembarcaríamos en la costa opuesta a la isla de Lesbos, desde donde llegar a Lirneso consistía en una simple marcha de quince leguas. Pero yo me proponía marchar directamente tierra adentro desde el mismo Aso, cruzar una zona desértica de casi un centenar de leguas que se extendía desde las laderas del monte Ida hasta el fértil valle donde se encontraba Lirneso.
Ulises me había cedido algunos expertos exploradores que espiaban desde nuestra línea de marcha; ellos nos informaron de que la zona contaba con espesos bosques, que por el camino había algunas granjas y que la estación estaba demasiado avanzada para encontrar pastores en nuestro camino. Sacamos de nuestro equipaje pieles y fuertes botas, porque las laderas de Ida ya estaban cubiertas de nieve a mitad de camino y era posible que nos sorprendiera alguna ventisca. Calculé que marcharíamos unas cuatro leguas diarias y que nos bastarían veinte días para tener el objetivo a la vista.
En la decimoquinta jornada, el viejo Fénix, mi almirante, tenía órdenes de desembarcar en el abandonado puerto de Adramiteo, el más próximo de la costa sin correr el peligro de encontrar oposición. Yo había arrasado la ciudad hasta sus cimientos a comienzos de aquel año… por segunda vez.
Avanzábamos en silencio y los días de marcha transcurrían sin incidentes. Entre las colinas nevadas no encontramos pastores que pudieran escapar a Lirneso para advertir de nuestra llegada. El tranquilo paisaje nos pertenecía en exclusiva y nuestro viaje era más fácil de lo que esperábamos. Llegamos a una distancia no detectable de la ciudad al decimosexto día. Ordené un alto y prohibí que se encendieran fuegos hasta que pudiera asegurarme de que no habíamos sido detectados.
Acostumbraba a realizar personalmente aquella última investigación, por lo que marché solo a pie desoyendo las protestas de Patroclo, que a veces me recordaba a una gallina clueca. ¿Por qué será que el amor engendra posesión y restringe drásticamente la libertad?
Apenas había avanzado tres leguas subí a una colina y me encontré con Lirneso a mis pies; se extendía por una vasta zona de terreno, con poderosas murallas y una ciudadela elevada. La examiné durante algún tiempo, combinando mi visión con lo que los agentes de Ulises me habían dicho. No, no sería un asalto fácil, pero tampoco la mitad de difícil que las ciudades de Esmirna o Tebas Hypoplakian.
Cedí a la tentación y descendí un trecho de la ladera disfrutando de que aquélla fuera la parte abrigada de la colina, por completo libre de nieve, y que el suelo aún permaneciera sorprendentemente cálido. ¡Me lamenté de mi error! Cuando aún me lo autorreprochaba estuve a punto de tropezar con él. El hombre rodó a un lado ágilmente, se levantó con rapidez, corrió hasta quedar lejos del alcance de una lanza y se detuvo a observarme. Me recordaba a Diomedes; tenía la misma expresión terrible y felina, y por sus ropas y su porte podía adivinarse que se trataba de un personaje de nobilísima cuna.
Tras haber escuchado y memorizado el catálogo de todos los dirigentes troyanos y aliados que Ulises nos había preparado y que circulaba entre los mensajeros, decidí que se trataba de Eneas.
—¡Soy Eneas y estoy desarmado! —exclamó.
—¡Lo siento, dárdano! ¡Yo soy Aquiles y voy armado!
Enarcó las cejas y sin parecer impresionado repuso:
—Decididamente hay ocasiones en la vida de un hombre prudente en que la discreción es más importante que el valor. ¡Nos encontraremos en Lirneso!
Como me constaba que yo era más rápido a pie que la mayoría, emprendí la persecución con ligereza pretendiendo agotarlo. Pero él era muy ágil y conocía la disposición del terreno, algo que yo ignoraba. De modo que me condujo entre matorrales espinosos y me dejó titubeando sobre un terreno plagado de hoyos producidos por zorros y conejos y, finalmente, hasta el amplio vado de un río que él cruzó como un rayo sobre piedras ocultas con gran familiaridad, mientras que yo tenía que detenerme en cada una de ellas y buscar la próxima. De modo que lo perdí de vista y me quedé maldiciendo mi propia estupidez. Sabedora de nuestro ataque inminente, Lirneso contaba con un día de ventaja.
Al despuntar el alba marché con agrio talante. Treinta mil hombres llegaron al valle de Lirneso y escalaron los muros de la ciudad como hormigas. Los acogió una lluvia de dardos y lanzas que detuvieron con sus escudos como les habían enseñado y salieron ilesos. Me sorprendió no encontrar demasiada resistencia tras la muralla y me pregunté si los dárdanos serían una raza de enclenques. Sin embargo, Eneas no me había parecido el cabecilla de un pueblo degenerado.
Echamos las escalerillas y, al frente de los mirmidones, alcancé el angosto paso superior de las murallas sin encontrarme con piedra alguna ni cántaros de aceite hirviendo. Apareció un grupito de defensores a quienes derribé con mi hacha sin necesidad de pedir refuerzos. A todo lo largo de la línea vencíamos con una facilidad realmente ridicula y no tardé en descubrir la razón: nuestros adversarios eran ancianos y muchachos.
Según descubrí, Eneas había regresado a la ciudad el día anterior y había convocado inmediatamente a sus soldados a las armas. Pero no tenía la intención de enfrentarse a nosotros, sino que había huido hacia Troya con su ejército.
—Al parecer, los dárdanos también cuentan con un Ulises en sus filas —le dije a Patroclo y a Áyax—. ¡Vaya zorro! Príamo tendrá veinte mil hombres más dirigidos por otro Ulises. Confiemos en que los prejuicios del anciano lo cieguen y no advierta lo que es Eneas.
L
irneso se extinguió, replegando sus alas y extendiendo su plumaje entre la desolación con un grito que era como los lamentos de todas las mujeres proferidos por una sola boca. Habíamos confiado a Eneas al cuidado de Afrodita, su madre inmortal, satisfechos de darle la oportunidad de salvar a nuestro ejército. Todos los ciudadanos habían convenido en que era lo único que podíamos hacer para que sobreviviera parte de Dardania y pudiera devolver el golpe a los griegos.
Los ancianos sacaron de sus cofres antiguas armaduras con sus nudosas manos, temblorosas por tal esfuerzo, y los muchachos se vistieron sus trajes infantiles con pálidos rostros, prendas que no habían sido destinadas a recibir el filo de las armas de bronce. Como era de esperar, todos encontraron la muerte. Las barbas venerables se empaparon de sangre dárdana, los gritos de guerra de los soldaditos se convirtieron en aterrados sollozos infantiles. Mi padre incluso me arrebató mi daga con lágrimas en los ojos mientras me explicaba que no podía dejármela para defenderme, pues era necesaria, al igual que todas las armas que se hallaran en poder de las mujeres.
Desde mi ventana contemplé impotente la destrucción de Lirneso, rogando a Artemisa, la compasiva hija de Leto, que disparara velozmente uno de sus dardos a mi corazón y detuviera su clamor antes de que los griegos me apresaran y me enviaran al mercado de esclavos de Hatusa o Nínive. Nuestra lastimosa defensa se vio en breve reducida hasta que tan sólo las murallas de la ciudadela me separaron de una masa rabiosa de guerreros con armaduras de bronce, más altos y rubios que los dárdanos; a partir de aquel momento imaginé a las hijas de Coré también altas y rubias. El único consuelo que tenía era que Eneas y el ejército se hallaban a salvo, al igual que nuestro querido y anciano rey Anquises, tan hermoso en su juventud que la diosa Afrodita se enamoró de él hasta el punto de darle un descendiente llamado Eneas, el cual, como buen hijo, se negó a abandonar a su padre. Como tampoco abandonó a su esposa Creusa ni a su hijito Ascanio.
Aunque no podía apartarme de la ventana, desde las habitaciones que tenía a mi espalda distinguí los sonidos de los que se preparaban para la batalla… Pisadas de ancianos, voces agudas que susurraban apremiantes. Mi padre se encontraba entre ellos. Sólo quedaban los sacerdotes orando ante los altares, quienes incluso, entre ellos mi tío Crises, gran sacerdote de Apolo, habían elegido abandonar su manto sagrado y vestir armadura. Según dijo mi tío, lucharía para proteger al Apolo asiático, que no era el mismo que el Apolo griego.
Acudieron con arietes para derribar las puertas de la ciudadela. El palacio se estremeció profundamente hasta sus entrañas y entre el estrépito ensordecedor creí oír el rugido del Agitador de la Tierra, un sonido de duelo. Porque Poseidón los apoyaba a ellos, no a nosotros. Debíamos ser ofrecidos como víctimas por el orgullo y desafío de Troya. Él no podía hacer otra cosa que demostrarnos su simpatía mientras prestaba sus fuerzas a los arietes griegos. La madera se redujo a astillas, los goznes se aflojaron y la puerta cedió con gran estrépito. Los griegos irrumpieron en el patio, dispuestas sus lanzas y espadas, implacables ante la patética oposición que les presentábamos, impulsados tan sólo por su ira hacia Eneas, que los había engañado.