¡Bien! Al parecer ya había acabado. Devolvió el bastón a Ulises, con lo que podía reanudarse el consejo. Pero no había concluido. En lugar de ello se embarcó en un nuevo discurso.
—¿Y qué me decís de Teseo? — exclamó—. ¡Tomad a Teseo como otro ejemplo! Le dominó la locura, no la falta de nobleza ni el olvido de lo que se debía al rey. Aunque también era un gran soberano, para mí siempre fue un hombre. O fíjate en tu padre, Diomedes. Tideo era el guerrero más valeroso de sus tiempos y murió ante las mismas murallas que tú tomaste una generación después, sin ver empañada su vida por el deshonor. Si yo hubiera sabido qué clase de hombres, que se autoconsideran reyes y herederos de coronas, se encontrarían en esta playa de Troya, jamás hubiera dejado mi arenosa Pilos, ni me hubiera embarcado en el mar oscuro como el vino. ¡Sirve más bebida, Patroclo! Quisiera seguir hablando, pero tengo la garganta seca.
Patroclo se levantó lentamente. Estaba más molesto que ninguno, visiblemente herido al ver cómo regañaban a Aquiles. El anciano rey de Pilos se tragó el vino no aguado sin pestañear, se relamió y ocupó un puesto que estaba vacante junto a Agamenón.
—Me propongo robarte el éxito, Ulises. No pretendo ofenderte al hacerlo así, pero al parecer es necesario que un anciano mantenga a estos jóvenes insolentes en su lugar —dijo.
—¡Adelante, señor! —repuso Ulises sonriente—. Expones la situación tan bien o acaso mejor que yo.
Entonces comencé a olerme que había algo sospechoso. Los dos llevaban varios días cuchicheando. ¿Habrían tramado aquello de antemano?
—Lo dudo —repuso Néstor chispeantes los azules ojos—. Pese a tu juventud tienes la cabeza inmejorablemente sentada sobre los hombros. Seguiré en mi puesto, olvidaré las alusiones personales y me atendré a los hechos. Debemos abordar este asunto sin arrebatos, comprenderlo sin confusiones ni errores. Ante todo, lo hecho, hecho está. Lo pasado debe mantenerse en el pasado, no arrastrarlo para atizar resentimientos.
Se adelantó en su asiento y prosiguió:
—Pensad en esto: contamos con un ejército de más de cien mil efectivos, entre combatientes y no combatientes, instalado a unas tres leguas de las murallas de Troya. Entre los elementos no bélicos disponemos de cocineros, esclavos, marinos, armeros, mozos de cuadras, carpinteros, albañiles e ingenieros. Considero que si la expedición hubiera estado tan mal planeada como el príncipe Aquiles trata de demostrar, no contaríamos con personal especializado. Perfecto, eso no es preciso discutirlo. También tenemos que considerar el factor tiempo. Nuestro digno sacerdote Calcante habló de diez años y personalmente me inclino a creerlo. ¡No estamos aquí para derrotar a una ciudad sino a muchas naciones! Naciones que se extienden desde Troya hasta Cilicia. Una tarea de tal magnitud no puede realizarse en un abrir y cerrar de ojos. Aunque derribáramos las murallas de Troya, no habríamos acabado.
¿Acaso somos piratas o bandidos? Si lo fuéramos, asaltaríamos una ciudad y regresaríamos a nuestros hogares con el botín. Pero no es ése el caso. ¡No podemos detenernos en Troya! ¡Tenemos que seguir adelante y derrotar a Dardania, Misia, Lidia, Caria, Licia y Cilicia!
Aquiles observaba absorto a Néstor, como si no lo hubiera visto en su vida. Al igual que, según advertí, hacía Agamenón.
—¿Qué sucedería si dividiéramos nuestro ejército por la mitad? —prosiguió Néstor con aire pensativo—. ¿Si dejáramos una parte apostada ante Troya y destinásemos la otra como delegación activa? Las fuerzas estacionadas ante Troya contendrían a la ciudad, con efectivos por lo menos suficientes a cualquier ejército que Príamo pudiera enviar contra nosotros. La segunda fuerza vagaría arriba y abajo de la costa de Asia Menor atacando, saqueando e incendiando todas las colonias entre Adramiteo y Cilicia, con lo que diezmaría, asolaría, tomaría esclavos, saquearía ciudades y devastaría terrenos. Y siempre aparecería de manera inesperada. De ese modo se alcanzarían dos fines: mantener a ambas partes de nuestro ejército sobradamente abastecidas de alimentos y otros artículos de primera necesidad, tal vez incluso de lujos, y someter a los aliados de Troya en Asia Menor a un estado de temor continuo que haría que jamás enviaran ayuda alguna a Príamo. En ningún lugar a lo largo de la costa existen suficientes concentraciones de gente capaces de enfrentarse a un ejército importante y bien dirigido. Pero dudo muchísimo que ninguno de los reyes de Asia Menor se aventure a abandonar sus propios países a fin de reunirse en Troya.
¡Era indudable que aquella pareja lo había tramado todo previamente! Las palabras surgían a raudales de la boca de Néstor como el jarabe de un pastel. Ulises permanecía sonriente en su silla, satisfecho y mostrando una absoluta aprobación, y Néstor se encontraba en su elemento.
—La mitad del ejército que permaneciese ante Troya evitaría que los troyanos efectuasen ningún ataque a nuestro campamento ni a nuestras naves —reanudó Néstor su discurso—. Lo que menguaría notablemente la moral dentro de la ciudad. Para las mentes de sus habitantes, debemos convertir los muros protectores en una prisión. Sin entrar en detalles, existen medios para poder influir en la mentalidad troyana, desde la Ciudadela hasta el más ínfimo tugurio. Os doy mi palabra de que es así. Es esencial tener arte para ello, pero contando con Ulises no nos faltará.
Suspiró, se removió en su asiento y pidió más vino, pero en esta ocasión, cuando Patroclo efectuó la ronda, lo hizo con creciente respeto hacia el anciano rey de Pilos.
—Si decidimos proseguir esta guerra —dijo Néstor—, obtendremos múltiples compensaciones. Troya es más rica de cuanto podamos imaginar. El fruto del pillaje enriquecerá a nuestras naciones y también a todos nosotros. Aquiles no se equivocaba en ello. Os recuerdo que Agamenón siempre previo la ventaja de aplastar a los aliados de Asia Menor. Si lo hacemos así, estaremos en libertad de colonizar, de reasentar a nuestros pueblos entre mayor abundancia de la que actualmente disfrutan en Grecia. — Redujo su tono de voz pero aumentó su intensidad—: Y lo más importante de todo, el Helesponto y el Ponto Euxino serán nuestros. Podremos colonizar también el Ponto Euxino. Dispondremos de todo el estaño y el cobre que necesitemos para fabricar bronce. Tendremos el oro de los escitas, esmeraldas, zafiros, rubíes, plata, lana, trigo, cebada, electrón y otros metales, otros alimentos, otras mercancías. ¿No os parece una perspectiva apasionante?
Nos rebullimos en los asientos, sonrientes, mientras Agamenón se recuperaba de manera visible.
—Los muros de Troya deben quedar aislados por completo —prosiguió el anciano con firmeza—. La mitad del ejército que permanezca aquí deberá realizar una función de pura hostigación, mantener a los troyanos inquietos y conformarse con pequeñas escaramuzas. Disponemos de un excelente campamento, no veo necesidad alguna de trasladarnos a otro lugar. ¿Cómo se llaman esos dos ríos, Ulises?
—El mayor, de aguas amarillas, es el Escamandro —repuso Ulises con viveza—. Llega contaminado por las aguas residuales troyanas, razón por la cual está prohibido bañarse en él o beber de sus aguas. El menor, de aguas puras, es el Simois.
—Gracias. Por consiguiente, nuestra primera tarea consistirá en levantar un muro defensivo desde el Escamandro hasta el Simois, de aproximadamente media legua desde la laguna y que deberá tener por lo menos quince codos de altura. En el exterior pondremos una empalizada de estacas puntiagudas y cavaremos una zanja de quince codos de profundidad con estacas más afiladas en su fondo. Esto mantendrá ocupada a la mitad del ejército que quede ante Troya durante el próximo invierno… y a los hombres calientes y en acción.
De pronto se interrumpió y le hizo señas a Ulises.
—Ya he concluido. Prosigue, Ulises.
¡Desde luego que estaban confabulados! Ulises reanudó la exposición como si él mismo acabara de interrumpirla.
—Ningún elemento de las tropas debe permanecer inactivo ni un instante, de modo que ambas partes del ejército efectuarán turnos de las tareas, seis meses ante Troya y seis meses atacando arriba y abajo de la costa. Esto los mantendrá a todos en condiciones. Hago mucho hincapié en que debemos crear y mantener la impresión de que nos proponemos permanecer en esta parte del Egeo eternamente si es necesario —añadió—. Sean troyanos o licios, deseo que los estados de Asia Menor desesperen, se desmoralicen y vayan perdiendo las esperanzas a medida que transcurran los años. La parte móvil de nuestro ejército sangrará mortalmente a Príamo y a sus aliados. Su oro acabará en nuestros cofres. Calculo que tardaremos dos años en infiltrarles el mensaje, pero así será. Así debe ser.
—De ello se deduce que los delegados activos de la mitad del ejército no vivirán aquí, ¿no es eso? —intervino Aquiles con tono y modales muy corteses.
—No, dispondrán de su propio cuartel general —le respondió Ulises muy complacido ante su cortesía—. Más al sur, tal vez en el lugar en que Dardania linda con Misia. Por aquellos lugares existe un puerto llamado Aso. Yo no lo he visto, pero Télefo dice que es adecuado para tal fin. El botín de guerra de la costa se traerá aquí, así como los alimentos y otros elementos. Entre Aso y esta playa operará continuamente una línea de suministro que navegará próxima a la costa para mayor seguridad, haga el tiempo que haga. Fénix es el único marino experto entre la alta nobleza, por lo que sugiero que él se encargue de esa línea de suministro. Me consta que le prometió a Peleo que permanecería con Aquiles, pero puede ser muy útil en esta función.
Se interrumpió un momento para pasear su mirada por los rostros de todos aquellos que lo observaban.
—Concluiré recordando a todos cuantos os encontráis aquí la predicción de Calcante de que la guerra duraría diez años. Creo que no podrá concluir antes. Y eso tenéis que pensar todos; que permaneceremos diez años lejos de nuestros hogares, diez años durante los cuales nuestros hijos crecerán y nuestras mujeres tendrán que gobernar. La patria está muy lejos y nuestra labor aquí es demasiado exigente para permitirnos visitar Grecia. Diez años es mucho tiempo.
Se inclinó ante Agamenón y le dijo:
—Señor, el plan que Néstor y yo hemos esbozado sólo será válido con tu aprobación. Si no lo autorizas, Néstor y yo no seguiremos hablando. Como siempre, somos tus servidores.
Diez años lejos del hogar, diez años de exilio. ¿Valía ese precio la conquista de Asia Menor? Yo, personalmente, lo ignoraba. Pensé que si no hubiera sido por Ulises, hubiera zarpado hacia mi patria al día siguiente. Pero como era evidente que él había decidido quedarse, no llegué a expresar mis más íntimos deseos.
—Así sea —intervino Agamenón con un suspiro—. Diez años. Creo que la empresa lo vale. Tenemos mucho que ganar. Sin embargo, delegaré mi decisión al voto. Supongo que lo deseáis tanto como yo.
Se levantó y se dirigió a todos nosotros.
—Os recuerdo que casi todos cuantos estáis aquí sois reyes o herederos de trono. En Grecia hemos basado nuestro concepto de soberanía en el favor de los dioses del cielo. Desechamos el yugo del matriarcado cuando sustituimos la Antigua Religión por la Nueva. Pero mientras los hombres gobiernen deben consultar a los dioses en busca de apoyo, porque los hombres no tienen pruebas de fertilidad, ni íntima asociación con los niños ni con las cosas de la madre Tierra. Respondemos a nuestro pueblo de un modo diferente que cuando nos regíamos por la Antigua Religión. Entonces éramos víctimas propicias, criaturas desventuradas que la reina ofrecía para apaciguar a la Madre cuando fallaban las cosechas, se perdían las guerras o se abatía sobre nosotros alguna terrible plaga. La Nueva Religión ha liberado a los hombres de ese sino y nos ha elevado a la debida soberanía. Respondemos directamente por nuestro pueblo. Por consiguiente, yo estoy a favor de esta poderosa empresa que será la salvación de nuestros países y difundirá nuestras costumbres y tradiciones por doquier. Si regresara ahora a mi hogar, me humillaría ante mis subditos y debería admitir la derrota. ¿Cómo resistirme entonces si el pueblo, al compartir mi humillación, decidiera retornar a la Antigua Religión, sacrificarme y coronar a mi esposa?
Se arrellanó en su asiento y apoyó sus blancas y bien formadas manos en sus rodillas cubiertas de púrpura.
—Aguardaré el voto. Si alguien desea retirarse y volver a Grecia, que levante la mano.
Nadie movió los brazos. Todos permanecimos inmóviles.
—Así sea: nos quedaremos. Ulises, Néstor, ¿tenéis alguna otra sugerencia?
—No, señor —dijo Ulises.
—No, señor —repitió Néstor.
—¿Y tú, Idomeneo?
—Me considero satisfecho, Agamenón.
—Entonces será mejor que entremos en detalles. Patroclo, puesto que has sido designado nuestro copero, ve y encarga alimentos.
—¿Cómo dividirás el ejército, señor? —inquirió Meriones.
—Como se ha sugerido, mediante una rotación de contingentes. Sin embargo, debo añadir alguna condición. Pienso que el segundo ejército debería contar con un núcleo consistente de hombres permanentes, hombres que siguieran en él durante el transcurso de la guerra. Algunos de los que os encontráis en esta sala sois jóvenes muy prometedores y os irritaría instalaros ante Troya con carácter permanente. Yo debo permanecer aquí de modo constante, así como Idomeneo, Ulises, Néstor, Diomedes, Menesteo y Palamedes. En cuanto a Aquiles, los dos Áyax, Teucro y Meriones sois jóvenes. A vosotros os confío el segundo ejército. El alto mando recaerá en Aquiles. Aquiles, tú responderás ante mí o ante Ulises. Todas las decisiones sobre el servicio activo o relativas a Aso serán de tu competencia, por mayores que sean los hombres que, procedentes de Troya, realicen su servicio bianual. ¿Está claro? ¿Deseas asumir el alto mando?
Aquiles se levantó temblando. Le brillaban poderosamente los ojos, dorados y firmes como el sol de Helio.
—Juro por todos los dioses que nunca tendrás motivos para lamentar la confianza que depositas en mí, señor —dijo.
—Entonces, así te lo confío, hijo de Peleo, y escoge a tus lugartenientes —dijo Agamenón.
Con aire dubitativo, miré a Ulises, que, a su vez, enarcó una ceja y le centellearon los ojos. ¡Aguardaría a encontrarlo a solas! Como siempre, urdiendo y tramando.
A
gamenón erigió una ciudad piedra a piedra a la sombra de Troya. Cada día cuando me asomaba a mi balcón, al otro lado de las murallas, veía cómo los griegos instalados en la playa del Helesponto se afanaban como hormigas en la distancia, empujando cantos rodados y amontonando troncos de poderosos árboles para formar un muro que se extendía desde el radiante Simois hasta el turbio Escamandro. Tras la playa proliferaban las casas, altos barracones destinados a albergar a los soldados en invierno y almacenes de grano para conservar el trigo y la cebada a salvo de los ratones y de las inclemencias del tiempo.