Grité y al despertarme aún gritando me encontré sujeto por una docena de mirmidones. Me liberé de ellos con impaciencia y marché dando traspiés entre las naves. Los hombres, agitados, se preguntaban entre sí de dónde procedían aquellos espantosos gritos. La luz gris del amanecer me mostraba el camino.
El viento de la noche había tirado el sudario al suelo. Los mirmidones que formaban su guardia de honor no se atrevían a aproximarse para recogerlo. De modo que cuando entré tambaleándome en la plaza vi al propio Patroclo. Dormía, soñaba. Tan tranquilo, tan bondadoso: un doble. Acababa de ver al verdadero Patroclo y había oído por sus propios labios que nunca me perdonaría. El corazón que me había entregado tan generosamente desde las fechas de nuestra adolescencia compartida era tan frío y duro como el mármol. ¿Por qué entonces el rostro de su doble era tan tierno, tan dulce? ¿Podía pertenecer aquel rostro a la sombra que obsesionaba mis sueños? ¿Cambiamos tanto los hombres con la muerte?
Mis pies rozaron algo frío. Me estremecí de manera incontenible al ver a Héctor tendido tal como lo había dejado la noche anterior, con las piernas retorcidas como si estuvieran rotas, la boca y los ojos completamente abiertos. Su inerte y blanca carne mostraba los rosados labios de una docena de heridas, y la del cuello boqueaba como la branquia de un pez.
Me volví mientras los mirmidones llegaban de todas direcciones, despiertos al oír gritar a su jefe como un demente. Al frente de ellos se encontraba Automedonte.
—¡Es hora de enterrarlo, Aquiles!
—Más que sobrada.
Transportamos a Patroclo por las aguas del Escamandro en una balsa y luego anduvimos con nuestros equipos de combate con su cadáver sobre su escudo en los hombros, en medio de todos nosotros. Yo me encontraba tras el escudo y sostenía su cabeza con mi diestra, como su principal doliente, y todo el ejército salpicaba las rocas y la playa en dos leguas a la redonda para presenciar cómo los mirmidones lo depositaban en su tumba.
Introdujimos a Patroclo en una caverna con forma de voladizo y lo tendimos cuidadosamente en un carro fúnebre de marfil, vestido con la armadura que había llevado hasta su muerte, cubierto su cuerpo con nuestros rizos y acompañado de sus lanzas y de todas sus pertenencias personales, colocadas sobre trípodes de oro junto a los muros pintados. Miré hacia el techo preguntándome cuánto tardaría yo en yacer allí. Según los oráculos, no faltaba mucho.
El sacerdote ajustó la máscara de oro en su rostro, ató las correas bajo su cabeza, dispuso sus enguantadas manos sobre sus muslos y cruzó sus dedos sobre la espada. Salmodiaron los cánticos rituales y vertieron libaciones en el suelo. Entonces, uno tras otro, los doce jóvenes troyanos fueron depositados sobre una enorme copa de oro colocada sobre un trípode al pie del carro fúnebre, y fueron degollados. Sellamos la entrada de la tumba y regresamos al campamento, al terreno destinado a las asambleas, frente a la casa de Agamenón, donde se celebraban asimismo los juegos fúnebres. Yo preparé los premios y llevé a cabo el triste acto de entrega a los ganadores y, acto seguido, mientras los demás celebraban el banquete, regresé solo a mi casa.
Héctor yacía ahora entre el polvo ante mi puerta; lo habían trasladado allí cuando nos llevamos a Patroclo de sus andas.
El recuerdo de aquel espectro de mis sueños me había impulsado a enterrarlo con Patroclo como un perro callejero a los pies de un héroe, pero no pude hacerlo. Quebranté el juramento hecho a mi viejo y querido amigo —¡a mi amante!— y en lugar de ello me quedé con Héctor. Patroclo ya podía pagar el precio del barquero: doce jóvenes nobles troyanos eran más que suficiente.
Di unas palmadas y acudieron corriendo las sirvientas. — ¡Traed agua caliente, aceites para ungir y que venga el jefe de los embalsamadores! ¡Que preparen al príncipe Héctor para ser enterrado!
Lo trasladé a un pequeño almacén próximo y lo tendí sobre una losa de piedra a una altura adecuada para que las mujeres lo atendieran. Pero yo mismo le enderecé las piernas y con mis propias manos le cerré los ojos, que volvieron a abrirse muy lentamente, sin ver. Era espantoso contemplar el inanimado cuerpo de Héctor, me hacía pensar en mí mismo. Briseida me aguardaba inclinada en su asiento. Me miró, mas permanecimos un rato en silencio. Luego me dijo con voz neutra:
—Te he preparado un baño y comida y vino para después. Voy a encender las lámparas, ya ha anochecido.
¡Ah, si el agua tuviera el poder de arrastrar consigo las manchas de mi espíritu! Mi cuerpo estaba de nuevo limpio, pero no mi alma.
Briseida se sentó en el diván contiguo mientras yo jugueteaba con los alimentos y saciaba mi sed. Me sentía como si hubiera estado corriendo como un loco desde hacía años. Entonces ella utilizó aquella misma palabra. — ¿Por qué te comportas como si estuvieras loco, Aquiles? — me dijo—. El mundo no va a acabarse porque Patroclo haya muerto. Aún viven otras personas que te quieren tanto como él: Automedonte, los mirmidones, yo misma. — Vete —le dije; me sentía agotado.
—Cuando haya acabado de hablar. Sánate del único modo posible, Aquiles. Deja de complacer a Patroclo y devuelve a Héctor a su padre. No soy celosa, nunca lo he sido. Que Patroclo y tú fuerais amantes no me afectó personalmente ni a mi lugar en vuestra vida. Pero él sí era celoso y ello pervertía su personalidad. Creías que te consideraba traidor a tus ideales, pero para Patroclo la verdadera traición consistía en tu amor hacia mí. Ahí es donde comenzó todo. Después de eso nada de lo que hiciste era correcto por lo que a él se refería. No lo condeno, me limito a exponer la realidad. Él te quería y se sintió traicionado en su amor cuando me amaste. Y si pudiste hacerlo así, no eras la persona que él imaginaba. Era necesario que encontrara fallos. Tenía que alimentar su propia sensación de agravio.
—No sabes lo que dices —le respondí.
—Sí lo sé. Mas no deseaba hablarte de Patroclo sino de Héctor. ¿Cómo puedes comportarte de este modo con un hombre que se enfrentó a ti con tanto valor y que murió con tal dignidad? ¡Devuélveselo a su padre! No es el auténtico Patroclo quien te obsesiona sino aquel que has evocado para enloquecerte. ¡Olvídalo! Al final no se comportó como un verdadero amigo.
Entonces le propiné un bofetón que le volvió la cabeza y la tiró al suelo. La recogí horrorizado, la tendí y comprobé que se movía y gemía. Me desplomé en una silla y apoyé la cabeza en sus manos. Incluso Briseida era víctima de esa locura, pues de eso se trataba. ¿Pero cómo curarla? ¿Cómo desterrar a mi madre?
Sentí que me asían de las piernas y que tiraban débilmente del borde de mi faldellín. Levanté la cabeza horrorizado para ver al nuevo visitante que acudía a atormentarme y me sorprendió encontrarme con un hombre muy anciano de cabellos blancos y rostro contraído: era Príamo. No podía ser otro. Aparté los codos de las rodillas y él me cogió las manos y me las besó repetidamente vertiendo sus lágrimas en la misma piel en la que había vertido su sangre Héctor.
—¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo! ¡No alimentes a tus perros con él! ¡No lo dejes solo y sin purificar! ¡No le niegues un duelo adecuado! ¡Devuélvemelo!
Miré a Briseida, que estaba erguida en su asiento con los ojos llenos de lágrimas contenidas.
—Siéntate, señor —le dije al tiempo que lo ayudaba a levantarse y lo acomodaba en mi silla—. Un rey no debería rogar. ¡Siéntate!
En aquel momento apareció Automedonte en la puerta.
—¿Cómo llegó hasta aquí? —le pregunté.
—En un carro tirado por mulas y guiado por un muchacho idiota, y lo digo literalmente. Una pobre criatura que murmuraba incoherencias. El ejército aún celebra el festín y el guardián del paso superior es mirmidón. El anciano le dijo que tenía que tratar algo contigo. Puesto que el carro estaba vacío y nadie iba armado, los dejó pasar.
—Trae fuego, Automedonte, y que no se te escape una palabra de su presencia aquí. Transmítele esta orden al guardián y exprésale mi reconocimiento.
Mientras aguardaba el fuego —hacía frío— aproximé una silla junto a la suya y le froté las nudosas manos, que tenía heladas, para calentárselas.
—Hacía falta valor para venir aquí, señor.
—No, ninguno.
Fijó en los míos sus legañosos ojos negros y prosiguió:
—En otros tiempos goberné un reino feliz y próspero, pero luego obré erróneamente. El mal estuvo en mí. En mí… Vosotros los griegos fuisteis enviados para castigarme por mi orgullo, por mi ceguera.
Le temblaban los labios, la humedad de sus ojos los hacía brillar.
—No requirió ni un ápice de valor venir aquí. Héctor era el precio final.
—El precio final será la caída de Troya —dije sin poder contenerme.
—Tal vez la caída de mi dinastía, pero no de la ciudad. Troya es más grande que eso, incluso ahora.
—La ciudad de Troya caerá.
—Bien, en eso me permito diferir, pero confío en que no caigan las razones de mi venida. ¡Concédeme el cadáver de mi hijo, príncipe Aquiles! ¡Pagaré por él un rescate adecuado!
—No necesito ningún rescate, rey Príamo. Llévatelo a tu casa —le dije.
El hombre se arrodilló por segunda vez para besarme las manos. Sentí un escalofrío. Hice una señal a Briseida y me liberé de él.
—Siéntate, señor, y comparte el pan conmigo mientras preparan a Héctor. Briseida, cuida de nuestro huésped.
Mientras hablaba con Automedonte en el exterior recordé algo.
—El tahalí de Áyax pertenecía a Héctor, pero la armadura no. Búscala y deposítala en el carro con él, Automedonte.
Al regresar encontré que Príamo, ya recuperado, charlaba animadamente con Briseida en uno de los desconcertantes cambios de humor característicos de los ancianos. El hombre le preguntaba cómo era que vivía conmigo si había nacido en la casa de Dárdanos.
—Estoy satisfecha, señor —decía ella—. Aquiles es un buen hombre y de noble cuna.
Se adelantó hacia él y le interrogó:
—¿Por qué él cree que debe morir pronto, señor?
—Los destinos de Héctor y el suyo están unidos —repuso el soberano—. Así lo dicen los oráculos.
Como es natural, al verme abandonaron el tema. Entonces cenamos y descubrí que estaba hambriento, pero me esforcé por seguir el ritmo de Príamo y apenas caté el vino.
Después lo acompañé hasta su carro, en el que yacía el cadáver de su hijo cubierto con una sábana. Príamo no miró bajo las ropas, sino que se sentó junto al muchacho idiota y emprendieron la marcha. Iba tan erguido y orgulloso como si viajase en un carro de oro macizo.
Briseida me aguardaba con los cabellos sueltos y cubierta con una amplia túnica. Me dirigí a nuestro lecho mientras ella se entretenía apagando las lámparas.
—¿Tan cansado estás que no puedes desnudarte?
Me desabrochó el collar y el cinturón, me quitó el faldellín y lo dejó todo en el suelo, donde había caído. Estaba agotado, apoyé la cabeza sobre los brazos y yací acurrucado mientras ella se instalaba a mi lado, se inclinaba sobre mí y encajaba sus puños en mis axilas. Le sonreí, de pronto me sentía tan ligero y dichoso como una criatura.
—No tengo fuerzas siquiera para tirarte de los cabellos —le dije.
—Entonces yace tranquilo y trata de dormir. Estoy aquí.
—Me siento demasiado cansado para dormir.
—Pues descansa, estaré a tu lado.
—¿Me prometes que no me dejarás hasta el final, Briseida?
—¿El final?
Su risa había desaparecido, inclinó su rostro sobre el mío y apenas distinguí sus ojos porque sólo quedaba una lámpara encendida y se encontraba en el extremo más alejado de la habitación. Con enorme esfuerzo alcé los brazos y cogí su cabeza entre las manos, sosteniendo su frágil cráneo tal como había sujetado el de Héctor y atrayéndola hacia mí.
—He oído lo que te preguntaba Príamo y también su respuesta. Sabes a qué me refiero, Briseida.
—¡Me niego a creerlo! —exclamó.
—Hay cosas que se le exigen a un hombre cuando nace y se le anuncian. No se trató de mi padre, fue cosa de mi madre. Venir a Troya significaba que aquí encontraría la muerte, y ahora que Héctor ya no existe Troya debe caer. Mi muerte es el precio de esa victoria.
—¡No me dejes, Aquiles!
—Lo daría todo por quedarme, pero es imposible.
La joven permaneció inmóvil largo rato, la mirada fija en la diminuta llama que chisporroteaba en la concha de la lámpara, con respiración rítmica y pausada. Luego dijo:
—Esta noche, antes de verme, has ordenado que prepararan a Héctor para ser enterrado.
—Sí.
—¿Por qué no me informaste? Siendo así, no habría dicho ciertas cosas.
—Tal vez era necesario decirlas, Briseida. Te pegué y un hombre nunca debe golpear a una mujer ni a un niño, a ningún ser débil. Cuando los hombres abandonaron la Antigua Religión fue parte del trato por el que los dioses les dieron derecho a gobernar.
—No me pegaste a mí sino a tu demonio —repuso ella sonriente—, y al golpearme lo expulsaste de tu interior. El resto de tu vida te pertenece a ti, no a Patroclo, y me alegro de ello.
Sentí que el cansancio me abandonaba y me apoyé en un codo para contemplarla. La lamparita hubiera sido amable con cualquier mujer, pero como ella no tenía tacha alguna, le confería el aura de una diosa, bruñía su blanco cutis con una tenue tonalidad dorada, enriquecía los destellos cobrizos de sus cabellos y daba brillos de ámbar líquido a sus ojos. Vacilante, le pasé los dedos por la mejilla y seguí una línea hasta su boca, hinchada por el impacto de mi mano. Su garganta formaba un hueco en la sombra, sus senos me enloquecieron y sus piececitos fueron el fin de mi mundo.
Y, puesto que por fin había reconocido cuán intensamente la necesitaba, encontré en ella cosas que superaban mis sueños. Si en el pasado había intentado conscientemente complacerla, ahora sólo pensaba en ella como una extensión de mi propio ser. Descubrí que lloraba, sus cabellos estaban mojados bajo mi rostro, sus manos se relajaron y buscaron inseguras las mías para estrecharlas en doloroso consuelo, sus manos en las mías sobre nuestras cabezas en la almohada que compartíamos.
Así fue como Héctor residió de nuevo en el palacio de sus antepasados, pero en esta ocasión sin saberlo. Por medio de Ulises nos enteramos de que Príamo había hecho caso omiso del orden sucesorio entre sus restantes hijos y que había escogido al jovencísimo Troilo como nuevo heredero. Según algunos troyanos, ni siquiera alcanzaba la edad del consentimiento; un término que nosotros desconocíamos y que no utilizábamos, pero que, al parecer, según Ulises, constituía el concepto troyano de madurez.