—Aterradora no es la palabra exacta —contesté—. Es verdad que la pobreza me afecta.
—¡Ah, sí! La pobreza —dijo Chatterjee, y sonrió como si la palabra tuviera profundas connotaciones irónicas—. Desde luego aquí hay mucha pobreza. Mucha miseria, según los parámetros occidentales. Ello debe ofender el espíritu americano, teniendo en cuenta que Estados Unidos se ha esforzado repetida y denodadamente por eliminar la pobreza. ¿Cómo lo expresaba su ex presidente Johnson? ¿Declarar la guerra a la pobreza? Cabría pensar que su guerra de Vietnam le había satisfecho.
—La guerra contra la pobreza es otra de las guerras que hemos perdido —repuse—. Estados Unidos sigue teniendo su cuota de pobreza.
Dejé sobre la mesa el vaso vacío y al punto surgió junto a mí un sirviente para escanciar más escocés.
—Sí, sí, pero estamos hablando de Calcuta. Uno de nuestros mejores poetas se ha referido a Calcuta como una «cucaracha de ciudad medio aplastada». Otro de nuestros escritores ha comparado a nuestra ciudad con una cortesana entrada en años y moribunda, rodeada de tanques de oxígeno y mondas de naranja putrefactas.
—Yo diría, señor Chatterjee, que ésas son unas metáforas excesivamente duras.
—¿Es su marido siempre tan circunspecto, señora Luczak? —preguntó Chatterjee sonriéndonos por encima de su vaso—. No, no. No deben temer que me sienta ofendido. Estoy acostumbrado a los americanos y a su reacción frente a nuestra ciudad. Reaccionan de una de estas dos maneras: encuentran Calcuta exótica y se concentran tan sólo en sus placeres turísticos o al punto se sienten horrorizados, se retraen y tratan de olvidar lo que han visto y no han comprendido. Sí, sí, la psique americana, cuando se enfrenta a la India, es tan predecible como el estéril y vulnerable sistema digestivo americano.
Miré a la señora Chatterjee, que hacía saltar sobre su falda a Victoria y parecía no escuchar las palabras de su marido. En el mismo instante Amrita me miró y lo tomé como una advertencia. Sonreí para dejar claro que no iba a entrar en la discusión.
—Es posible que tenga razón —dije—. Aunque yo nunca alardearía de comprender la «psique americana» o la «psique india», si es que existen tales cosas. Las primeras impresiones son, de manera inevitable, superficiales. Me doy cuenta de ello. Hace mucho tiempo que siento admiración por la cultura india, incluso antes de conocer a Amrita, y desde luego ella ha compartido parte de su belleza conmigo. Pero admito que Calcuta es algo intimidante. Parece que haya algo único... único y perturbador en los problemas urbanos de Calcuta. Tal vez ello sólo resida en el grado. Amigos míos me han dicho que la ciudad de Méjico, pese a su gran belleza, sufre el mismo problema.
Chatterjee asintió, sonrió y dejó el vaso sobre la mesa. Extendió los dedos y me miró como un profesor mira a un alumno con quien no sabe si puede valer o no la pena perder más tiempo.
—No ha viajado demasiado, ¿verdad, señor Luczak?
—En realidad no. Hace algunos años recorrí Europa con la mochila a la espalda. Pasé algún tiempo en Tánger.
—Pero no por Asia.
—No.
Chatterjee dejó caer las manos como si ese extremo hubiera quedado bien claro. Pero la lección no había terminado. Chascó los dedos, dio una orden y un instante después apareció el sirviente con un delgado libro azul del que no pude leer el título.
—Por favor, señor Luczak, dígame si considera justa y razonable esta descripción de Calcuta —dijo Chatterjee. A renglón seguido empezó a leer en voz alta:
... una masa densa de casas tan viejas
que sólo parece que vayan a caer,
a través de las cuales senderos angostos y tortuosos
trazan curvas y serpentean. Aquí no hay intimidad,
y quienquiera que se aventure por esta región
encuentra las calles, así por cortesía llamadas,
atestadas de haraganes y ve, a través de las
ventanas en parte acristaladas, habitaciones
atestadas hasta la sofocación... los albañales
estancados... la porquería ahogando las oscuras
cañerías... los muros descoloridos manchados
de hollín y las puertas con sus bisagras
descolgadas... y los niños bullendo por todas
partes, aliviando sus cuerpos a placer.
Calló, cerró el libro y enarcó las cejas con un cortés gesto interrogante.
Por mi parte no había hecho la menor objeción sobre seguir actuando como el hombre en posesión de la verdad, si tal era el deseo de nuestro anfitrión.
—Tiene sus puntos relevantes —señalé.
—Sí. —Chatterjee sonrió enarbolando el libro—. Esto es una descripción de Londres, señor Luczak, escrita en los años cincuenta del siglo pasado. Hay que tener en cuenta al hecho de que, en la actualidad, India se está embarcando en la aventura de su propia revolución industrial. El desplazamiento y confusión que tanto le escandalizan, no, no lo niegue, son consecuencias ineludibles de esa revolución. Tiene suerte, señor Luczak, de que su propia cultura haya rebasado ese punto.
Hice un gesto de asentimiento, conteniendo el impulso de contestarle que la descripción que había leído podría muy bien aplicarse al barrio en que yo creciera en Southside de Chicago. Aun así tuve la impresión de que merecía la pena hacer un esfuerzo más para aclarar mis sentimientos.
—Es una gran verdad, señor Chatterjee. Valoro lo que dice. Yo pensaba algo parecido mientras venía hacia aquí y usted ha clarificado el asunto a la perfección. Pero he de decir que durante el breve período que hemos pasado aquí, he tenido la sensación de algo... de algo diferente con referencia a Calcuta. No estoy seguro de lo que pueda ser. Una extraña sensación de... diría que de violencia. Una sensación de violencia hirviendo bajo la superficie.
—¿O acaso de demencia? —preguntó Chatterjee con tono neutro.
No dije palabra.
—Muchos de los llamados comentaristas en nuestra ciudad, señor Luczak, insisten sobre esa supuesta sensación de intensa violencia. ¿Ve aquella calle? Sí, ésa de allí.
Seguí la dirección del dedo con el que señalaba. Una carreta de bueyes avanzaba lentamente por la calle lateral, por lo demás desierta. Salvo por la paciente carreta y las higueras de Bengala con sus troncos múltiples, el escenario podía ser el de un viejo barrio medio abandonado de cualquier ciudad americana.
—Sí, la veo.
—Hace algunos años me encontraba desayunando aquí —prosiguió— y presencié el asesinato de toda una familia en esa calle. No, asesinato no es la palabra correcta. Carnicería, señor Luczak, carnicería. Allí. Allí mismo. Por donde ahora pasa la carreta.
—¿Que ocurrió?
—Fue durante las revueltas de los hindúes contra los musulmanes. Había una pobre familia musulmana que vivía con un médico local. Estábamos acostumbrados a su presencia. El hombre era carpintero y mi padre utilizó muchas veces sus servicios. Los niños jugaban con mi hermano pequeño. Y entonces, en 1947, cuando corrían los tiempos más difíciles de las revueltas, se les ocurrió emigrar al Pakistán Oriental.
»Los vi salir a la calle, eran cinco, con el hijo más pequeño, un bebé, en brazos de su madre. Iban en un carro tirado por un caballo. Yo estaba desayunando cuando oí el ruido. Un numeroso gentío los había interceptado. Los musulmanes protestaron. El hombre cometió el error de utilizar su látigo de cuero entrelazado contra el cabecilla de la turba. Se produjo un gran avance hacia delante. Yo me encontraba sentado donde está usted ahora, señor Luczak. Podía verlo muy bien. La gente utilizaba palos, adoquines del suelo o, sencillamente, las manos. Hubieran sido capaces de utilizar los dientes. Cuando todo hubo acabado, el carpintero musulmán y su familia no eran más que bultos ensangrentados en mitad de la calle. Incluso habían matado a su caballo.
—¡Cielo Santo! —exclamé, para añadir luego en medio de aquel silencio—: ¿Quiere eso decir que está de acuerdo con quienes afirman que hay una vena de demencia en esta ciudad, señor Chatterjee?
—Todo lo contrario, señor Luczak. Menciono ese incidente porque aquella gente que los atacó eran... y son... mis vecinos.
»El señor Golwalkar, maestro. El señor Sirsik, panadero. El viejo Muhkerjee, que trabaja en la oficina de correos cerca de su hotel. Eran gente corriente, señor Luczak, que llevaban una vida tranquila antes de aquel lamentable incidente, y que luego volvieron a llevarla. Lo he mencionado porque demuestra la insensatez de quienquiera que señale a Calcuta como manicomio de la demencia bengalí. De cualquier ciudad puede decirse que una violencia semejante hierve bajo su superficie. ¿Ha visto el periódico en lengua inglesa de hoy?
—¿El periódico? No.
Chatterjee desdobló el periódico que había junto al azucarero y me lo alargó.
La historia que lo encabezaba estaba fechada en Nueva York. La noche anterior había habido un corte de electricidad, el peor desde el oscurecimiento total de 1965. Casi como obedeciendo a una consigna empezaron los saqueos desde los guetos a los barrios más pobres de la ciudad. Millares de personas habían participado en actos de vandalismo, al parecer sin sentido, y en robos.
La chusma había acudido a animar mientras familias enteras rompían los cristales de los escaparates y huían con televisores, ropas y cualquier cosa que pudieran acarrear. Habían sido detenidas centenares de personas, pero tanto en la oficina del alcalde como en la del portavoz de la policía habían admitido que ésta se había visto impotente dado el alcance del problema.
Se publicaban copias de editoriales americanos. Los liberales lo consideraban como un resurgimiento de la protesta social y lo imputaban a la discriminación, la pobreza y el hambre. Los articulistas conservadores subrayaban con acritud que la gente hambrienta no roba en primer lugar aparatos de música, y exigían un endurecimiento en la aplicación de la ley. Todos aquellos sesudos artículos editoriales parecían frívolos a la luz del perverso desarrollo del hecho. Daba la impresión de que tan sólo un delgado muro de luz eléctrica protegía de la barbarie absoluta a las grandes ciudades del mundo.
Alargué el periódico a Amrita.
—Es algo espantoso, señor Chatterjee. Ha expuesto la cuestión con acierto. No era ciertamente mi intención el mostrarme puritano respecto de los problemas de Calcuta.
Chatterjee sonrió uniendo de nuevo los dedos. Sus lentes reflejaban destellos grises y la sombra oscura de mi cabeza. Asintió levemente.
—Siempre que comprenda que se trata de un problema urbano, señor Luczak. Un problema exacerbado aquí por el grado de pobreza y por la naturaleza de los inmigrantes que han invadido nuestra ciudad. Calcuta ha sido prácticamente invadida por extranjeros incultos. Nuestros problemas son reales, pero no somos los únicos en tenerlos.
Asentí en silencio.
—No estoy de acuerdo —intervino Amrita.
Tanto Chatterjee como yo nos volvimos sorprendidos. Amrita dejó el periódico sobre la mesa con una flexión rápida de muñeca.
—No estoy de acuerdo en absoluto, señor Chatterjee —repitió rotunda—. Tengo la sensación de que es un problema cultural, característico bajo muchos conceptos de la India y no sólo de Calcuta.
—Ah —dijo Chatterjee. Unió las yemas de los dedos. Pese a su sonriente aplomo era evidente que estaba sorprendido e irritado al ser contradicho por una mujer—. ¿A qué se refiere, señora Luczak?
—Bien, como parece ser que estamos en el momento de ilustrar hipótesis recurriendo a las anécdotas —continuó Amrita con suavidad—, permítame comentar dos incidentes que observé ayer.
—Naturalmente. —La sonrisa de Chatterjee era tensa, casi una mueca.
—Ayer estaba desayunando en el jardín del café del Oberoi. Victoria y yo estábamos solas en una mesa, pero había muchos más clientes en el restaurante. En la mesa contigua se encontraban sentados varios pilotos de Air India. A corta distancia de nosotros una mujer intocable cortaba el césped con unas tijeras de podar...
—Por favor —la interrumpió Chatterjee, y la mueca se había hecho ya visible en los blandos rasgos—. Preferimos decir una persona de la clase catalogada.
Amrita sonrió.
—Sí, ya lo sé —dijo—. Clase catalogada o
harijan
, «amado de Dios». Crecí con las convenciones. Pero únicamente se trata de eufemismos, como, estoy segura, usted sabe perfectamente, señor Chatterjee. Pertenecía a la clase catalogada porque había nacido fuera de toda casta y así morirá. Casi con toda certeza sus hijos se pasarán la vida haciendo los mismos trabajos domésticos que ella. Es una intocable.
A Chatterjee se le había helado la sonrisa, pero no volvió a interrumpirla.
—Como quiera que sea estaba en cuclillas cortando la hierba, al parecer casi brizna a brizna, avanzando con una especie de andares de pato que, a mí al menos, me resultarían muy dolorosos. Nadie advertía su presencia. Era tan invisible como el césped que estaba podando.
»Durante la noche había caído un cable del tendido eléctrico del pórtico. Se encontraba sobre el césped del jardín, pero nadie había pensado en repararlo o en cortar la corriente. Los camareros lo evitaban al pasar hacia la piscina. La mujer intocable se lo encontró mientras podaba y se dispuso a apartarlo de su camino. No estaba aislado.
»Al tocarlo la mujer salió despedida hacia atrás violentamente, pero no podía soltar el cable. El dolor debió ser inmenso pero tan sólo lanzó un terrible grito. Se retorcía literalmente en el suelo, electrocutándose ante nuestros propios ojos.
»He dicho "nuestros", señor Chatterjee. Los camareros permanecían allí plantados, cruzados de brazos y mirando. Unos obreros que se encontraban en una plataforma cerca de la mujer miraron impasibles hacia abajo. Cerca de mí uno de los pilotos hizo un pequeño chiste y volvió a su café.
»No soy una persona de pensamiento rápido, señor Chatterjee. Toda mi vida he mostrado tendencia a dejar que otros hagan por mí hasta las cosas más sencillas. Solía suplicar a mi hermana que comprara ella nuestros billetes de tren. Incluso ahora, cuando Bobby y yo queremos que nos envíen una pizza, insisto en que sea él quien haga la llamada por teléfono. Pero cuando hubo transcurrido medio minuto y se hizo evidente que los hombres que se encontraban en el jardín, y eran al menos una docena, no pensaban evitar que aquella pobre mujer muriera electrocutada, tuve que actuar. No necesité pensarlo mucho y tampoco un gran valor. Cerca de la puerta había una escoba. Utilicé el palo para apartar el cable de la mano de la mujer.