La caída de los gigantes (49 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Sin embargo, el rostro de Walter enseguida se iluminó con deleite. Qué extraño y maravilloso era, pensó Maud, ser capaz de provocarle tanta felicidad a otra persona.

Se volvió con inquietud para mirar hacia la casa. Grout estaba en el umbral, mirando a un lado y a otro de la calle y arrugó la frente, extrañado. Maud supuso que había oído el portazo. Miró hacia delante con decisión, y lo que le vino entonces a la cabeza fue: «¡Libre al fin!».

Walter le besó la mano. Ella quería darle un beso de verdad, pero el velo se interponía entre ambos. Además, no era apropiado antes de la boda. Tampoco había necesidad de tirar por la ventana todas las convenciones.

Vio entonces que Robert iba al volante. Se llevó una mano al sombrero de copa gris para saludarla. Walter confiaba en él. Sería uno de los testigos.

Walter abrió la puerta y Maud subió al asiento de atrás. Ya había alguien en el interior, y la joven reconoció al ama de llaves de Ty Gwyn.

—¡Williams! —exclamó.

Williams sonrió.

—Será mejor que ahora me llames Ethel —dijo—. Voy a ser tu testigo de boda.

—Desde luego… lo siento. —Impulsivamente, Maud le dio un abrazo—. Gracias por venir.

El coche arrancó.

Maud se inclinó hacia delante para hablar con Walter.

—¿Cómo has encontrado a Ethel?

—Me dijiste que había ido a la maternidad. Le pedí su dirección al doctor Greenward. Sabía que confiabas en ella porque la elegiste para que fuera nuestra carabina en Ty Gwyn.

Ethel le dio a Maud un pequeño ramillete de flores.

—Tu ramo.

Eran rosas de color coral: la flor de la pasión. ¿Conocía Walter el lenguaje de las flores?

—¿Quién las ha elegido?

—Ha sido sugerencia mía —dijo Ethel—. Y a Walter le ha gustado cuando le he explicado lo que significan. —Se ruborizó.

Maud comprendió entonces que Ethel sabía lo apasionados que eran porque los había visto besarse.

—Son perfectas —dijo.

Ethel llevaba un vestido rosa pálido que parecía nuevo y un sombrero decorado con más rosas de color rosa. Walter debía de habérselo pagado. Qué considerado era.

Avanzaron por Park Lane y se dirigieron hacia Chelsea. «Voy a casarme», pensó Maud. En el pasado, siempre que había imaginado su boda había supuesto que sería como las de todas sus amigas, un largo día de tediosa ceremonia. Esa era una forma mejor de hacer las cosas. No había planificación, lista de invitados ni servicio de restauración. No habría himnos ni discursos, y nada de familiares borrachos intentando besarla: solo la novia y el novio, y dos personas de su agrado en quienes confiaban.

Desterró de su mente todo pensamiento sobre el futuro. Europa estaba en guerra y podía suceder cualquier cosa. Ella simplemente disfrutaría de ese día… y de esa noche.

Estaban ya en King’s Road cuando de repente sintió nerviosismo. Apretó la mano de Ethel para infundirse valor. Tuvo una visión como salida de una pesadilla en la que Fitz los seguía en su Cadillac y gritaba: «¡Detengan a esa mujer!». Miró atrás. Por supuesto, no había ni rastro de su hermano ni de su coche.

Aparcaron frente a la clásica fachada del ayuntamiento de Chelsea. Robert tomó a Maud del brazo y subió con ella los escalones hasta la entrada; Walter los siguió con Ethel. Los transeúntes se detenían a mirarlos: a todo el mundo le gustaban las bodas.

Por dentro, el edificio tenía una extravagante decoración de estilo victoriano, con suelos de coloridas baldosas y molduras de yeso en las paredes. Daba la impresión de ser el sitio adecuado para casarse.

Tuvieron que esperar en el vestíbulo: a las tres y media había tenido lugar otra boda y todavía no había terminado. Los cuatro se quedaron de pie formando un pequeño corro; a nadie se le ocurría nada que decir. Maud inhaló el aroma de sus rosas, el perfume se le subió a la cabeza y le hizo sentir como si hubiera dado un sorbo a una copa de champán.

Al cabo de unos minutos salieron los de la boda anterior. La novia llevaba un vestido de diario y el novio iba engalanado con un uniforme de sargento del ejército. A lo mejor también ellos habían tomado la decisión repentinamente a causa de la guerra.

Maud y sus acompañantes entraron. El secretario del registro civil estaba sentado a una mesa sencilla, llevaba chaqué y una corbata de color plata. Se había puesto un clavel en el ojal; un toque bonito, pensó Maud. A su lado había un empleado en traje de calle. Ellos le indicaron que sus nombres eran «el señor Von Ulrich y la señorita Maud Fitzherbert». Maud se levantó el velo.

—Señorita Fitzherbert, ¿puede presentar pruebas de su identidad? —dijo el secretario.

Maud no sabía de qué le estaba hablando.

Al ver su mirada de incomprensión, el funcionario añadió:

—¿Su partida de nacimiento, quizá?

No tenía su partida de nacimiento. No sabía que fuera a necesitarla, y, aunque así hubiera sido, no habría sido capaz de hacerse con ella, ya que Fitz la guardaba en la caja fuerte junto con otros documentos de la familia, como su testamento. La invadió el pánico.

Entonces Walter dijo:

—Creo que esto servirá. —Sacó de su bolsillo un sobre sellado y franqueado, dirigido a la señorita Maud Fitzherbert y a la dirección postal de la maternidad. Debía de haberla conseguido al ir a ver al doctor Greenward. ¡Qué listo era!

El secretario le pasó el sobre al otro empleado sin mediar palabra. Después dijo:

—Es mi deber recordarles la naturaleza solemne y vinculante de los votos que están a punto de pronunciar.

Maud se sintió algo ofendida por la insinuación de que tal vez no supiera lo que estaba haciendo, pero después se dio cuenta de que era algo que el funcionario tenía que decirle a todo el mundo.

Walter se irguió más. «Ha llegado el momento —pensó Maud—, ya no hay vuelta atrás.» Estaba bastante segura de que deseaba casarse con Walter… pero, más que eso, era plenamente consciente de que había llegado a la edad de veintitrés años sin haber conocido a ningún otro a quien hubiera considerado ni remotamente como posible marido. Todos los hombres a los que había conocido la habían tratado, tanto a ella como a las demás mujeres, como si fueran niñas grandes. Solo Walter era diferente. Era él o nadie más.

El secretario estaba declamando unas palabras que Walter tenía que repetir.

—Declaro solemnemente que no conozco ningún impedimento legal para que yo, Walter von Ulrich, no pueda unirme en matrimonio a Maud Elizabeth Fitzherbert. —Pronunció su propio nombre a la inglesa, «Wall-ter», en lugar de con la correcta pronunciación alemana, «Val-ter».

Maud no dejaba de mirar su rostro mientras hablaba. Su voz era firme y clara.

Cuando le llegó el turno a ella, también él la observó con solemnidad mientras pronunciaba esa misma declaración. Adoraba esa seriedad suya. La mayoría de los hombres, aun los que eran muy inteligentes, parecían volverse algo bobos cuando conversaban con mujeres. Walter le hablaba con la misma inteligencia como cuando hablaba con Robert o con Fitz, y (lo que era aún más infrecuente) escuchaba sus respuestas.

A continuación vinieron los votos. Walter la miró a los ojos al tomarla por esposa, y esta vez ella percibió un ligero temblor de emoción en su voz. Esa era la otra cosa que adoraba de él: sabía que podía minar su seriedad. Podía hacerlo temblar de amor, felicidad o deseo.

Maud hizo el mismo voto.

—Requiero a los aquí presentes para que sean testigos de que yo, Maud Elizabeth Fitzherbert, te tomo a ti, Walter von Ulrich, para que seas mi legítimo esposo.

No hubo titubeos en la voz de ella, y se sintió algo avergonzada por no haberse emocionado visiblemente… pero es que ese no era su estilo. Prefería parecer serena aunque no lo estuviera. Walter lo entendía, y él más que nadie sabía de las tormentas de pasión que arreciaban en su corazón.

—¿Tienen anillo? —preguntó el secretario.

Maud ni siquiera había pensado en ello; pero Walter sí. Sacó una sencilla alianza de oro del bolsillo de su chaleco, le tomó la mano y la deslizó en su dedo. Debía de haber escogido el tamaño a ojo, pero casi había acertado, quizá era solo una o dos tallas mayor. Puesto que su matrimonio tenía que ser secreto, Maud no se la pondría durante una buena temporada después de ese día.

—Yo los declaro marido y mujer —dijo el secretario—. Puede besar a la novia.

Walter la besó en los labios con ternura. Ella le pasó un brazo por la cintura y lo acercó más.

—Te quiero —le susurró.

El secretario dijo:

—Y ahora vamos con el certificado de matrimonio. Quizá quiera usted sentarse… señora Ulrich.

Walter sonrió, Robert soltó una risita y a Ethel se le escapó un pequeño grito de alegría. Maud supuso que al secretario le gustaba ser la primera persona que llamaba a la novia por su nombre de casada. Todos tomaron asiento, y el asistente del secretario empezó a cumplimentar el certificado. Walter hizo constar la ocupación de su padre como oficial del ejército y su lugar de nacimiento como Danzig. Maud consignó a su padre como George Fitzherbert, granjero —lo cierto es que sí había un pequeño rebaño de ovejas en Ty Gwyn, de modo que la descripción no era del todo falsa—, y Londres como su ciudad natal. Robert y Ethel firmaron como testigos.

De repente ya habían terminado y estaban saliendo de la sala y cruzando el vestíbulo… donde otra hermosa novia esperaba con un novio nervioso para contraer un compromiso de por vida. Mientras bajaban los escalones agarrados del brazo hacia el coche que estaba aparcado en la acera, Ethel lanzó un puñado de confeti sobre ellos. Entre los curiosos, Maud se fijó en una mujer de clase media y de su misma edad que iba cargada con un paquete de una tienda. La mujer miró a Walter muy fijamente, después volvió su mirada hacia Maud, y lo que esta vio en sus ojos fue envidia. «Sí —pensó—, soy una chica con mucha suerte.»

Walter y Maud se sentaron en el asiento de atrás del coche, y Robert y Ethel fueron delante. Mientras arrancaban, Walter le tomó la mano y se la besó. Se miraron a los ojos y se echaron a reír. Maud había visto a otras parejas hacer eso, y siempre había pensado que era una reacción estúpida y almibarada, pero de pronto le parecía la cosa más natural del mundo.

Al cabo de unos minutos llegaron al hotel Hyde. Maud se bajó el velo. Walter la tomó del brazo y juntos cruzaron el vestíbulo en dirección a la escalera.

—Yo pediré el champán —anunció Robert.

Walter había reservado la mejor suite y la había llenado de flores. Debía de haber un centenar de rosas de color coral. A Maud se le saltaron las lágrimas, y Ethel ahogó una exclamación de asombro. Había un enorme frutero en un aparador, y una caja de bombones. El resplandeciente sol de la tarde entraba por los grandes ventanales y caía sobre las mesas y los sofás tapizados con alegres tejidos.

—¡Pongámonos cómodos! —exclamó Walter con jovialidad.

Mientras Maud y Ethel inspeccionaban la suite, llegó Robert, seguido de un camarero que llevaba el champán y las copas en una bandeja. Walter descorchó la botella y sirvió. Cuando todos tuvieron la copa llena, Robert dijo:

—Quisiera proponer un brindis. —Se aclaró la garganta, y Maud, divertida, se dio cuenta de que iba a dar un discurso.

—Mi primo Walter es un hombre poco corriente. Siempre ha parecido mayor que yo, aunque de hecho somos de la misma edad. Cuando estudiábamos juntos en Viena, nunca se emborrachaba. Si salíamos en grupo por la noche a frecuentar ciertos establecimientos de la ciudad, él se quedaba en casa a estudiar. Pensé entonces que quizá fuera la clase de hombre al que no le gustan las mujeres. —Robert sonrió con ironía—. Lo cierto es que era yo quien era así… pero esa es otra historia, como dicen los ingleses. Walter ama a su familia, ama su trabajo y ama Alemania, pero nunca había amado a una mujer… hasta ahora. Ha cambiado. —Esbozó una sonrisa picarona—. Se compra corbatas nuevas. Me hace preguntas: cuándo se besa a una chica, si los hombres deben ponerse colonia, qué colores le favorecen… como si yo supiera algo de lo que les gusta a las mujeres. Y… lo más terrible de todo, a mi modo de ver… —Robert hizo una pausa teatral—. ¡Toca ragtime!

Todos rieron. Robert alzó la copa.

—Brindemos por la mujer que ha provocado todos esos cambios: ¡la novia!

Bebieron, y entonces, para sorpresa de Maud, Ethel tomó la palabra.

—Es cosa mía proponer el brindis por el novio —dijo, como si llevara toda la vida dando discursos.

¿De dónde había sacado esa seguridad una criada de Gales? Entonces Maud recordó que su padre era predicador y activista político, así que la muchacha había tenido un ejemplo que seguir.

—Lady Maud es diferente a todas las demás mujeres de su clase que haya conocido —empezó a decir Ethel—. Cuando llegué a Ty Gwyn para trabajar de doncella, ella fue el único miembro de la familia que se fijó en mí. Aquí, en Londres, cuando una joven soltera tiene un hijo, las damas más respetables mascullan con descontento sobre la decadencia moral… pero Maud les ofrece una ayuda práctica de verdad. En el East End de Londres la consideran una santa. Sin embargo, también tiene sus defectos, y son graves.

«¿Y esto a qué viene?», pensó Maud.

—Es demasiado seria para atraer a un hombre normal —siguió diciendo Ethel—. Todos los mejores partidos de Londres se han sentido atraídos hacia ella por su espectacular belleza y su personalidad vivaz, pero solo han hecho que huir espantados por su cerebro y su crudo realismo político. Hace algún tiempo me di cuenta de que haría falta un hombre fuera de lo común para ganarse su corazón. Tendría que ser inteligente, pero abierto de miras; de una moral estricta, pero no ortodoxo; fuerte, pero no dominante. —Ethel sonrió—. Pensé que era imposible. Y entonces, en enero, ese hombre subió por la loma de Aberowen en el taxi de la estación y entró en Ty Gwyn, y la espera llegó a su fin. —Levantó la copa—. ¡Por el novio!

Todos volvieron a beber, y entonces Ethel tomó a Robert del brazo.

—Y ahora ya puede usted llevarme a cenar al Ritz, Robert —dijo.

Walter parecía sorprendido.

—Había supuesto que cenaríamos aquí todos juntos —dijo.

Ethel le dirigió una mirada maliciosa.

—No sea tonto, hombre —repuso, y caminó hasta la puerta, tirando consigo de Robert.

—Buenas noches —dijo este, aunque no eran más que las seis de la tarde. Los dos salieron y cerraron la puerta.

Maud se echó a reír.

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