Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Sí, milady.
—Y no hace falta que le cuentes a nadie más del servicio lo que vas a hacer.
Una expresión de preocupación tiñó el joven rostro de Sanderson. Muchas doncellas participaban en las intrigas de sus señoras, pero Maud nunca había tenido amoríos secretos, y Sanderson no estaba acostumbrada al engaño.
—¿Qué digo cuando el señor Grout me pregunte a dónde voy?
Maud lo pensó un momento.
—Dile que tienes que comprarme ciertos artículos femeninos. —El bochorno pondría freno a la curiosidad de Grout.
—Sí, milady.
Sanderson salió de la habitación y Maud se vistió.
No estaba segura de cómo iba a mantener una apariencia de normalidad delante de su familia. Puede que Fitz no percibiera su estado de ánimo —los hombres rara vez eran capaces de hacerlo—, pero tía Herm no era ajena por completo a cuanto la rodeaba.
Bajó a la hora del desayuno, aunque estaba demasiado nerviosa para tener hambre. Tía Herm estaba dando buena cuenta de un arenque ahumado, y a Maud el olor le revolvió un poco el estómago. Dio unos sorbitos de café.
Fitz apareció un minuto después. Se sirvió un arenque del aparador y abrió
The Times
. «¿Qué hago yo normalmente? —se preguntó Maud—. Hablo de política, así que eso es lo que debo hacer ahora.»
—¿Pasó algo anoche? —dijo.
—Vi a Winston después de la reunión del gabinete —contestó Fitz—. Vamos a pedirle al gobierno alemán que retire su ultimátum a Bélgica. —Imprimió un énfasis desdeñoso a la palabra «pedirle».
Maud no se atrevió a sentir esperanza.
—¿Significa eso que no hemos dejado por completo de trabajar por la paz?
—Como si lo hubiéramos hecho —repuso él con desprecio—. No sé qué se traerán entre manos los alemanes, pero no parece probable que cambien de opinión por recibir una petición educada.
—A veces hay que agarrarse a un clavo ardiendo.
—No nos estamos agarrando a ningún clavo ardiendo. Estamos siguiendo el ritual preliminar a una declaración de guerra.
Maud, consternada, pensó que su hermano tenía razón. Todos los gobiernos querrían decir que ellos no habían deseado la guerra, pero que se habían visto obligados a entrar en ella. Fitz no daba muestras de que hubiera peligro alguno para él mismo, en ningún momento había dado a entender que esas escaramuzas diplomáticas pudieran resultar en una herida mortal para él. Maud deseaba protegerlo y, al mismo tiempo, tenía ganas de estrangularlo por su necia obstinación.
Para distraerse, hojeó un poco el
Manchester Guardian
. Contenía un anuncio a toda plana publicado por la Liga de la Neutralidad con la siguiente consigna: «Británicos, cumplid con vuestro deber y no permitáis que vuestro país entre en una guerra infame y estúpida». A Maud le gustó saber que todavía quedaba gente que pensaba igual que ella, aunque no tuvieran posibilidad alguna de prevalecer.
Sanderson llegó con un sobre en una bandejita de plata. Sobresaltada, Maud reconoció la letra de Walter. Sintió terror. ¿En qué estaba pensando la doncella? ¿Acaso no se daba cuenta de que, si la nota original debía mantenerse en secreto, la respuesta debía ser tratada de la misma forma?
No podía leer la nota de Walter delante de Fitz. Con el corazón acelerado, la cogió fingiendo despreocupación, la dejó caer junto a su plato y después le pidió a Grout un poco más de café.
Se puso a mirar su periódico para ocultar el pánico. Fitz no le censuraba el correo, pero, como cabeza de familia, tenía derecho a leer toda carta dirigida a cualquier mujer emparentada con él que viviera en su casa. Ninguna dama respetable pondría objeciones a eso.
Tenía que acabarse el desayuno lo más deprisa posible y llevarse el sobre de allí sin abrir. Intentó comer un pedazo de tostada y tuvo que esforzarse para hacer pasar las migas por su garganta seca.
Fitz apartó la vista de
The Times
.
—¿Es que no piensas leer tu carta? —preguntó. Y luego, para horror de Maud, añadió—: Parece que sea la letra de Von Ulrich.
No tenía alternativa. Rasgó el sobre con un cuchillo de la mantequilla limpio e intentó que su cara mostrara una expresión neutra.
Nueve de la mañana
Amor mío:
A todos los de la embajada nos han dicho que hagamos la maleta, paguemos nuestras cuentas y estemos listos para abandonar Gran Bretaña avisados con unas horas de antelación.
Tú y yo no debemos hablarle a nadie de nuestro plan. Después de esta noche regresaré a Alemania y tú te quedarás aquí, viviendo con tu hermano. Todo el mundo coincide en que esta guerra no puede durar más que unas cuantas semanas o, como mucho, unos meses. En cuanto haya terminado, si los dos seguimos vivos, haremos partícipe al mundo de nuestras noticias y comenzaremos una nueva vida juntos.
Y, por si no logramos sobrevivir a la guerra, oh, por favor, disfrutemos de una noche de felicidad como marido y mujer.
Te quiero.
W.
P. D. Alemania ha invadido Bélgica hace una hora.
A Maud le daba vueltas la cabeza. ¡Casados en secreto! Nadie tendría noticia. Los superiores de Walter seguirían confiando en él sin saber que estaba casado con una enemiga; y él podría luchar tal como le exigía su honor, e incluso trabajar en los servicios secretos. Los hombres seguirían cortejando a Maud, creyéndola soltera, pero ella sería capaz de manejar la situación: llevaba años dando calabazas a sus pretendientes. Vivirían separados hasta el final de la guerra, que se produciría al cabo de unos cuantos meses, a más tardar.
Fitz interrumpió el hilo de sus pensamientos.
—¿Qué dice?
Maud se quedó en blanco. No podía contarle a Fitz nada de eso. ¿Cómo iba a responder a su pregunta? Bajó la mirada hacia la hoja de papel color crema y la recta caligrafía, y sus ojos se toparon con la posdata.
—Dice que Alemania ha invadido Bélgica a las ocho en punto de esta mañana.
Fitz dejó el tenedor.
—Entonces, ya está. —Por una vez, incluso parecía conmocionado.
—¡Pobre Bélgica, con lo pequeñita que es! Me parece que esos alemanes son unos matones de mucho cuidado —dijo tía Herm. Entonces pareció desconcertada y añadió—: Salvo herr Von Ulrich, desde luego. Él es encantador.
—Adiós a la educada petición del gobierno británico —dijo Fitz.
—Es una locura —replicó Maud, desolada—. Miles de hombres van a morir en un conflicto que nadie desea.
—Creía que apoyarías la guerra —dijo Fitz, con ganas de discutir—. A fin de cuentas, estaremos defendiendo a Francia, que es la única democracia auténtica que hay en Europa, aparte de nosotros. Y nuestros enemigos serán Alemania y Austria, cuyos parlamentos electos carecen prácticamente de poder.
—Pero nuestro aliado será Rusia —adujo Maud con amargura—. Así que estaremos luchando para preservar también la monarquía más brutal y retrógrada de Europa.
—Entiendo lo que quieres decir.
—En la embajada les han dicho a todos que hagan las maletas —siguió explicando Maud—. Puede que no volvamos a ver a Walter. —Dejó la carta en la mesa, como sin darle más importancia.
No sirvió de nada.
—¿Puedo verla? —preguntó Fitz.
Maud se quedó de piedra. No podía enseñársela de ninguna manera. No solo la encerraría: si leía esa frase de «una noche de felicidad», puede que se hiciera con una pistola y fuese a matar a Walter.
—¿Puedo? —repitió Fitz, tendiendo una mano.
—Desde luego —convino ella. Dudó un segundo más y entonces cogió la carta. En el último instante recibió una inspiración y volcó su taza, con lo que el café se derramó sobre el papel—. Ay, vaya por Dios —dijo, comprobando con alivio que el café había hecho que la tinta azul se corriera y que las palabras resultaran ya ilegibles.
Grout se acercó enseguida y empezó a limpiar el estropicio. Fingiendo querer ser de ayuda, Maud cogió la carta y la dobló, asegurándose de que la letra que pudiera haber escapado al café quedara esta vez bien empapada.
—Lo siento, Fitz —dijo—. Pero la verdad es que no había más información que esa.
—No importa —repuso él, y siguió leyendo su periódico.
Maud se llevó las manos al regazo para ocultar su temblor.
II
Aquello no fue más que el principio.
A Maud iba a resultarle difícil salir de casa sola. Igual que todas las damas de clase alta, se suponía que no debía ir a ninguna parte sin acompañante. Los hombres fingían que era porque les preocupaba mucho la protección de sus mujeres, pero en realidad se trataba de una forma de control. No cabía duda de que seguiría siendo así hasta que las mujeres consiguieran el voto.
Maud se había pasado la mitad de la vida buscando formas de desobedecer esa regla. Tendría que salir a hurtadillas, sin ser vista, lo cual era bastante complicado. Aunque en la mansión de Fitz en Mayfair solo vivían cuatro miembros de la familia, en todo momento había en la casa por lo menos una docena de criados.
Además, tendría que pasar toda la noche fuera sin que nadie se diera cuenta.
Preparó su plan con sumo cuidado.
—Tengo jaqueca —dijo cuando terminaron de comer—. Bea, ¿me disculparás si no bajo a cenar esta noche?
—Faltaría más —dijo Bea—. ¿Puedo ayudarte en algo? ¿Quieres que envíe a buscar al profesor Rathbone?
—No, gracias, no es nada grave. —Una jaqueca que no era grave era el eufemismo habitual para referirse al período menstrual, y todo el mundo lo aceptaba sin más comentarios.
Hasta ahí, todo bien.
Subió a su habitación y llamó a su doncella.
—Me voy a acostar, Sanderson —dijo, poniendo en práctica la pantomima que había ensayado con esmero—. Seguramente me quedaré guardando cama lo que queda del día. Por favor, dile al resto del servicio que no deseo que me molesten por ningún motivo. A lo mejor llamo para que me suban la cena en una bandeja, pero lo dudo. Me siento como si pudiera dormir un día entero.
Con eso se aseguraba de que nadie notase su ausencia durante el resto del día.
—¿Se encuentra mal, milady? —preguntó Sanderson con cara de preocupación. Había señoras que guardaban cama a menudo, pero en Maud no era habitual.
—No es más que la común dolencia femenina, solo que más fuerte que otras veces.
Maud se dio cuenta de que Sanderson no la creía. Ese mismo día ya había hecho salir a la doncella con un mensaje secreto, algo que nunca antes había sucedido. Sanderson sabía que ocurría algo fuera de lo normal, pero a las doncellas no se les permitía interrogar a sus señoras. La muchacha tendría que quedarse con la curiosidad.
—Y no me despierte por la mañana —añadió Maud. No sabía a qué hora regresaría, ni cómo entraría en la casa sin que nadie la viera.
Sanderson se marchó. Eran las tres y cuarto. Maud se desvistió deprisa y luego miró en su armario.
No estaba acostumbrada a sacar de allí su propia ropa; normalmente lo hacía Sanderson. Su vestido de paseo de color negro tenía un sombrero con velo a juego, pero no podía ir de negro en su boda.
Miró la hora en el reloj que había encima de la chimenea: las tres y veinte. No tenía tiempo para titubeos.
Escogió un elegante conjunto francés. Se puso una blusa ceñida con encajes blancos y cuello alto para realzar su cuello estilizado y, encima de la blusa, un vestido de un azul cielo tan pálido que era casi blanco. Siguiendo la última moda más atrevida, llegaba solo hasta cuatro o cinco centímetros por encima de los tobillos. Lo combinó con un sombrero de paja de ala ancha azul oscuro que llevaba un velo del mismo color, y un alegre parasol azul con forro blanco. También tenía un bolso de terciopelo con cierre de cordón que hacía juego con el conjunto. En él metió un peine, un frasquito de perfume y un par de calzones limpios.
El reloj dio las tres y media. Walter ya estaría fuera, esperando. Maud sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.
Se bajó el velo y se contempló en un espejo de cuerpo entero. No es que fuera un vestido de novia, pero daría el pego, supuso, en un registro civil. Nunca había asistido a una boda no religiosa, así que no estaba muy segura.
Sacó la llave de la cerradura y se quedó un momento junto a la puerta cerrada, aguzando el oído. No quería encontrarse con nadie que pudiera hacerle preguntas. Quizá no pasara nada si la veía un lacayo o un limpiabotas, a quienes no les importaría lo que hiciera, pero a esas alturas todas las doncellas sabrían ya que se suponía que estaba indispuesta y, si se cruzaba con alguien de la familia, su engaño quedaría descubierto al instante. El bochorno era lo que menos le importaba, lo que temía era que intentaran detenerla.
Estaba a punto de abrir la puerta cuando oyó unos pasos vigorosos y percibió un olor a humo. Debía de ser Fitz, terminándose aún el puro de después de comer mientras salía hacia la Cámara de los Lores, o quizá al White’s Club. Maud esperó con impaciencia.
Al cabo de unos momentos, asomó la cabeza. El amplio pasillo estaba desierto. Salió, cerró la puerta, giró la llave y luego la guardó en su bolso de terciopelo. Así, cualquiera que intentara abrir daría por sentado que estaba durmiendo dentro.
Caminó sin hacer ruido por el pasillo enmoquetado hacia lo alto de la escalera y miró abajo. No había nadie en el vestíbulo. Bajó los escalones a toda prisa. Cuando llegó al descansillo de la mitad, oyó un ruido y se quedó inmóvil. La puerta del sótano se abrió de pronto y salió Grout. Maud contuvo la respiración. Miró hacia abajo y vio la cúpula pelada de la cabeza del mayordomo, que cruzaba el vestíbulo con dos decantadores de oporto. Caminaba de espaldas a la escalera y entró en el comedor sin mirar arriba.
Cuando cerró la puerta tras de sí, Maud bajó corriendo el último tramo de la escalera, mandando a paseo toda precaución. Abrió la puerta principal, salió y cerró de golpe. Demasiado tarde, deseó entonces haber sido más cuidadosa al cerrar.
La tranquila calle de Mayfair se caldeaba al sol de agosto. Maud miró a uno y otro lado, vio el carro de un pescadero tirado a caballo, a una niñera con un cochecito de paseo y a un chófer cambiando la rueda de un taxi a motor. A un centenar de metros, del otro lado de la calle, había un coche blanco con cubierta de lona azul. A Maud le gustaban los automóviles y reconoció ese: era un Benz 10/30 que pertenecía a Robert, el primo de Walter.
Mientras cruzaba la calle, vio a Walter bajar del coche y el corazón se le llenó de dicha. Llevaba un traje de mañana de color gris claro con un clavel rojo. Sus miradas se encontraron y, al ver su expresión, Maud supo que hasta ese momento no estuvo seguro de que ella acudiera a la cita. Aquella idea hizo que se le saltara una lágrima.