La caída de los gigantes (51 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Incluso en el caso de que Grigori sobreviviera, la guerra daría al traste con sus planes. Estaba ahorrando para comprar otro pasaje a América. Con su salario de la fábrica Putílov podría lograrlo en dos o tres años, pero con la paga del ejército tardaría una eternidad. ¿Cuántos años más tendría que sufrir las injusticias y la brutalidad del gobierno zarista?

Estaba incluso más preocupado por Katerina. ¿Qué haría ella si él tenía que ir a la guerra? Compartía habitación con otras tres chicas en el edificio y trabajaba en la fábrica Putílov, embalando cartuchos de fusil en cajas de cartón. Pero tendría que dejar de trabajar cuando naciera el niño, al menos durante un tiempo. Sin Grigori, ¿de qué vivirían el bebé y ella? Se vería en una situación desesperada, y él sabía lo que hacían las chicas de pueblo en San Petersburgo cuando estaban necesitadas de dinero. No quisiera Dios que Katerina vendiera su cuerpo en las calles.

No obstante, no lo llamaron a filas el primer día, ni la primera semana. Según los periódicos, el último día del mes de julio se había movilizado a dos millones y medio de reservistas, pero no era más que una patraña. Era imposible reunir a tantos hombres, repartirles los uniformes y distribuirlos en los trenes con destino al frente de batalla en un solo día o, para el caso, en un mes. Fueron llamándolos en grupos, a algunos antes y a otros después.

A medida que transcurrían los primeros y calurosos días de agosto, Grigori empezó a pensar que debería haberse marchado. Era una posibilidad tentadora. El ejército era una de las instituciones peor gestionadas en un país totalmente desorganizado, y seguramente habría miles de hombres cuya ausencia sería pasada por alto debido a una profunda incompetencia.

Katerina había tomado la costumbre de entrar en la habitación de Grigori a primera hora de la mañana, mientras él estaba preparando el desayuno. Era el mejor momento del día. A esas horas, Grigori ya estaba aseado y vestido, aunque ella se presentaba bostezando, con la combinación con la que dormía y el pelo alborotado, lo que le daba un aire encantador. La prenda le quedaba pequeña porque había aumentado unos kilos. Grigori calculó que debía de estar de unos cuatro meses o cuatro y medio de embarazo. Le habían crecido los senos, se le habían ensanchado las caderas y tenía en el vientre un bulto pequeño, aunque vistoso. Su voluptuosidad era una tortura deliciosa. Grigori intentaba no mirarle el cuerpo.

Una mañana, ella entró mientras él estaba preparando dos huevos revueltos en una sartén que tenía al fuego. Grigori ya no se limitaba a las gachas de avena para el desayuno: el futuro bebé de su hermano necesitaba alimentarse en condiciones para crecer fuerte y sano. La mayoría de los días, Grigori conseguía algún alimento nutritivo para compartir con Katerina: jamón, arenques, o el plato favorito de ella, salchichas.

La futura madre siempre tenía hambre. Se sentaba a la mesa, se cortaba una gruesa rebanada de pan negro y empezaba a comer, demasiado impaciente para esperar a nadie.

—Cuando un soldado muere, ¿quién recibe las pagas que no ha cobrado? —preguntó con la boca llena.

Grigori recordó que había dado el nombre y dirección de su pariente más cercano.

—En mi caso, Lev —respondió.

—Me gustaría saber si ya está en Estados Unidos.

—Ya tiene que estar allí. No se tardan ocho semanas en llegar.

—Espero que haya encontrado trabajo.

—No tienes que preocuparte. Estará perfectamente. Es un chico que cae bien a todo el mundo.

Grigori sintió una punzada de amargo resentimiento al mencionar a su hermano. Tendría que haber sido Lev el que estuviera allí, en Rusia, cuidando de Katerina y de su futuro hijo y preocupándose por la llamada a filas, mientras Grigori iniciaba la nueva vida que había planeado y para la que había ahorrado. Pero era Lev quien había aprovechado esa oportunidad. Y, a pesar de todo, Katerina se preocupaba por el hombre que la había abandonado, no por el que se había quedado a su lado.

—Estoy segura de que está yéndole bien en Estados Unidos, pero, aun así, me gustaría recibir carta de él —dijo ella.

Grigori ralló un pedazo de queso duro sobre los huevos y añadió la sal. Se preguntó con tristeza si llegarían a tener noticias de allende los mares. Lev jamás había sido un sentimental y bien podría haber decidido desprenderse de su pasado, como un lagarto que se deshace de su vieja piel. Sin embargo, Grigori no lo expresó en voz alta, por respeto a Katerina, quien todavía albergaba la esperanza de que Lev la mandase a buscar.

—¿Crees que entrarás en combate? —preguntó ella.

—No si puedo evitarlo. ¿Por qué luchamos?

—Por Serbia, dicen.

Grigori sirvió los huevos en dos platos y los puso en la mesa.

—Lo que importa es si Serbia quedará bajo la tiranía del emperador austríaco o del zar ruso. Dudo que los serbios tengan alguna preferencia por uno u otro. Sinceramente, creo que les da igual. —Empezó a comer.

—Entonces, que sea el zar.

—Yo lucharía por ti, por Lev, por mí o por tu niño… pero ¿por el zar? Ni hablar.

Katerina se comió el huevo a toda prisa y rebañó el plato con una nueva rebanada de pan.

—¿Qué nombres de niño te gustan?

—Mi padre se llamaba Serguéi, y su padre era Tijon.

—Me gusta Mijaíl —dijo ella—. Como el arcángel.

—Le gusta a mucha gente. Por eso es un nombre muy común.

—Tal vez debería ponerle Lev. O Grigori incluso.

Grigori se sintió conmovido por el gesto. Le habría encantado tener un sobrino que llevase su nombre. Sin embargo, no quería que ella se sintiera obligada.

—Lev estaría muy bien —comentó.

Sonó la sirena de la fábrica —era un ruido que podía oírse por todo el barrio de Narva—, y Grigori se levantó para marcharse.

—Yo lavaré los platos —dijo Katerina. No entraba a trabajar hasta las siete, una hora más tarde que Grigori.

Ella lo miró, le acercó una mejilla y Grigori la besó. No fue más que un beso breve, y no dejó posados los labios durante mucho tiempo; aun así, él disfrutó de la suave tersura de su piel y del cálido perfume a recién despertada que emanaba su cuello.

Luego se puso el sombrero y salió.

El tiempo estival era cálido y húmedo, pese a ser la primera hora del día. Grigori empezó a sudar a medida que recorría las calles con paso enérgico.

Durante los dos meses que hacía que Lev se había marchado, Grigori y Katerina habían entablado una tensa amistad. Ella confiaba en él y él la cuidaba, pero eso no era lo que querían ni uno ni otro. Grigori quería amor, no amistad. Katerina quería a Lev, no a Grigori. Sin embargo, Grigori se sentía realizado hasta cierto punto gracias al empeño que ponía en asegurarse de que ella se alimentara en condiciones. Era la única forma que tenía de expresar su amor. Difícilmente podía ser una situación sostenible durante mucho tiempo, aunque, en ese preciso instante, era complicado hacer planes a largo plazo. Él seguía pensando en huir de Rusia y dar con la forma de llegar a la tierra prometida: Estados Unidos.

A la entrada de la fábrica habían pegado nuevos carteles anunciando la movilización de tropas, y los hombres se amontonaban para leerlos; los analfabetos pedían a sus compañeros que se los leyeran en voz alta. Grigori se quedó junto a Isaak, el capitán de fútbol. Tenían la misma edad y habían coincidido como reservistas. Grigori echó un vistazo rápido al aviso en busca del nombre de su unidad.

Ese día sí que figuraba en el cartel.

Lo miró para cerciorarse, pero no cabía duda: regimiento de Narva.

Consultó la lista de nombres y encontró el suyo.

En realidad no lo había imaginado como una posibilidad real. Pero había estado engañándose a sí mismo. Tenía veinticinco años, estaba en forma y era fuerte, era perfecto como soldado. Por supuesto que iba a ir a la guerra.

¿Qué ocurriría con Katerina? ¿Y con su bebé?

Isaak blasfemó en voz alta. Su nombre también constaba en la lista.

Alguien que estaba detrás de ellos dijo:

—No tenéis de qué preocuparos.

Se volvieron y vieron la alargada y delgada silueta de Kanin, el afable supervisor de la sección de fundición, un ingeniero de treinta y tantos.

—¿Que no tenemos que preocuparnos? —preguntó Grigori con escepticismo—. Katerina va a tener al hijo de Lev y no queda nadie que la cuide. ¿Qué voy a hacer?

—He ido a ver al encargado de la movilización de este barrio —anunció Kanin—. Me ha prometido la excedencia para cualquiera de mis trabajadores. Solo tendrán que ir los alborotadores.

A Grigori volvió a llenársele el corazón de esperanza. Parecía demasiado bueno para ser cierto.

—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Isaak.

—Basta con que no vayáis a los barracones. Eso es todo. Ya está arreglado.

Isaak tenía un carácter agresivo —sin duda, eso era lo que lo convertía en un buen deportista— y no quedó satisfecho con la respuesta de Kanin.

—¿Arreglado cómo? —exigió saber.

—El ejército entrega a la policía una lista de los hombres que no se presentan a filas, y la policía tiene que marcarlos con un círculo. Sencillamente, vuestro nombre no estará en la lista.

Isaak emitió un gruñido de disgusto. A Grigori tampoco le gustaban aquellos arreglillos que no acababan de ser oficiales —quedaban demasiados cabos sueltos que podían terminar dando problemas—, aunque las negociaciones con el gobierno siempre eran así. Kanin o bien había sobornado a algún oficial o había hecho algún tipo de favor. No tenía sentido reaccionar con grosería ante aquel gesto.

—Eso es fantástico —dijo Grigori a Kanin—. Gracias.

—A mí no me lo agradezcas —respondió Kanin con amabilidad—. Lo he hecho por mí… y por Rusia. Necesitamos hombres cualificados para construir trenes, no para parar las balas alemanas… eso puede hacerlo cualquier campesino analfabeto. El gobierno aún no lo ha pensado, pero ya se les ocurrirá y entonces me lo agradecerán.

Grigori e Isaak atravesaron las puertas de la fábrica.

—Será mejor que confiemos en él —dijo Grigori—. ¿Qué podemos perder? —Se colocaron en la cola para fichar echando en una caja una pieza cuadrada y metálica con un número—. Son buenas noticias —concluyó.

Isaak no estaba convencido.

—Ojalá estuviera más seguro —respondió.

Se dirigieron hacia el taller de fabricación de ruedas. Grigori apartó a un lado las preocupaciones y se preparó para la jornada laboral. La planta Putílov estaba fabricando más trenes que nunca. El ejército debía de calcular que las locomotoras y los vagones quedarían destruidos por los bombardeos y que, por tanto, necesitarían recambios en cuanto empezase la contienda. El grupo de Grigori trabajaba bajo la presión de producir ruedas a mayor velocidad.

Empezó a arremangarse al entrar al taller. Se trataba de un cobertizo de dimensiones reducidas y la caldera lo calentaba en invierno, pero, en pleno verano, era un verdadero horno. El metal chirriaba y tañía mientras los tornos le daban forma y lo pulían.

Grigori vio a Konstantín de pie junto a su torno; la postura de su amigo le hizo fruncir el ceño. La cara del operario anunciaba problemas: algo iba mal. Isaak también se dio cuenta. Reaccionó antes que Grigori, se detuvo, lo agarró por el brazo y le dijo:

—¿Qué…?

No terminó la pregunta.

Una silueta ataviada con un uniforme negro y verde apareció por detrás de la caldera y golpeó a Grigori en la cara con un mazo.

Él intentó esquivar el golpe, pero reaccionó con demasiada lentitud y no lo consiguió por un segundo. Aunque se agachó, la cabeza de madera de la herramienta lo golpeó en un pómulo y lo dejó tendido en el suelo. Sintió un dolor atroz en la cabeza y empezó a gritar.

Tardó bastante en recuperar la visión. Al final alzó la vista y vio la fornida figura de Mijaíl Pinski, el capitán de la policía local.

Grigori debería de haberlo imaginado. Se había librado tras aquella pelea en febrero. Los policías jamás olvidan algo así.

También vio a Isaak luchando con el ayudante de Pinski, Ilia Kozlov, y otros dos policías.

Grigori siguió tendido en el suelo. No pensaba devolver el golpe si podía evitarlo. Que Pinski se cobrara su venganza, así quizá quedara satisfecho.

Sin embargo, en cuestión de segundos, tuvo que actuar en contra de aquella decisión.

Pinski levantó el mazo. Como en una imagen que pasó de forma fugaz, Grigori reconoció la herramienta como propia: era la que utilizaba para encajar los moldes en la arena de fundición. En ese momento descendía hacia su cabeza.

Se desplazó rápidamente hacia la derecha, pero Pinski desvió el golpe y la pesada herramienta de madera de roble aterrizó en el hombro izquierdo de Grigori. Bramó de dolor y de rabia. Mientras su atacante recuperaba el equilibrio, él se levantó de un salto. Tenía el brazo izquierdo muerto e inutilizado, pero no le ocurría nada en el derecho, y echó hacia atrás el puño para golpear a Pinski, sin pensar en las consecuencias.

No llegó a dar el golpe. Dos siluetas que no había visto se materializaron a ambos lados de él con sus uniformes negros y verdes; sintió cómo lo agarraban por los brazos y lo sujetaban con firmeza. Intentó zafarse de sus captores, pero no tuvo éxito. A través de un velo de ira vio cómo Pinski echaba el mazo hacia atrás y le golpeaba. El golpe le impactó en el pecho y oyó cómo se le rompían las costillas. El siguiente porrazo fue más bajo y le dio en el vientre. Se convulsionó y vomitó el desayuno. Un nuevo impacto le golpeó en la cabeza. Quedó inconsciente unos instantes y al despertar se encontró colgando en el aire, agarrado por los dos policías. Isaak también estaba atrapado por otros dos.

—¿Ya estás más tranquilo? —preguntó Pinski.

Grigori escupió sangre. Su cuerpo era una maraña de dolor y no podía pensar con claridad. ¿Qué estaba ocurriendo? Pinski lo odiaba, pero debía de haber ocurrido algo que hubiera actuado como detonante. Y era un atrevimiento por parte del agente de policía el actuar ahí, en medio de la fábrica, rodeado de trabajadores a los que no tenía por qué gustarles la policía. Por algún motivo, su atacante se sentía seguro.

Pinski levantó el mazo y adoptó un gesto reflexivo, como si estuviera planteándose el volver o no a golpearle. Grigori se dispuso a recibir el mazazo y a combatir la tentación de suplicar piedad. Entonces Pinski preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Grigori intentó hablar. Al principio no le salía más que sangre de la boca. Pero al final consiguió decir:

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