La caída de los gigantes (100 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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A pesar de ese preocupante caos, reinaba un entusiasmo formidable. Todos ellos sentían que habían librado una batalla y la habían ganado. Para bien o para mal, estaban construyendo un mundo nuevo.

Sin embargo, nadie hablaba del pan. Frustrados por la inactividad del Sóviet, Grigori y Konstantín salieron de la Sala de Catalina durante un momento especialmente caótico y cruzaron todo el palacio para ver qué se debatía en la Duma. Por el camino vieron tropas con brazaletes rojos haciendo acopio de provisiones y munición en el pasillo, como si se prepararan para un sitio. «Desde luego —pensó Grigori—, el zar no va a aceptar sin más lo que ha sucedido. En algún momento intentará recuperar el control por la fuerza.» Y eso suponía que atacaría ese edificio.

En el ala derecha se encontraron con el conde Maklakov, uno de los directores de la fábrica Putílov. Era delegado de un partido de centro derecha, pero se dirigió a ellos hablando con bastante educación. Les dijo que se había formado otro comité, el Comité Provisional de Miembros de la Duma para la Restauración del Orden en la Capital y el Establecimiento de Relaciones con Individuos e Instituciones. A pesar de su absurdo título, Grigori tenía la sensación de que era un funesto intento de la Duma por recuperar el control. Se preocupó más aún cuando Maklakov le dijo que el comité había nombrado al coronel Engelhardt como comandante militar de Petrogrado.

—Sí —dijo Maklakov con satisfacción—. Y han ordenado a todos los soldados que regresen a sus barracones y esperen instrucciones.

—¿Qué? —Grigori estaba atónito—. Pero eso acabará con la revolución. ¡Los oficiales del zar se harán de nuevo con el control!

—Los miembros de la Duma no creen que haya ninguna revolución.

—Los miembros de la Duma son unos idiotas —replicó Grigori con enfado.

Maklakov levantó la nariz en un gesto altanero y se marchó.

Konstantín compartía la furia de su amigo.

—¡Esto es una contrarrevolución! —exclamó.

—Y hay que detenerla —contestó Grigori.

Corrieron de vuelta al ala izquierda. En la gran sala, un presidente intentaba poner orden en el debate. Grigori subió de un salto al estrado.

—¡Tengo un anuncio de emergencia que hacer! —gritó.

—Igual que todo el mundo —dijo el presidente con hastío—. Pero ¡qué diablos!, adelante.

—La Duma está ordenando a los soldados que regresen a los barracones… ¡y acepten la autoridad de sus oficiales!

Un grito de protesta se alzó de entre los delegados.

—¡Camaradas! —gritó Grigori, intentando acallarlos—. ¡No vamos a volver a lo de antes!

Los presentes rugieron de asentimiento.

—El pueblo de esta ciudad debe tener pan. Nuestras mujeres deben sentirse seguras en las calles. Las fábricas deben reabrir y los molinos deben girar… pero no como lo hacían en el pasado.

Esta vez le prestaban más atención, sin saber muy bien a dónde quería ir a parar.

—Los soldados debemos dejar de apalear a la burguesía, no seguir acosando a las mujeres en las calles y poner fin a los saqueos de las bodegas. Debemos regresar a nuestros barracones, recuperar la sobriedad y volver a asumir nuestros deberes, pero… —hizo una pausa teatral—… ¡con nuestras propias condiciones!

Se oyó un murmullo de aquiescencia.

—Y ¿qué condiciones serán esas?

—¡Comités electos para dar las órdenes, en lugar de oficiales! —gritó alguien.

—Se acabó lo de «excelencia» e «ilustrísima», habría que llamarlos «coronel» y «general» —dijo otro.

—¡Y nada de saludos! —gritó alguien más.

Grigori no sabía qué hacer. Todo el mundo tenía algo que proponer. Él no podía oír todas las sugerencias, y menos aún recordarlas.

El presidente acudió en su auxilio.

—Propongo que todo el que tenga alguna idea forme un grupo con el camarada Sokolov. —Grigori sabía que Nikolái Sokolov era un abogado de izquierdas. «Eso está bien», pensó. Necesitaban a alguien que redactara sus propuestas en términos legales correctos. El presidente siguió hablando—: Cuando os hayáis puesto de acuerdo sobre lo que queréis, traed vuestra propuesta al Sóviet para que sea aprobada.

—Bien. —Grigori bajó del estrado de un salto.

Sokolov estaba sentado a una mesa pequeña en un lateral de la sala. Grigori y Konstantín se le acercaron junto con una docena de diputados o más.

—Muy bien —dijo el abogado—. ¿A quién va dirigido el documento?

Grigori volvió a quedarse perplejo. Estuvo a punto de decir: «Al mundo», pero un soldado se le adelantó:

—A la guarnición de Petrogrado.

—Y a todos los soldados de la guardia, el ejército y la artillería —dijo otro.

—Y de la marina de guerra —añadió alguien más.

—Muy bien —dijo Sokolov, tomando nota—. Para su ejecución exacta e inmediata, supongo.

—Sí.

—Y ¿que sean informados también los obreros de Petrogrado?

Grigori empezó a impacientarse.

—Sí, sí —dijo—. Bueno, ¿quién había propuesto comités electos?

—He sido yo —dijo un soldado con bigote gris. Estaba sentado en el borde de la mesa, directamente delante de Sokolov. Como si le estuviera dictando, declaró—: Todas las tropas deberán organizar comités con sus representantes electos.

Sokolov, escribiendo aún, añadió:

—En todas las compañías, batallones, regimientos…

—Almacenes, baterías, escuadrones, buques de guerra…

—Todos los que no hayan elegido aún a sus diputados, deben hacerlo —dijo el del bigote gris.

—Bien —intervino Grigori con impaciencia—. Veamos. Todo tipo de armamento, inclusive los carros blindados, quedan bajo el control de los comités de batallones y compañías, no de los oficiales.

Varios de los soldados expresaron su acuerdo.

—Muy bien —dijo Sokolov.

—Toda unidad militar está subordinada al Sóviet de Diputados Obreros y Soldados y a sus comités —siguió dictando Grigori.

Por primera vez, el abogado alzó la mirada.

—Eso querría decir que el Sóviet controla el ejército.

—Sí —repuso Grigori—. Las órdenes de la comisión militar de la Duma se seguirán solo cuando no contradigan las decisiones del Sóviet.

Sokolov no apartaba la mirada de Grigori.

—Eso deja a la Duma tan impotente como siempre. Antes estaba sujeta a los caprichos del zar. Ahora, toda decisión requerirá la aprobación del Sóviet.

—Exacto —convino Grigori.

—De modo que es la cámara suprema.

—Escribe eso.

Sokolov lo escribió.

—Se prohíbe a los oficiales que sean maleducados con los demás rangos —dijo alguien.

—Está bien —dijo Sokolov.

—Y no deben dirigirse a nosotros llamándonos
tyi
, como si fuéramos animales o niños.

A Grigori esas cláusulas le parecían triviales.

—El documento necesita un título —intervino.

—¿Qué propones? —preguntó el abogado.

—¿Cómo has titulado órdenes anteriores promulgadas por el Sóviet?

—No existen órdenes anteriores —dijo Sokolov—. Esta es la primera.

—Pues que así sea —dijo Grigori—. Llamémosla «Orden Número Uno».

V

Grigori sintió una inmensa satisfacción al aprobar su primera norma legislativa como representante electo. En el transcurso de los dos días siguientes hubo muchas más, y él se vio profundamente inmerso en el laborioso trabajo de formar un gobierno revolucionario. Sin embargo, no dejaba de pensar en Katerina y Vladímir ni un solo momento, y el martes por la noche por fin tuvo ocasión de escaparse e ir a ver cómo se encontraban.

Un mal presentimiento pesaba en su corazón mientras caminaba hacia los barrios periféricos del sudoeste. Katerina le había prometido que no se acercaría a los altercados, pero las mujeres de Petrogrado creían que aquella revolución era tan suya como de los hombres. Al fin y al cabo, había estallado el Día Internacional de la Mujer. No era nada nuevo. La madre de Grigori había muerto en la revolución fallida de 1905. Si Katerina hubiera decidido ir al centro de la ciudad con Vladímir apoyado en la cadera para ver lo que sucedía, no habría sido la única madre en hacer lo mismo. Y muchas personas inocentes habían muerto: por un disparo de la policía, pisoteadas por la turba, atropelladas por soldados borrachos en coches requisados o abatidas por balas perdidas. Al entrar en la vieja casa, temió que uno de los inquilinos lo recibiera con cara solemne y lágrimas en los ojos, y que le dijera: «Ha sucedido algo terrible».

Subió la escalera, llamó a la puerta de Katerina y entró. La muchacha se levantó enseguida de la silla y se lanzó a sus brazos.

—¡Estás vivo! —exclamó. Lo besó con ansia—. ¡Estaba preocupadísima! No sé qué haríamos sin ti.

—Siento no haber podido venir antes —dijo Grigori—. Pero es que soy delegado del Sóviet.

—¡Delegado! —Katerina resplandecía de orgullo—. ¡Mi marido! —Lo abrazó.

Grigori se dio cuenta de que la había impresionado de verdad. Era algo que nunca había conseguido.

—Un delegado no es más que un representante de la gente que lo ha elegido —replicó con modestia.

—Pero siempre escogen a los más listos y los más dignos de confianza.

—Bueno, lo intentan.

La habitación estaba pobremente iluminada por una lámpara de aceite. Grigori dejó un paquete en la mesa. Con su nuevo estatus no le había sido difícil conseguir comida de la cocina de los barracones.

—Ahí dentro también tienes algunas cerillas y una manta —dijo.

—¡Gracias!

—Espero que te hayas quedado en casa todo lo que hayas podido. Todavía es peligroso andar por la calle. Algunos estamos organizando una revolución, pero hay otros que simplemente se han vuelto locos.

—Casi no he salido. Estaba esperando noticias tuyas.

—¿Cómo está nuestro chiquillo? —Vladímir dormía en el rincón.

—Echa de menos a su papá.

Se refería a Grigori. No había sido deseo suyo que Vladímir lo llamara «papá», pero había aceptado el capricho de Katerina. No era muy probable que ninguno de ellos volviera a ver a Lev (hacía casi tres años que no tenían noticias suyas), así que el niño nunca sabría la verdad, y quizá fuera lo mejor.

—Siento que esté dormido. Le encanta verte —dijo Katerina.

—Hablaré con él por la mañana.

—¿Puedes quedarte a pasar la noche? ¡Qué maravilla!

Grigori se sentó y Katerina se arrodilló ante él y le quitó las botas.

—Pareces cansado —le dijo.

—Lo estoy.

—Vamos a acostarnos. Ya es tarde.

Empezó a desabrocharle la guerrera y él se reclinó en la silla para dejarse hacer.

—El general Jabálov se está ocultando en el Almirantazgo —comentó—. Nos temíamos que pudiera recuperar el control de las estaciones de ferrocarril, pero ni siquiera lo ha intentado.

—¿Por qué no?

Grigori se encogió de hombros.

—Por cobardía. El zar ordenó a Ivánov que marchara sobre Petrogrado e impusiera una dictadura militar, pero los hombres de Ivánov se amotinaron y la expedición fue cancelada.

Katerina frunció la frente.

—¿Es que la antigua clase gobernante se ha rendido sin luchar?

—Eso es lo que parece. Es extraño, ¿verdad? Pero está claro que no va a haber una contrarrevolución.

Se metieron en la cama; Grigori en ropa interior, Katerina todavía con el vestido puesto. Nunca se había desnudado delante de él. A lo mejor sentía que tenía que ocultarle algo. Era una peculiaridad de ella que Grigori aceptaba, aunque no sin lamentarlo. La estrechó entre sus brazos y la besó. Cuando la penetró, le dijo: «Te quiero», y se sintió el hombre más feliz del mundo.

Después, medio dormida, Katerina preguntó:

—¿Qué pasará ahora?

—Habrá una Asamblea Constituyente, elegida mediante lo que se denomina un sufragio cuatripartito: universal, directo, secreto e igualitario. Mientras tanto, la Duma está formando un gobierno provisional.

—¿Quién será su dirigente?

—Lvov.

Katerina se incorporó.

—¡Un príncipe! ¿Por qué?

—Quieren la confianza de todas las clases.

—¡Al cuerno con todas las clases! —Cuando se indignaba se ponía aún más guapa, le salían los colores a la cara y le brillaban los ojos—. La revolución la hemos hecho los obreros y los soldados, ¿para qué necesitamos la confianza de nadie más?

Esa pregunta también había inquietado a Grigori, pero la respuesta lo había convencido.

—Necesitamos a los empresarios para que reabran las fábricas, a los mayoristas para que reanuden el abastecimiento de la ciudad, a los tenderos para que vuelvan a abrir sus puertas.

—¿Y el zar qué va a hacer?

—La Duma está pidiendo su abdicación. Han enviado dos delegados a Pskov para comunicárselo.

Katerina puso unos ojos como platos.

—¿La abdicación? ¿Del zar? Pero eso sería el final.

—Sí.

—¿Es posible?

—No lo sé —dijo Grigori—. Lo descubriremos mañana.

VI

El debate que se celebró el viernes en la Sala de Catalina del Palacio de Táurida fue poco metódico. Dos o tres mil hombres y unas cuantas mujeres abarrotaban la estancia, cuya atmósfera estaba cargada por el humo del tabaco y el olor a soldados faltos de higiene. Estaban esperando oír lo que haría el zar.

La sesión se veía constantemente interrumpida por anuncios. A menudo no eran ni mucho menos urgentes: un soldado se levantaba para decir que su batallón había formado un comité y había arrestado al coronel, por ejemplo. A veces ni siquiera eran anuncios, sino discursos que exhortaban a la defensa de la revolución.

Sin embargo, Grigori supo que algo había cambiado cuando un sargento de pelo cano, con la cara colorada y sin aliento, subió de un salto al estrado con una hoja de papel en la mano y pidió silencio.

Despacio y en voz bien alta, declaró:

—El zar ha firmado un documento…

Los vítores estallaron ya tras esas palabras.

El sargento alzó la voz:

—… en el que abdica la corona…

Los vítores se convirtieron en un bramido. Grigori estaba exultante. ¿De verdad había sucedido? ¿Se había hecho realidad el sueño?

El sargento levantó una mano para acallar el griterío. Todavía no había terminado.

—… y, a causa de la mala salud de su hijo Alejandro, de diecisiete años, ha nombrado como sucesor al gran duque Miguel, el hermano pequeño del zar.

El bramido se convirtió en un abucheo de protesta.

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