Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—¿Tiene Bea náuseas matutinas?
Fitz se detuvo en el umbral.
—No se lo digas a nadie —dijo.
—Enhorabuena, me alegro mucho por ti.
—Gracias.
—Pero el niño… —A Maud se le atragantaron las palabras.
—¡Ah! —exclamó tía Herm, cayendo en la cuenta entonces—. ¡Qué maravilla!
Maud continuó, haciendo un gran esfuerzo:
—¿Ese niño nacerá en un mundo en guerra?
—Oh, cielo santo… —exclamó tía Herm—. No había pensado en eso.
Fitz se encogió de hombros.
—A un recién nacido, eso le dará igual.
Maud sintió que se le escapaban las lágrimas.
—¿Para cuándo lo esperáis?
—Para enero —respondió Fitz—. ¿Por qué estás tan disgustada?
—Fitz —dijo Maud, y ya no pudo contener más el llanto—. Fitz, ¿estarás vivo todavía para entonces?
II
El sábado por la mañana, la embajada alemana era un hervidero de actividad. Walter estaba en el despacho del embajador, atendiendo llamadas telefónicas, llevando telegramas y tomando notas. Habrían sido los días más emocionantes de su vida de no haber estado tan preocupado por su futuro con Maud. No podía disfrutar de la excitación de participar de forma activa en el importantísimo juego de poder que se libraba en el tablero internacional, porque le consumía el miedo de que él y la mujer a la que amaba se convirtieran en enemigos de guerra.
No hubo más mensajes amistosos entre Willy y Nicky. La tarde del día anterior, el gobierno alemán había enviado un frío ultimátum a los rusos, dándoles doce horas para detener la movilización de su monumental ejército.
El plazo había expirado sin que hubiera habido respuesta por parte de San Petersburgo.
A pesar de todo, Walter aún creía que la guerra podía limitarse al este de Europa, y de ese modo, Alemania y Gran Bretaña seguirían siendo naciones amigas. El embajador Lichnowsky compartía su optimismo, e incluso Asquith había dicho que Francia y Gran Bretaña podían ser meros espectadores. Después de todo, ninguno de los dos países estaba especialmente implicado en el futuro de Serbia y la región de los Balcanes.
Francia era la clave: Berlín había enviado un segundo ultimátum la tarde anterior, esta vez a París, instando a los franceses a que se declararan neutrales. Era una esperanza más bien remota, aunque Walter se aferraba a ella desesperadamente. El ultimátum expiraba a mediodía. Entretanto, el jefe del Estado Mayor, Joseph Joffre, había exigido la movilización inmediata de las tropas francesas y el consejo de ministros se reunía esa mañana para deliberar. Como en todos los países, pensó Walter con tristeza, los oficiales del ejército estaban presionando a sus dirigentes políticos para que encaminaran sus pasos hacia la guerra.
Era extremadamente difícil, además de frustrante, hacer conjeturas acerca de la respuesta de los franceses.
A las once menos cuarto, cuando faltaban setenta y cinco minutos para que a Francia se le acabara el tiempo, Lichnowsky recibió una visita inesperada: sir William Tyrrell. Secretario personal de sir Edward Grey, Tyrrell era una figura clave, un militar con una dilatada experiencia en asuntos exteriores. Walter lo condujo de inmediato al despacho del embajador, y Lichnowsky le hizo señas para que se quedase.
Tyrrell habló en alemán.
—El secretario del Foreign Office me ha pedido que le informe de que en estos precisos instantes se está celebrando un consejo de ministros que podría culminar en una declaración dirigida a usted.
Era evidente que se trataba de un discurso ya ensayado previamente, y Tyrrell hablaba alemán con perfecta fluidez, pero pese a todo, a Walter se le escapaba el significado de aquellas palabras. Miró a Lichnowsky y vio que también el príncipe parecía perplejo.
Tyrrell siguió hablando.
—Una declaración que, tal vez, podría resultar de gran ayuda para impedir el desarrollo de la catástrofe.
Todo aquello era muy esperanzador, pero demasiado vago. A Walter le entraron ganas de exclamar: «¡Vaya al grano!».
Lichnowsky respondió con la misma formalidad diplomática forzada.
—¿Qué indicación podría darme acerca de la naturaleza de dicha declaración, sir William?
«¡Por el amor de Dios —pensó Walter—, estamos hablando de una cuestión de vida o muerte!»
El funcionario habló con meticulosa precisión.
—Cabría la posibilidad de que, si Alemania se abstuviese de atacar Francia, tanto París como Londres podrían considerar si verdaderamente están obligadas a intervenir en el conflicto en el este de Europa.
Walter estaba tan conmocionado que se le cayó el lápiz. Francia y Gran Bretaña podrían mantenerse al margen del conflicto… ¡justo lo que él quería! Miró fijamente a Lichnowsky, quien también estaba asombrado y complacido a la vez.
—Eso es muy prometedor —señaló.
Tyrrell levantó una mano en señal de advertencia.
—Por favor, entienda que no estoy haciendo ninguna promesa.
«De acuerdo —pensó Walter—, pero tampoco has venido hasta aquí para una charla insustancial.»
—Baste decir, simplemente —intervino Lichnowsky—, que una propuesta de confinar la guerra a la parte oriental de Europa sería examinada con gran interés por Su Majestad el káiser Guillermo y el gobierno alemán.
—Gracias. —Tyrrell se levantó—. Informaré a sir Edward conforme a lo expuesto aquí.
Walter mostró a Tyrrell la salida. Estaba exultante de alegría; si Francia y Gran Bretaña se mantenían al margen de la guerra, no habría nada que le impidiera casarse con Maud. ¿Era un sueño?
Regresó al despacho del embajador. Antes de que tuvieran ocasión de hablar de la iniciativa de Tyrrell, sonó el teléfono. Walter respondió y oyó una voz familiar hablando en inglés:
—Soy Grey. ¿Puedo hablar con Su Excelencia?
—Por supuesto, señor. —Walter pasó el teléfono al embajador—. Sir Edward Grey.
—Lichnowsky al habla. Buenos días… Sí, sir William acaba de irse…
Walter no apartó la mirada del embajador, escuchando atentamente la mitad de su conversación y tratando de interpretar las distintas expresiones de su rostro.
—Una sugerencia muy interesante… Permítame que le deje clara nuestra posición: Alemania no tiene ninguna disputa con Francia o Gran Bretaña.
Parecía que Grey abordaba el tema con la misma cautela que Tyrrell, andándose con pies de plomo. Era evidente que los ingleses iban en serio.
—La movilización de las tropas rusas —dijo Lichnowsky— representa una amenaza que, evidentemente, no podemos soslayar, pero se trata de una amenaza para nuestra frontera oriental, así como para nuestro aliado, el Imperio austrohúngaro. Hemos pedido a Francia garantías de neutralidad. Si Francia puede garantizarnos eso o, como alternativa, si Gran Bretaña puede garantizar la neutralidad de los franceses, no habría razones para extender la guerra al oeste de Europa… Gracias, señor. Perfecto… Iré a verlo esta tarde a las tres. —Colgó el teléfono.
Miró a Walter y ambos esbozaron una sonrisa triunfal.
—¡Caramba! —exclamó Lichnowsky—. ¡Eso sí que no lo esperaba!
III
Maud estaba en Sussex House, donde un grupo de parlamentarios conservadores y de pares se había reunido en la sala de estar de la duquesa a tomar el té, cuando Fitz entró por la puerta, hecho una furia.
—¡Asquith y Grey se están viniendo abajo! —exclamó. Señaló una bandeja de plata donde se exhibían varios pedazos de tartas y dulces—. Se están viniendo abajo como ese maldito pastel de pasas de ahí. Van a traicionar a nuestros amigos. ¡Me avergüenzo de ser británico!
Maud temía que llegase ese momento: Fitz no sabía alcanzar soluciones negociadas, creía que Gran Bretaña debía dar órdenes y los demás, limitarse a obedecerlas, sin más. La idea de que el gobierno pudiese tener que negociar con otras partes, de igual a igual, le parecía una aberración. Y por desgracia, había muchos otros que pensaban como él.
—Cálmate, Fitz, y cuéntanos qué ha pasado —dijo la duquesa.
—Asquith ha enviado una carta esta mañana a Douglas —explicó Fitz. Maud supuso que se refería al general sir Charles Douglas, jefe del Estado Mayor General Imperial—. ¡Nuestro primer ministro quería dejar constancia oficialmente de que el gobierno nunca ha prometido enviar soldados británicos a Francia en caso de una guerra con Alemania!
Maud, la única partidaria de los liberales presente en la estancia, se sintió obligada a defender al gobierno.
—Pero es verdad, Fitz. Asquith solo está dejando claro que seguimos teniendo abiertas todas nuestras opciones.
—¡Maldita sea! Entonces, ¿se puede saber para qué eran todas esas conversaciones que hemos mantenido con los militares franceses?
—¡Para explorar las distintas posibilidades! ¡Para elaborar planes de emergencia! Las conversaciones no son contratos… sobre todo en política internacional.
—Los amigos son los amigos. Gran Bretaña es una potencia mundial. Una mujer no tiene por qué entender de esas cosas, pero la gente espera que defendamos a nuestros vecinos. Como caballeros, aborrecemos el engaño bajo cualquiera de sus formas, y deberíamos hacer lo mismo como país.
Esas eran precisamente la clase de palabras que podían hacer que Gran Bretaña se viera implicada en una guerra, pensó Maud con un escalofrío. Era imposible que consiguiera que su hermano comprendiese el peligro. El amor que sentían el uno por el otro siempre había sido más fuerte que sus diferencias políticas, pero ahora estaban tan enfadados que, si discutían, podían llegar a palabras mayores, y cuando Fitz se enemistaba con alguien, nunca hacía las paces. Y eso que, a pesar de todo, sería él quien tendría que ir al frente y luchar y tal vez hasta morir, víctima de un disparo, de la embestida de una bayoneta o incluso hecho pedazos tras el estallido de un obús… Fitz, y también Walter. ¿Por qué no pensaba Fitz en todo eso? Maud sintió ganas de gritar de rabia.
Mientras la joven trataba por todos los medios de encontrar los términos adecuados, uno de los otros invitados terció en la conversación, y Maud lo reconoció como al jefe de la sección de Internacional de
The Times
, un hombre llamado Steed.
—Puedo decirle que ha habido un burdo intento por parte de un entramado financiero internacional judío-germánico de forzar a mi periódico para que respalde la neutralidad —dijo.
La duquesa frunció los labios: detestaba el lenguaje de la prensa sensacionalista.
—¿Qué le hace decir eso? —preguntó Maud fríamente a Steed.
—Lord Rothschild habló ayer con nuestro director financiero —dijo el periodista—. Quiere que moderemos el tono antigermánico de nuestros artículos en el interés de la paz.
Maud conocía a Natty Rothschild, que era liberal.
—¿Y qué opina lord Northcliffe de la propuesta de Rothschild? —inquirió ella. Northcliffe era el propietario de
The Times
.
Steed esbozó una sonrisa maliciosa.
—Nos ha ordenado publicar hoy un editorial aún más contundente. —Recogió un ejemplar de una mesa auxiliar y lo mostró ante todos—. «La paz no obra a favor de nuestros intereses» —citó textualmente.
A Maud no se le ocurría nada más execrable que abogar públicamente por la guerra, y vio que incluso Fitz despreciaba la actitud frívola del periodista. Estaba a punto de decir algo cuando su hermano, haciendo gala de su exquisita cortesía habitual aun con los más cretinos, cambió de tema.
—Acabo de entrevistarme con el embajador francés, Paul Cambon, a la salida del Ministerio de Exteriores —explicó—. Estaba tan blanco como ese mantel de ahí. Me ha dicho:
«Ils vont nous lacher
. Nos van a abandonar a nuestra suerte». Había estado con Grey.
—¿Y sabes qué le había dicho Grey para disgustar a monsieur Cambon de ese modo? —preguntó la duquesa.
—Sí, Cambon me lo ha contado. Por lo visto, los alemanes están dispuestos a dejar en paz a Francia si promete mantenerse al margen de la guerra… y si los franceses rechazan esa oferta, los británicos no se sentirán obligados a defender el territorio francés.
Maud sintió lástima por el embajador francés, pero el corazón le dio un brinco de alegría ante la perspectiva de que Gran Bretaña pudiese quedar al margen de la contienda.
—Pero Francia no tiene más remedio que rechazar esa oferta —afirmó la duquesa—. Firmó un tratado con Rusia según el cual ambos países deben acudir en auxilio del otro en caso de guerra.
—¡Exactamente! —exclamó Fitz, furioso—. ¿Qué sentido tienen las alianzas internacionales si se rompen cuando surge una crisis?
—Eso es absurdo —dijo Maud, sabiendo que estaba actuando con insolencia, pero le traía sin cuidado—. Las alianzas internacionales se rompen cada vez que resulta conveniente. Esa no es la cuestión.
—¿Y cuál es la cuestión, si puede saberse? —replicó Fitz en tono glacial.
—Creo que, sencillamente, Asquith y Grey tratan de asustar a los franceses enfrentándolos a la realidad: Francia no puede derrotar a Alemania sin nuestra ayuda. Si creen que tienen que ir solos a la guerra, entonces tal vez los franceses cambien de idea y se conviertan en defensores de la paz y presionen a sus aliados rusos para que no respalden la guerra con Alemania.
—¿Y qué ocurre con Serbia?
—Todavía no es demasiado tarde para que Rusia y Austria se sienten a una mesa a negociar y buscar una solución para los Balcanes que resulte satisfactoria para ambas partes —dijo Maud.
Se produjo un silencio que se prolongó varios segundos y entonces Fitz añadió:
—Dudo mucho que llegue a pasar algo así.
—Pero sin duda —dijo Maud, y hasta ella percibió la desesperación en su propia voz—, sin duda debemos mantener viva la esperanza, ¿no es así?
IV
Sentada en su cuarto, Maud no lograba reunir las fuerzas necesarias para vestirse para la cena. Su doncella le había preparado un vestido y algunas joyas, pero la joven se limitaba a contemplarlos con la mirada perdida.
Asistía a fiestas prácticamente todas las noches durante la temporada de Londres, porque buena parte de las actividades políticas y diplomáticas que tanto le fascinaban se daban cita en aquella clase de reuniones sociales. Sin embargo, aquella noche no se sentía con ánimos para hacerlo, no podía estar glamurosa ni encantadora, ni engatusar a los hombres más poderosos del país para que le confiasen sus pensamientos; no podía jugar al juego de hacerles cambiar de parecer sin que llegasen a sospechar siquiera que los estaba manipulando.